jueves, 20 de diciembre de 2012

El monstruo


Regresé del sueño de la nada para despertar en la realidad de la miseria. Había esperado tanto que se me olvidó que la vida tiene sus propios planes en donde lo imposible ocurre y lo que más deseas es inalcanzable. Es así. Traté de sobrevivir y ahora me anuncian que los Mayas ya auguraban el fin del mundo para mañana, amé locamente hasta que descubrí que el compromiso podía tomar forma, busqué mi soledad en los momentos en que más falta me hacía tener compañía.

Creía en los milagros porque no ocurrían. ¿Qué interés podría tener alcanzar lo que es posible? ¿Para qué sirve? Sólo lo contrario nos permite descubrir la diferencia y sólo estirar los brazos hacia lo imposible nos hace crecer.

No había más ni menos motivos. Los motivos no existían. El monstruo nace de dentro y se alimenta de pasiones y de momentos, nunca de razones. La razón es el argumento para atar a la fiera, pero la fiera no deja de comer.

Pero los años pasan, y aprendí a dejar de comer carroña y a elegir sólo lo mejor del menú, y el monstruo interior ha aprendido a dormir enroscado y a cambiar la pasión por la ternura. Y hay quien me mira y cree que ya está controlado.

Claro que yo no olvido que ahí sigue el monstruo, y que sonríe y le brillan los ojos cuando todo parece tranquilo.

https://www.youtube.com/watch?v=Fs841UgXMnY

sábado, 1 de diciembre de 2012

La diferencia


No mires atrás. Corre todo cuanto puedas, sin medir fuerzas ni ganas. Corre como si te persiguiera el mismo diablo. No dejes de mover las piernas a la velocidad que puedas. Como si huyeras de un tsunami, de la caída de un meteorito, como si la tierra se estuviera abriendo tras tus pasos. Corre sin parar de correr. No te importe pisar a muertos y a heridos, a niños, a abuelos, a tullidos… No repares en gritos ni en llamadas de auxilio, ni en las manos que se levantan, ni en el ruido que hacen tus pisadas sobre las cabezas y los estómagos, ni en el bosque que se quema tras de ti.

Claro que también puedes permanecer y mancharte las manos y el espíritu. Trabajar. Dar amparo y proteger a quienes son pisoteados, apagar el fuego, hacer zanjas y desviar el agua, construir refugios cada vez más sólidos, acompañar a los moribundos y sanar a los enfermos. Tocar las manos, poner y ponerte de pie, abrazar, besar, sentir, soñar, vivir. Mirar la tragedia de frente como si la muerte no respirara tras de ti, pero también al amor y a la ternura como si la vida estuviera en juego.

Unos y otros, el que corre y el que está, tienen en común que cada momento se enfrentarán a lo mismo, o más carrera o más que hacer. Lo que les distingue es que, el que corre, lo hace solo y no llega tan lejos.

martes, 27 de noviembre de 2012

Reencuentro

Alguien debía decirnos en dónde no deberíamos entrar, o salir, o subir, o bajar... Alguien se equivocó pensando que la intuición era un argumento suficiente para advertirnos, para encender las alertas, suficiente para evitar la desgracia. Pero a veces la intuición se confunde con atracción, se entiende como una llamada, se traduce en nuestra vida cotidiana como una curiosidad que normalmente se convierte en una mala experiencia.

Tenía edad suficiente para saberlo, pero allí entré convencido de que la vida me había dado cuatro ases para esa jugada. Así que acudí a la cena de empresa dispuesto a chasquear los dedos y que cayeran las cien puertas de Tebas, algo me decía que algo iba a ocurrir, y algo con alguien, dentro de mí una voz me avisaba de que sería el día.

Con ese espíritu me presenté dispuesto a vivir mi momento de gloria, vestido para la ocasión, perfumado para la ocasión, peinado para la ocasión, silbando para la ocasión, siguiendo el guión que se había escrito para mí en algún rincón del universo.

Todo apuntaba a que así era e iba a ser. Cada cosa que ocurría me acercaba un paso a mi triunfo sobre el bien y el mal. Y a punto estuve de tocarlo cuando, fuera de programa, apareció ella con la misma sonrisa que hacía 30 años. Quizá algo más madura, quizá con una mirada algo más nostálgica, pero la misma sonrisa.

30 años atrás nunca me había mirado, y en todos esos años nunca la vida nos había vuelto a cruzar, pero allí, en mi noche, aparecía ella como un misil a la línea de flotación.

A partir de ahí no hubo partitura que interpretar ni libreto que seguir, me convertí en un ser torpe, inseguro. Perdí las habilidades, la ropa se me volvió ancha, los zapatos me chancleaban y el verbo fluido se presentó absurdo y disperso.

Realmente se me escapaba al entendimiento todo lo que estaba ocurriendo. ¿A cuento de qué todo aquello? Al fin y al cabo se trataba de un antiguo amor de estudiante con quien nunca llegué a intercambiar una sola palabra. Creo que ni una sola frase. Pero 30 años después volvía a ser un niño por culpa de una mujer que, seguro, siquiera se acordaba de mí.

Trate de no mirarla, de no seguirla con la vista. Imposible. Allí estaba, con la misma risa encantadoramente discreta que iluminaba todo.

Decidí tranquilizarme y quise salir de allí, pero era imposible. Al tratar de levantarme las piernas me temblaban. Me quedé sentado como si supiera de qué estaban hablando mis compañeros y compañeras, pero con todos mis sentidos puestos en aquellos ojos y aquella boca, y así fue inevitable que nuestras miradas se cruzaran.

Yo quise esconderme pero ella hizo un gesto de sorpresa como si me hubiera reconocido. Quizá se acordara, quizá mi cara le sonaba, al fin y al cabo coincidimos varios años en el mismos colegio. Quizá, quizá y quizá, pero no. Al fin y al cabo, ¿quién era yo?

Afortunadamente se marchó pronto. Acompañada, por supuesto, con la misma sonrisa y la misma cadencia en sus caderas que yo recordaba tan nítidamente.

Pensando en ello estaba cuando una voz me sacó de aquella ausencia. "Cuánto tiempo. Qué tal va todo, qué es de tu vida...".

Reconocí a aquel hombre, también antiguo compañero, supuse que debía andar con ella pero que no le había visto obsesionado como estaba. "Bien, bien", contesté. "¿Qué tal tú?¿Qué haces por aquí?", pregunté.

Me contó que se trataba de la cena de navidad de la empresa en la que trabajaba y en la que coincidían con algunos compañeros del colegio, y en la escueta lista de nombres y apellidos aparecía el de ella.

No pude evitarlo, pregunté por ellos con la única intención de saber algo de ella. Y funcionó.

"Estaba aquí hace un momento", dijo. "Una pena. Se acaba de marchar. Estaba estupendamente pero al parecer vio a alguien a quien no esperaba y se ha puesto nerviosa y sentido indispuesta. No sé", añadió, "cosas de mujeres. ¿No serías tú?", comentó entre risas a las que yo respondí con la misma intensidad.

Y mi amigo se marchó, dejándome un abrazo y una pregunta que me quita el sueño.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Huelga general


Se levantaron como cada día. Habían quedado con sus compañeros de trabajo para acudir a la convocatoria de manifestación que los sindicatos y otras instituciones habían convocado para mostrar su disconformidad con las propuestas de un Gobierno que parecía tan alejado de la realidad como ausente de los problemas reales de las personas.

Se ducharon y se vistieron sin hablar demasiado, como si estuvieran concentrándose para lo que iba a venir. Cruzaron sólo alguna frase para saber dónde estaba alguna pieza de ropa y desayunaron por separado.

Bajaron al garaje y subieron al coche de ella. Se dirigieron hacia la plaza de concentración y unas manzanas antes él se bajó para encontrarse con sus compañeros y compañeras de trabajo y ella siguió para ir a concentrarse con los suyos.

Se despidieron con un breve “cuando termine te llamo” por parte de ella, y un “hasta luego” por parte de él. No estaban enfadados, sólo distantes y preocupados porque lo que la vida les deparaba.

La plaza ya estaba casi llena y muchos manifestantes extendían sus pancartas para definir posiciones dentro de la marcha. Él se saludó con sus compañeros, intercambiaron unas palabras y, tras mirar a su alrededor, auguraron un éxito de convocatoria.

Ella, junto a sus colegas de profesión, esperó la llegada de la protesta ante la Delegación del Gobierno. A medida que la protesta se aproximaba, sintió como los cánticos y arengas de entusiasmo se iban tornando en tensión. Miró a sus compañeros y compañeras y en sus ojos leyó la misma agresividad que ella empezaba a notar.

No obstante aguantaron hasta la llegada de la protesta. El tumulto casi los engulle pero ya lo habían previsto y permanecieron unidos, allí, en primera fila, cada vez más tensos y más nerviosos, bajo una presión infinita que sólo se soltó cuando el jefe de policía dio la orden de disolver la protesta.

Fue entonces, durante la carga, cuando ambos volvieron a encontrarse. Él no pudo ser reconocido porque se encontraba boca a bajo tratando de proteger a un compañero de la paliza que le estaba dando una agente, a la que él tampoco reconoció parapetada tras el escudo y el casco de los antidisturbios.

Para él y para ella, en ese momento, sólo eran una y uno más, respectivamente.

sábado, 3 de noviembre de 2012

domingo, 28 de octubre de 2012

A veces ganas

Contra todo pronóstico nunca llegué a saltar por la ventana. Cierto es que la vida se volvió gris oscura, las aceras crecieron por toda la ciudad y el dolor fue mi compañero durante meses. No encontré consuelo ni, si soy sincero, lo busqué. ¿Para qué? Mi dolor era lo único que me quedaba de ella, así que decidí vivirlo como Gollum persiguió el anillo. Mis miserias y mi vida era el relleno del vacío que me había creado su ausencia.

Y la verdad es que cuando ella me dijo: "Se acabó. Esta relación está agotada", yo pensaba lo mismo. No sólo lo sabía sino que se expresó utilizando las mismas palabras con que yo habría hablado. Pero no es lo mismo ver el final que vivirlo, y el valor que a mí me faltaba, a ella le sobraba.

No es que no nos quisiéramos -que ya no lo sé-, es que andábamos por caminos distintos. Nunca conseguimos hacer amor. Eso sí, gracias a que conseguíamos hacer sexo la cosa aguantó lo suficiente como para creer que teníamos algo más de lo que teníamos.

Creo que pasaron años para encontrar un día en que ella no fuera mi primer y mi último pensamiento, meses en encontrar un comentario que me arrancara una sonrisa, días en poder articular una palabra, horas para dejar de llorar...

Pero pasaron las horas, y los días, y los meses, y los años y dejé de llorar, y volví a hablar, y sonreí de nuevo, y hasta dejé de pensar en ella a todas horas, y hasta debo reconocer que hoy por hoy su imagen no transmite ningún sentimiento.

Ahora estoy aquí, sudado, abrazado a otro cuerpo, mirando a otros ojos, compartiendo recuerdos y secretos, hablando de amores y desamores, conociéndome y conociéndola, y esperando a que el tiempo pase para que el amor vuelva a hacernos más hombre y más mujer y más amantes. Aquí estoy, viviendo mi felicidad y abrazado a un nuevo camino (que tiene curvas de mujer). Aquí estoy feliz, recordando cómo la vida me ha traído hasta este punto, sabiendo que es dónde tenía que estar, pero siendo incapaz de recordar quien era aquella mujer que me mostró la parte más oscura de mi alma.


https://www.youtube.com/watch?v=SIzr-cl_SR4

martes, 9 de octubre de 2012

El amante de las bestias


Amaba a los animales más que a nada. Trabajaba, comía y compartía algún tiempo con sus amistades de siempre, pero su vida, lo más importante de su vida, giraba en torno a las bestias. Daba lo mismo que fueran de piel o de pluma, de escamas o de pelo… Cualquiera era un ejemplar único aunque fueran de la misma especie.

Los amaba porque eran así, como eran, salvajes o domésticos, ariscos o mimosos, violentos, ágiles, cariñosos, independientes…

Desde que pudo, se hizo con un perro. No era agresivo, de hecho podría decirse que era especialmente tranquilo, pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, el chucho le llegaba a morder. “Le acaricié cuando estaba comiendo”, dijo; “me mordió al llegar tarde”, justificó; “le pisé el rabo sin querer y reaccionó así”, lamentaba mientras se curaba las heridas de los dientes sobre la piel.

Pero los ataques eran cada vez más seguidos y decidió cambiar el perro por un gato. Claro que el gato era independiente. Salía de casa durante días y cuando volvía sólo quería comer y recibir algunas caricias. De pequeño no tanto, pero ya adulto, los arañazos eran comunes, incluso una vez las uñas estuvieron a punto de sacarle un ojo. “Debí cogerlo mal y se puso nervioso”, contó.

Las cicatrices eran cada vez más, pero se resistía a abandonar el gato. Un buen día, el menino salió de casa y no volvió, aunque él lo esperó siempre.

No pasaron muchos años y compró un caballo. Una vez cepillándolo, recibió una coz que le reventó el hígado y le impidió montar más; y después encontró una cría de cuervo que le sacó un ojo de un picotazo; en una tienda de animales exóticos compró un cocodrilo que le arrancó un brazo; y con una boa estuvo a punto de perder la vida…

Siempre le ocurría algo, y en cada visita al hospital señalaba que los animales eran así. “Son bestias, es su instinto, su naturaleza…”.

Finalmente decidió no tener más animales, pero cuando pasea por la ciudad, sin brazo, sin hígado, sin ojo y con medio cuerpo esculpido por las cicatrices, no puede evitar mirar hacia la gente que pasea con sus animales por la calle y soñar cómo sería su vida si encontrara al animal adecuado.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Así es la vida


No sé cuántas veces me reencarné antes de encontrarla. Ciego como estaba, reconocí sus labios nada más rozarlos con los míos. Sólo el dolor de la alegría al verla sonreír me advirtió de que el desamor me causaría la muerte. Pero, ¿quién tiene miedo a la muerte si sabes que sólo su recuerdo aliviaría una eternidad en el infierno? Eso pensé aunque ahora lo dude.

Quizá fuera mi última esperanza de alcanzar la felicidad. No de reírme entre amigos, o de pasar un rato agradable. Era la respuesta a cientos de noches y de días en donde nadie llenaba los huecos vacíos de mi corazón.

Pasamos unas semanas viviendo en la gloria. Abandoné todo aquello que me había dado razones de vivir, porque nada había más bello ni más importante que ella. Sin ella no había presente ni futuro, y el pasado sólo fue algo necesario para alcanzarla.

Fueron unos cuantos días, semanas, algunos meses, hasta que llegué a casa y la vi haciendo la maleta.

                “¿Qué haces?” –Pregunté.
                “Me voy” –Contestó ella.
                “¿A dónde?”
                “Lo he encontrado”
                “¿A quién?”
                “No sé cuántas veces me reencarné para encontrarlo. Ciega como estaba, reconocí sus labios nada más rozarlos con los míos. Sólo el dolor de la alegría al verlo sonreír me advierte de que el desamor me causaría la muerte. No sé si lo entiendes, pero me tengo que ir”.

Ya no dije nada. Cómo no iba a entenderlo. Me senté en el sillón y pasé varios días sin moverme, dando cabezazos de vez en cuando en el mismo sillón.

Volví al trabajo, y un poco más tarde a retomar una vida que no me llenaba, pero me mantenía en la vida.

Un año más tarde la encontré en una parada de taxis. Nos saludamos con cortesía y traté de mantener cierta distancia, pero no pude. A pesar de intentarlo tuve que preguntarle por su relación, por cómo le iba.

                “Me dejó. Apareció la mujer de su vida y me dejó”.

Yo le contesté que lo sentía, que esas cosas pasan, y me despedí de ella con una mirada solidaria.
Al dar la vuelta me sonreí, “así es la vida de caprichosa”, recuerdo que pensé y comencé a tararear una canción de "Elefantes". Desde entonces vivo mucho más feliz, más relajado y hasta sonrío con más ganas que nunca.



sábado, 15 de septiembre de 2012

Casiopea


Sólo cuando perdí el timón de la nave me di cuenta de que los años de preparativos no habían servido para nada. De nada, los cursos de primeros auxilios ni de mecánica; de nada, la señalización de las salidas de emergencia ni la disciplina; de nada, los meses estudiando las cartas de navegación, las corrientes y los flujos; de nada, las estrellas ni el sol; de nada los aplausos a mi salida ni los augurios ni las buenaventuras prometidas. Desde mi salida todo han sido sorpresas y despropósitos.

Nadie me advirtió que con un barco no se debe intentar llegar a Casiopea, pero me vendieron el barco y un fin de semana en la luna, y yo compré. Necesitaba la meta, el objetivo, el destino final en donde mi felicidad habita.

Desde que perdí el timón tampoco puedo dar la vuelta, ni maldecir a quienes me miran desde la costa porque tampoco ellos saben cómo debía hacerlo. Quizá sólo admiran que alguien trate de alcanzarla una constelación, pero nunca se han planteado navegar sobre las nubes porque los pies de plomo les recuerdan que no tienen otro destino que mirar a quienes intentan dar pasos en el espacio a gravedad cero.

Debí darme la vuelta desde que el velero perdió el mascarón de proa, pero no sé si me faltó valor para descender, o para defraudar a quienes creyeron en mí o es que prefiero perderme en el fracaso a reconocerlo. El caso es que saludo asomado a estribor mirando unos puntitos que no sé siquiera si tienen ojos, oídos o cabeza, sin saber qué estoy haciendo.

No tengo posibilidad de sobrevivir, pero tampoco la tenía antes de partir. Así que por ahora me queda esperar con la cara vuelta a Casiopea y disfrutar de la caída cuando el barco termine por desintegrarse.

Pinchar: http://www.youtube.com/watch?v=qXR94CQBm0U

lunes, 10 de septiembre de 2012

Un agujero negro llamado ombligo


La incorporación al trabajo de Paco tras las vacaciones de verano le trajo de nuevo a su realidad cotidiana. Las cosas no habían cambiado demasiado. La mayor parte de sus compañeros y compañeras ya habían llegado y sólo alguno que por motivos organizativos había retrasado su salida, también dilataba su llegada.

Tras los protocolarios saludos y el intercambio de anécdotas vacacionales, su jefa le señaló sus tareas inmediatas. Al empezar a despacharlas no pudo más que llenarse de mala leche. Siempre le tocaba a él la tarea más compleja “mientras estos no hacen más que tocarse los cojones”, pensó.

Miró por encima de su ordenador y comprobó que sus 16 compañeros y sus 9 compañeras se observaban pensando lo mismo. Sólo uno, el único que no había podido tomar vacaciones por exceso de trabajo, mantenía su mirada fija entre la documentación y el ordenador.

Juan no era de los que se ponían al volante después de beber, pero allí estaba soplando ante la Guardia Civil después de haberse tomado unas cervezas para celebrar el nacimiento del primogénito de una pareja amiga. “Tiene que dejar aquí su vehículo o avisar a alguien que pueda llevárselo”, le dijo el agente mientras rellenaba el formulario de la multa que debería pagar y que le acarreaba la pérdida de unos cuantos puntos.

Cuando bajó del coche maldijo su mala suerte. Nunca conducía si bebía, pero “para una vez que lo hago”, se dijo, “tienen que pararme a mí”. Tan absorto iba preguntándose por qué esas cosas sólo le pasaban a él, que ni cuenta se dio de que pasaba entre una docena de coches y otros tantos conductores que, como él, maldecían su mala suerte.

Nunca pensó Lucía que su marido le pidiera el divorcio. Las cosas no parecían ir tan mal, no más crisis ni más dificultades que las que podía presentar cualquier matrimonio después de ocho años nadando entre lo bueno y lo malo. No recordaba nada que hubiese hecho para merecer ese desprecio, ese abandono. Él le juraba y perjuraba que no había otra ni que la decisión se debiera a algo que hubiese hecho o dicho. “Entonces, qué. Por qué. A cuento de qué”, espetó una y otra vez a su todavía marido, para nada.

Cuando él cerró la puerta de casa llevándose una maleta con parte de su ropa y de sus años más felices, ella se derrumbó en el sofá. Prácticamente no durmió en toda la noche. Por la mañana telefoneó a su jefa para contarle que no estaba en condiciones de trabajar, que algo terrible le había sucedido, que los expedientes de desahucio y los de abandono familiar estaban listos para enviar. También dio instrucciones para recordar que de las 60 familias que iban a quedarse en la calle, la mayoría tenían menores a su cargo y que había que llamar a los Servicios Sociales por si era conveniente separarlos de sus padres si estos no tenían a donde ir. En cuanto a los de abandono familiar, se trataba de unos hermanos, el mayor de ellos de 12 años, que llevaban casi un año viviendo solos en una cueva, sostenidos por la solidaridad de los vecinos y la mendicidad.

Tras colgar, volvió a su mar de lágrimas odiando al mundo por lo que le había hecho a ella.

sábado, 1 de septiembre de 2012

martes, 28 de agosto de 2012

viernes, 24 de agosto de 2012

Pies de barro


Tres horas de espera en aquella oficina del paro fue tiempo suficiente para repasar su vida. Ella nunca había estado sin trabajo. Desde que terminó sus estudios de económicas tuvo la suerte de entrar con un contrato de prácticas en una multinacional en la que meses después le propusieron quedarse a trabajar. Desde la firma hasta hoy habían pasado 22 años, 7 meses y 3 días.

Pasó de ser la chica en prácticas a la máxima autoridad contable, cargo que ejerció durante casi la mitad del tiempo. Hasta que las cosas empezaron a desmoronarse hacía unos meses, para muchos era el ejemplo de la mujer triunfadora: Jefa en su trabajo con un sueldo envidiable, pareja de un reputado doctor que dejó la medicina pública para atender su consulta privada, madre de tres criaturas que estudiaban en un colegio bilingüe, chalet en las afueras, cambio de coche cada dos o tres años, inversiones en bolsa, vacaciones en la Rivera Maya, escapaditas a cualquier capital de Europa, y un vestidor en el que se podía jugar a la escondite. Una triunfadora.

Pero eso no le iba a interesar al funcionario o funcionaria de turno. “Señorita, llevo más de una hora esperando”, había espetado a una trabajadora de la oficina. “Pues todavía le queda un rato. Si tiene prisa”, le contestó, “vuelva mañana más temprano”.

Quizá fue ese desplante, ese desabrimiento mostrado hacia ella lo que le hizo recapacitar. Hasta ese momento era ella la que podía mostrarse cortante y seca, la que tenía la última voz, la que disfrutaba cumpliendo con el deber de colocar a cada uno en su sitio. Pero esta vez, después de tantos años, no le gustaba estar al otro lado del mostrador siendo una más entre miles.

Hacía menos de un mes que el director nacional la había llamado para decirle que era una magnífica profesional, que nunca podrían pagarle el trabajo y la dedicación a la empresa pero que los tiempos son los tiempos; las crisis, crisis; y que con mucho dolor había que reconvertirse o morir, y que como no iban a morir la reconversión pasaba por cerrar delegaciones y poner al personal en la calle. Así, sin más. En la calle.

Como los ciclistas con los tranvías, el golpe no lo vio venir. Pensó que hablaba de empleados de tercer o cuarto nivel, quizá hasta de segundo, pero ella estaba entre los primeros del primer nivel, ella era persona de confianza, era la jefa de “las perras”, la que conocía todos los secretos, las cuentas, los chanchullos fiscales… Ella estaba a salvo hasta que pasó el tranvía y la estampó junto a los ciclistas que ya se había llevado por delante. “Tenemos que prescindir de ti”, le dijo, “en Canarias sólo dejaremos un delegado y dos personas que se encarguen del papeleo. Todo se resolverá desde Sevilla o desde Madrid, veremos como quedan tras la restructuración”.

Fue tal el golpe que no atinó a decir nada. ¿Qué podía decir? Lo primero que pensó fue que no le costaría encontrar trabajo. Una mujer con su experiencia, su carisma y sus contactos no necesitaba estar ahí.

Pero desde ese día hasta hoy todo su mundo comenzaba a desmoronarse. La crisis había acabado con gran parte de sus ahorros que en plena fiebre de inversiones fáciles con mucho beneficio, había dejado enterrados en la bolsa. Ya hacía cierto tiempo que la consulta de su marino no contaba con lista de espera, realmente no contaba con lista ninguna, hasta el punto de que tuvo que dedicarse a trabajar con seguros, sabiendo que estos apretarían cada vez más, pero era imposible regresar a la pública tal y como estaban las cosas. Los problemas económicos habían llevado a la pareja a ciertas tensiones y, por si fuera poco, el próximo curso los niños debían de cambiar de colegio dadas las condiciones, lo que había supuesto una ruptura generacional en casa, incluso la mayor, que tenía previsto comenzar la carrera en Estados Unidos, tendría suerte si conseguía entrar por nota en alguna de las facultades nacionales.

Pero lo que más le había dolido era la respuesta de lo que hasta ahora eran sus amigos de cenas lujosas en restaurantes exclusivos. Muchos ánimos, mucho “lo que necesites”, mucho “cuenten con nosotros”, pero ni un solo vente a trabajar a mi empresa, o “yo conozco a fulano y esto lo solucionamos en un rato”. De hecho, incluso dejó de sonar el teléfono para cenas o fines de semana en el barco de Zutano o Mengano.

Se convenció de que era una mujer fuerte, que a su edad no iba a dejarse derrumbar, que aún tenía vida por delante, que esto sólo era una cuestión de tiempo, y casi se odió a sí misma cuando empezó a llorar.

Miró a su alrededor y por primera vez se dio cuenta de que la gente que le rodeaba estaba llena de historias, de proyectos frustrados, que otras muchas y otros muchos se sentían tan perdidos como ella, y pensó cuántas veces ella había pasado de esas mismas miradas y de todos esos rostros.
En ello estaba cuando en el “turnomatic” saltó su número. Se acercó a la mesa correspondiente y trató de ser cortés, pero el trabajador de la oficina de desempleo rellenó su ficha sin siquiera mirarle a la cara, tal y como tantas veces había hecho ella.

jueves, 16 de agosto de 2012

domingo, 12 de agosto de 2012

jueves, 9 de agosto de 2012

20.004 gracias

Pues esta mañana, al entrar al blog para comprobar si alguien había comentado algo y responderle, me he encontrado con la grata sorpresa de que ya se superan las 20.000 entradas, exactamente 20.004. Gracias por cada una de ellas y gracias especialmente a quienes siguen con cierta constancia estas líneas que se escriben con más afán que lucimiento.

Especialmente quiero darle las gracias a quien(es) leen esta página desde sitios tan lejanos como Alemania, Estados Unidos y Rusia, que según el registro estadístico del blog entran con una periodicidad que me anima a seguir con esto.

Por otra parte, y como es uso y costumbre cuando ocurren estas cosas, sería un buen momento para vernos quienes quieran y puedan. Una oportunidad podría ser el martes 14 de agosto, que en Vegueta (casco histórico de Las Palmas de Gran Canaria, para los de fuera de la Isla) se celebra una fiesta de fin de año en la que se pide ir vestido de blanco y negro. ¿Podemos?

Un beso a todos y todas y gracias, una vez más.

lunes, 6 de agosto de 2012

El pino


Durante demasiados años las condiciones le fueron precisas para crecer por encima de todos los demás árboles del bosque. No fue sólo una cuestión de suerte. Un biólogo con ganas de trascender en aquel espacio de la naturaleza plantó las semillas de pino en el mejor sitio y cuidó de él hasta que su copa sobrepasó la mayoría de los congéneres de su entorno.

No pasó mucho tiempo para que el pino se diera cuenta de que no había árbol más alto ni tronco más fuerte que el suyo. Sus ramas se extendían sobre todas las plantas que le rodeaban y su tamaño aumentaba llevándose a su paso todo lo que podía tener cerca.

Hartos de vivir bajo la sombra del pino y de sufrir las terribles consecuencias de la acides de la tierra que las grandes cantidades de pinocha provocaba, los representantes del bosque trataron de convencer al “gigante” de las consecuencias de su falta de respeto hacia los demás.

El pino, que para entonces ya medía más de 70 metros, casi ni escuchó sus voces, y las peticiones de convivencia las interpretó como quejas de unos insensatos incapaces de valorar la suerte que tenían de estar junto a él.

Las primeras consecuencias no se hicieron esperar: la cantidad de pinocha se multiplicó y él trató de seguir creciendo sin importarle las demás especies ni las el consumo de territorio que su enorme tamaño exigía.

El pino, cada vez más aislado ya que la inmensa capa de pinocha impedía que nada creciera en su entorno, decidió sólo mirar hacia arriba y persistir en su idea de crecer y crecer.

No le faltaba aduladores, especialmente hormigas, ardillas y algunas aves que buscaron entre sus ramas un lugar seguro donde anidar. Para el pino era suficiente compañía.

Una noche de agosto, la chispa de un cable de alta tensión que atravesaba el bosque prendió la pinocha seca que el pino iba acumulando bajo él. El viento y las altas temperaturas convirtieron aquellas hojas en pólvora, y en pocos minutos el tronco del pino se vio envuelto en llamas.

Las hormigas que le habían adulado durante tanto tiempo trataron de huir tronco arriba. Mejor suerte corrieron algunos de los pájaros, que si bien perdieron sus huevos, sus nidos y todo cuanto poseían, lograron salvar sus vidas.

El pino, que ya había decidido no mirar nunca más hacia abajo, empezó a oler el humo y a sentir el calor. “El bosque se quema. Ellos se lo habrán buscado”, se dijo a sí y trató de estirarse un poquito más para ganar altura.

viernes, 3 de agosto de 2012

La duda


“No seré yo quien te lo cuente”, me dijo antes de salir de la habitación dejando el eco de un portazo retumbando entre las paredes desconchadas. También oí la puerta de la calle cerrarse con la misma fuerza y sus pasos hasta el ascensor. La imaginé caminando por la acera hasta su coche y esperé mirando al techo que el motor del Toyota arrancara.
Tras unos segundos de silencio me levanté, caminé hasta la nevera y me prometí no pensar más en ello esa noche. Saqué una cerveza, la abrí y me senté frente al televisor pensando en qué tenía que haberle dicho para convencerla.
“Daba igual. Hiciera lo que hiciera ella tenía otro guión. Quería una pregunta porque tenía estudiada la respuesta”, traté de convencerme. 
Todo había comenzado hacía pocas semanas durante una cena con sus amigos sin mayores pretensiones que las de pasar el rato y tener un acercamento a un círculo de gente que yo aún desconocía, entre los comensales algunas de las caras me sonaban y con otras, sí que había logrado un cierto trato cercano, pero el conjunto, en su mayoría, estaba formado por antiguas compañeras y compañeros de universidad y sus parejas desconocidos para mí salvo por alguna referencia.
Todo estaba dentro de los parámetros de la normalidad. Hasta el punto de alcohol era previsible en estas circunstancias, y las permanentes referencias a anécdotas mil veces repetidas en estos reencuentros post-universitarios parecían guardar un orden establecido. Todo estaba escrito en la hoja de ruta. Todo menos el comentario de una de sus mejores amigas recordando el día en que ella, mi pareja, llegó a clase enamorada hasta los huesos, casi levitando, hablando de un joven profesor que había conocido en la biblioteca de la facultad.
Al parecer, el mengano destacaba por sus aptitudes físicas -su asignatura era, dentro del mundo de la gimnasia, “suelo”-. Capaz de hacer cientos de flexiones y abdominales, más fibroso que una caja de mueslis y tan alto como la luna, no necesitó poner sus encantos sobre la mesa de estudios, sólo le bastó un chiste para que cayera rendida a sus pies.
Cierto es que el tiempo pasó, que las cosas no fueron como esperaban y que de la juventud a la madurez los criterios y los valores cambian al menos de orden, especialmente algunos. El caso es que no llegó a más que un par de años de lujuria y desenfreno que se fueron frenando solos hasta que no hubo ni lujuria ni nada que frenar.
Yo, prudente, no quise preguntar ni hacer ningún comentario. Me negué a mostrarme como el típico curioso que desea conocer los detalles de anteriores relaciones, ni ante sus amigos y amigas ni ante ella, pero no pude evitar que ahí se quedara en un rincón de mi cabeza la pregunta.
Traté de restar importancia, pero cada vez que la miraba, cogidos de la mano intercambiábamos sonrisas, y la pregunta venía a mi mente, la duda se reflejaba en mis ojos. Y ella lo notó.
Tardamos cierto tiempo en despedirnos. Durante el trayecto a mi casa hablamos de banalidades que habían ocurrido durante la noche, nada trascendente. Pero al llegar a casa, tras quitarnos los abrigos y después de que me preguntara por décima vez qué me pasaba, no pude callar: “Dime”, le dije, “¿Cuál fue el chiste que te contó?”
Ella pensó que la estaba vacilando, que trataba de reírme por celos, pero la realidad es que me mataba de curiosidad saber qué chiste puede conquistar a una mujer.
Aún hoy no me lo ha contado, y cuando se habla de celos o de las cosas que influyen en la pareja, ella aprovecha siempre el mismo ejemplo. En un caso argumenta que pasé la noche de mal humor y después no fui capaz de reconocerlo y salí con una bobería; en el otro, mi cabezonería de no saber reconocer que me molestó que saliera con el hermano pequeño del David de Miguel Ángel. Yo escucho, callo y otorgo, porque sé que insistir en mi realidad es reafirmar la suya. Y la verdad es que tampoco eso me importaría si al menos supiera cuál era el chiste.

lunes, 23 de julio de 2012

martes, 17 de julio de 2012

Decir no


Dejó su casa convencida de que ya contaba con la madurez suficiente para enfrentarse a la vida y vencerla. Con su metro ochenta de estatura, sus ojos verdes, su título de ingeniera informática y el convencimiento de que nada malo podía esperarle, se despidió de su madre, su padre y sus hermanos en el mismo aeropuerto con destino a una capital europea. Su formación en idiomas le daba alas y su juventud, un horizonte lejano al que no había porqué mirar.

Como esperaba, no le fue difícil encontrar trabajo. No era como informática, pero no iba a ser la primera ni la última licenciada que comenzara una carrera de azafata en una compañía de bajo coste. Viajar y conocer mundo cuando tienes toda la vida por delante es una oportunidad a la que no puedes decir no.

Los primeros vuelos estuvieron marcados por la novedad y el aprendizaje. Claro que hubo algún pasajero que trató de sobrepasarse, algún jefe que escondió sospechosas intenciones tras bromas de dudoso gusto y compañeras que marcaron territorio antes de que ella siquiera llegara a la frontera. Pero nada de eso importaba. Su sonrisa era un escudo demasiado grueso para que lo perforaran los francotiradores de la desilusión y la tristeza.

Tardo poco más de un mes en decir “no” por primera vez. Un piloto maduro con el que ya había volado en una docena de ocasiones, cambió la palmadita en el culo por un manoseo más que desagradable para ella. La reacción pareció desagradar al hombre que se burló de ella para restar importancia a su acción. “¡Por Dios!”, dijo, “hay que ver cómo te pones por una broma. ¿Estamos en esos días…?”, y se rió buscando la solidaridad de sus compañeros y de las azafatas más dispuestas al peloteo.

Se sintió mal. Extrañamente también se sintió responsable de no haber sabido aguantar una broma, pero lo cierto es que ya estaba harta de que la trataran como un amuleto con el que jugar.

Durante el vuelo nadie hizo un solo comentario al respecto, sólo al salir de la cabina tras llevar algo de comer a los pilotos, el capitán masculló algo así como: “A ver si cambias de humor que trabajas de cara al público”.

La cosa empeoró tras tomar tierra. La invitación para que toda la tripulación se viera para cenar no le llegó a ella. Le sentó francamente mal. Hasta entonces todo habían sido risas y bromas picantes, pero ahora el mundo parecía hostil sólo porque se negó a que le cogieran el culo.

Dadas las circunstancias asumió que si no quería ser rechazada debía permitir ciertas gracias, hacer la vista gorda a gestos y hechos que, aunque desagradables para ella, no dejaban de ser una broma (se dijo).

En el viaje de regreso sacó a relucir su mejor sonrisa, y la mantuvo cuando el capitán diagnosticó su cambio de humor y, como para comprobarlo probó de nuevo con otra prolongada nalgada. Ella mantuvo la sonrisa y él le respondió con un “esa es mi chica”.

Por desgracia no fue éste el único. En viajes posteriores vinieron más compañeros que se sobrepasaron en sus gestos y acciones, pero ante el temor a ser desplazada de nuevo, ella mantuvo las formas, la sonrisa y el brillo de sus ojos.

Sus compañeras veían en ella una mujer fácil que pretendía ascender sin méritos profesionales, y las que habían pasado por lo mismo no estaban dispuestas a evitarle un solo segundo de martirio, pues era un camino obligado. “Por ahí pasamos todas, bonita”, le llegaron a decir.

Un mes después, un cliente habitual de la compañía, amigo de varios pilotos y azafatas, la invitó a cenar a uno de esos restaurantes de lujo que aparecen en las revistas de los aviones y en los que comer es más un placer para la vista y el paladar que para el estómago. Después vinieron las copas y las insinuaciones, que ella permitió hasta la puerta de su habitación.

En un sí-no-tomemos la última en tu habitación y un mundo que daba vueltas de pura borrachera, ella no tuvo fuerzas para oponerse ni de palabra ni de obra, así que el hombre hizo y deshizo a pesar de las lágrimas que ella no podía controlar.

Por la mañana, para volver al avión necesitó un par de tragos de whisky, y esa noche, para olvidar lo sucedido, no dudó en agarrarse al primer compañero que se le insinuó, y al día siguiente a un piloto para olvidar al segundo, y a otro más la noche posterior para olvidar a los tres anteriores. Y así sucesivamente.

Hace unos pocos días la vi. Con apenas 30 años tiene ya la mirada de quien ha visto el infierno. Habla con rapidez pero sin articular bien las palabras. Se toca la nariz y respira hondo a cada momento, como un acto reflejo, pero habla de su profesión como la mejor forma de conocer mundo.

No obstante yo sé que hace años que no visita su casa, la de sus padres, y que sólo habla por teléfono con sus hermanos porque cuando lo hace con su madre, no para de llorar. Le gusta decir que ha tenido suerte, pero cuando te mira, ella sabe que tú sabes que miente. Pero sonríe y vuelve al baño a “empolvarse” la nariz.

lunes, 25 de junio de 2012

Calima


Semanas llevaban anunciando cambios, que el viento sur traería calima, polvo en suspensión proveniente del desierto más asolado. A pesar de las noticias y las advertencias, mis hábitos no cambiaron ni un ápice y pasé de adoptar precauciones seguro que los malos tiempos no serían tan malos ni durarían tanto tiempo. ¿Para qué? Ya había vivido tiempos de calima y nunca me había hecho falta nada especial para sobrevivir y ver salir el sol a las pocas horas.
            Despreciando los malos augurios salí a la calle como siempre, quizá mirando de reojo a un cielo que se tornaba invisible y lanzando maldiciones contra el viento sur, me senté en el coche dispuesto a llegar a mi destino.
            No había recorrido demasiados kilómetros cuando  el mundo comenzó a borrase ante mis ojos, sólo las líneas de la carretera me permitieron circular unos centenares de metros más, hasta que el polvo en suspensión fue cayendo al suelo para taparlas y hacerlas desaparecer.
            Oí los golpes de las colisiones, frenazos que no llegaron a tiempo, gritos que se apagaban en una lejanía difícil de precisar. Pensé que el coche no era un lugar seguro, cualquier camionero atrevido a circular sin visión podría arrastrarme y ni siquiera se daría cuenta. Pero salir del vehículo podría acarrear más problemas. No sabía ni dónde estaba ni si otros vehículos pasaban cerca.
            Pasaron las horas mientras decidía. Por fin mis pensamientos me dejaron escuchar el silencio del exterior. Nada pasaba ni lejos ni cerca de mí. Salí del coche y comprobé que a duras penas podía ver mis propios zapatos.
            Tras andar unos metros, los ojos y la nariz ya estaban completamente cubiertos de tierra, complicando aún más la visión y obligándome a respirar por la boca. Me habría gustado que no fuera así. Mi primer instinto fue volver al coche a esperar que el mismo viento que había traído estos polvos, se los llevara. Pero al volverme fui incapaz de encontrarlo.
            Perdido y desorientado traté de gritar pidiendo ayuda, pero el polvo había secado mi garganta y mis cuerdas vocales y fue imposible articular una sola palabra. Traté de buscar un lugar para cobijarme, pero hacia dónde, qué dirección tomar. Allí, en medio de no sabía dónde ni por cuánto tiempo, debía tomar una decisión, pero cuál.
            Si la tormenta de arena duraba sólo unas horas, lo más prudente era quedarme allí. No debía estar muy lejos del coche. Pero si por el contrario aquello se dilataba, la cosa era muy distinta, pues podría morir allí asfixiado o deshidratado.
            Definitivamente había que moverse. Buscar un refugio, un portal, un bar en el que pudiera tomar un vaso de agua siquiera.
            Caminé sin rumbo. Choqué con otros coches abandonados y pisé cadáveres de personas con una salud más delicada que la mía, supongo. Tropecé con raíces de árboles que no veía y perdí los zapatos en cuanto el polvo y la nada se apropiaron de ellos.
            Aunque no había sol, supe que la noche llegaba en cuanto la oscuridad se apropió del entorno. Las luces de las farolas no daban para ver el camino, pero al menos me sirvieron para orientar mis pasos y alcanzar un entorno urbano.
            Caminé pegado a una de las paredes para tratar de alcanzar una oquedad que me permitiera descansar protegido del polvo y el viento. El primero de los portales estaba ya ocupado por varios cuerpos, no sé si con vida o inertes. Ellos ni levantaron la cabeza y yo no pude articular palabra con la garganta absolutamente seca. Lo mismo pasó con el segundo, el tercero, el cuarto….
            Había perdido la cuenta de los portales que había pasado cuando me di cuenta de que estaba dando vueltas a la misma manzana. No parecía que tuviera demasiadas posibilidades de sobrevivir. La sed y el cansancio me derrotaban y pensé en los cadáveres sobre los que había caminado y no me pareció tan mal final.
            Me senté en medio de ningún lugar y dejé que la arena me fuera cubriendo sin importarme nada. Derrotado estaba cuando una bocanada de aire frío me hirió la cara. No sé de dónde saqué las fuerzas para ir hacia él ni qué fue lo que me hizo seguirlo, pero ahora sé que aquel soplo de aire me salvó. Por algún motivo la puerta de un centro comercial abandonado se abría y se cerraba dejando salir el aire acondicionado. Allí estaba, junto a mí, y casi muero a pocos metros de su puerta por no poder verlo.
            Hoy todo no es más que un mal recuerdo, pero cada vez que el viento del sur sopla, yo me cierro puertas y ventanas, coloco trapos bajo la puerta de la calle y lleno la nevera de agua y cerveza. Y aunque no ha hecho falta, he comprado un aparato externo de aire acondicionado que he puesto junto a la entrada, por si algún día alguien lo necesitara para saber que allí hay alguien. Eso sí, de casa no salgo.

martes, 19 de junio de 2012

Los mortales y el frío



Comenzaron a dormir juntos por temor al frío. Aunque era difícil de explicar, no se trataba ni de sexo ni de violencia, sólo trataban de matar el frío de las noches sintiendo el calor de un cuerpo ajeno.

         Por supuesto, dadas las circunstancias, nunca hubo promesas de amor eterno. Tampoco sentían la necesidad de enseñar al otro, mundos desconocidos ni cumplir con las fechas indicadas por los grandes almacenes. Se conformaban con estar ahí, abrazados cuando llegaba la noche, a la hora en que la soledad se apropiaba de las almas sin compañía.

         Así fue durante todo el invierno y los meses de primavera, sintiéndose cada vez más unidos en sus titiriteras, que para estas alturas ya necesitaban de besos y roces para aplacarlos con efectividad.

         Poco días antes de la llegada del verán, el calor derritió todas las excusas que habían inventado y la mujer, sin hacer un solo gesto ni dejar escapar un solo suspiro –aunque los hubiera-, hizo su maleta y recogió el cepillo de dientes que tanto tiempo había permanecido junto al de él.

         Se despidieron sin más, con un escueto: “hasta el próximo invierno” dicho, eso sí, entre sonrisas melancólicas y miradas que pretendían ser indiferentes, ocultando lo que realmente habían llegado a sentir.

         Durante las primeras semanas ambos intentaron provocar los encuentros fortuitos visitando lugares habituales y quedando con amigos comunes con la esperanza de que unos les llevara al otro, pero a pesar del frío que ambos sentían al verse, él nunca se atrevió a contar lo ancha que resultaba ahora su cama, y ella no supo cómo explicarle las noches de insomnio buscando su pecho para refugiarse del frío y de la vida.

         Ambos, está de más decirlo, evitaron cualquier referencia al invierno, intentando transmitir cierto estado de felicidad, creando en el otro sentimientos contrapuestos que les provocaba escalofríos, pero esto tampoco se lo dijeron.

         Una noche en que la luna apretaba, él sintió un intenso frío y ella, que contaba con esa intuición que tanto caracteriza a la mayoría de las mujeres, unas irresistibles ganas de abrazarlo, y por eso, cuando el hombre dijo “ven”, ella ya lo había rodeado con sus brazos, y fue tan fuerte e intenso el encuentro de ambos cuerpos que sintieron como desde los pies a la cabeza el frío los invadía hasta límites nunca antes vividos.

         Los amigos de uno o de otra no entendieron, como tampoco entendieron los científicos que estudiaron el caso, y que no pudieron explicar cómo, en pleno mes de agosto, en la noche más calurosa del año, dos personas murieran por congelación en medio de la calle, y sonriendo.

lunes, 11 de junio de 2012

El salto


Había oído hablar tanto de las maravillas del salto, que la primera vez que lo intenté sólo sabía que había que pisar fuerte sobre el trampolín e impulsarme extendiendo las manos hacia el plinto para, tras apoyarme en su extremo, caer sobre una colchoneta.
            En principio no tenía por qué hacerme daño, ni había motivo alguno para sospechar que el salto podía ser más peligroso que cualquier otro deporte. No en vano había visto a muchos hacerlo, y a alguno de ellos caerse y levantarse, todo en una misma secuencia.
            Es cierto. Yo era joven y un salto era más un reto que un compromiso.
            Recuerdo mi carrera hacia el trampolín midiendo los pasos, con la mirada puesta en el extremo donde debía apoyarme y la confianza en que mediría de reojo el último paso que debía llevarme hasta el aparato que me impulsaría lo suficiente como para completar el ejercicio con éxito. Pero nunca me había impulsado en un trampolín de estos. Quizá porque boté muy al borde, o porque iba con demasiada velocidad,  quizá sólo porque no sumé el impulso de mis piernas con el del trampolín… El caso es que por debajo de mí vi pasar el plinto, la colchoneta y las primeras baldosas del suelo que le seguía, y aunque el golpe fue duro, el vuelo fue una sensación inolvidable, tan intensa que después de tantos años no recuerdo el golpe sino el “vuelo”, ese sentimiento de total descontrol en el aire, de despegue sin retorno, de temor-emoción-experiecia…
            Casi no me había mirado los cardenales de la caída cuando ya estaba de nuevo dispuesto a un nuevo salto. Esta vez sabía que el impulso debía ser moderado, que debía alejarme un poquito del aparato para enfrentarme a él con más capacidad de maniobra, y emprendí una carrera que ya conocía por un camino que ya había recorrido para enfrentarme a un plinto que aún no había tocado. Esta vez, todo fue mejor. El salto casi perfecto, me llevó hasta la colchoneta, pero a la hora de apoyar los pies no flexioné las rodillas, lo que me llevó de nuevo al suelo y de boca, aunque esta vez sobre blando, provocándome una leve lesión en la rodilla.
            He de reconocer que el salto no estuvo mal, que a diferencia del primero sentí mucho más mío el trampolín, el plinto, la colchoneta y hasta más dueño de mis propios movimientos.
            Pensé que el tercer salto sería ya perfecto. Así que con la experiencia adquirida y tomando las precauciones necesaria de rodillera, codera y la protección de un casco, emprendí de nuevo la carrera, aunque esta vez mucho más concentrado y mucho más pendiente de lo que hacía en  cada momento, con cada paso, en cada movimiento. Realmente no disfruté del vuelo y es cierto que caí de pie, y que aunque no fue perfecto el ejercicio, para ser la tercera vez no había estado nada mal. El único detalle de relevancia fue que en mis ganas porque hacerlo todo bien, el “ataque” al aparato se tornó demasiado agresivo, cargando demasiado el peso del cuerpo sobre las manos, lo que me provocó una inflamación en la muñeca.
            Lo intenté muchas veces más con distinta fortuna. Con el tiempo se me han ido quitando las ganas saltar. Sé que lo puedo hacer y que conozco los tiempos, pero también he aprendido que a medida que me voy cargando con años, las lesiones tardan más en curarse. Y aunque no he olvidado esa sensación de “vuelo”, cuando encuentro un plinto que me “provoca”, soy de los que antes de iniciar la carrera se pone el casco, las muñequeras, se venda los talones, se pega varios dedos, mide la distancia, comprueba que la colchoneta tiene la altura reglamentaria y durante la carrera no piensa tanto en la mecánica del salto como en dónde me voy a llevar el leñazo esta vez y si me va a doler. Y una vez en el médico pienso: “Quién me mandará…”
            Eso sí, quiero creer que cualquier día salto por encima del cajón y la colchoneta y vuelvo a revolcarme por el suelo aunque sólo sea por ver si soy capaz de levantarme.

jueves, 24 de mayo de 2012

A descubierto


Lo conocí una noche de lluvia. Muy probablemente lo debía haber conocido antes, pero al fin y al cabo sólo era uno más entre tantos, ni mejor ni peor que nadie a simple vista. Fue la primera noche de tormenta cuando se reveló diferente.

            Ahí, bajo la lluvia, cubierto por un cielo tenebroso, el hombre caminaba, saltaba, corría, abría los brazos, tragaba agua, miraba al cielo dejándose empapar como si aquello fuera parte de un parque de atracciones.

            No fue difícil reparar en él. El resto del mundo se refugiaba del aguacero bajo los toldos y las marquesinas, mirábamos el mundo desde nuestras ventanas, al otro lado del cristal, sobre seco.

            Por el contrario, él permaneció allí durante horas, con la ropa tan empapada que parecía haberla sacado del río. Todos y todas le mirábamos y nos mirábamos, y en nuestras caras y nuestros gestos parecía que coincidíamos en el diagnóstico: No estaba bien de la cabeza.

            Había pasado algo más de una hora cuando llegó el coche de la policía. Al parecer alguien había llamado a las fuerzas del orden para que pusieran orden a la fuerza, y dos armarios vestidos de uniforme salieron del vehículo con premura. Sin mediar palabra lo tomaron de los brazos e hicieron hueco entre un grupito de personas que nos agolpábamos en un soportal.

            Los agentes empezaron a hacer las preguntas de rigor sobre dónde vivía, si tenía familiares, si estaba recibiendo algún tratamiento… “No, nada de eso”, les contestó el hombre. “Ustedes creen que estoy loco porque me dejo mojar por la lluvia mientras ustedes se esconden, y creen que es malo andar bajo el agua porque se sienten vulnerables, por eso han elegido quedarse en seco, ahí, bajo ese techo que creen que les protege pero que alguien que también tenía miedo a mojarse lo puso para evitar enfrentarse a la lluvia”.

            Ciertamente allí estábamos todos y todas escuchándole, mirando al techo y asegurándonos a nosotros mismos que el hombre estaba peor de lo previsto.

            “Yo no les he pedido que salgan a mojarse. Cada uno ha elegido si quiere cubrirse o descubrirse, estar a cubierto o al descubierto… Y sí, estar al descubierto implica que me voy a mojar y estar al descubierto significa que gente como ustedes, señores agentes, me van a ver, pero también muchos otras personas, y que yo y el mundo nos encontremos en muchas formas”.

            Los agentes no esperaron más. Lo metieron en el coche y desaparecieron con él. Los demás, nos quedamos allí y esperamos a que escampara.

            Días después, otro chaparrón descargó su ira sobre la ciudad. La primera intención fue correr hacia una parada de guaguas cercana a refugiarme, pero recordé a este hombre y decidí seguir caminando bajo la lluvia. Entonces sentí la misma sensación de estar descubriéndome, la misma sensación de estar al descubierto, y salté sobre los charcos y canté bajo la lluvia, y no tuvo que pasar mucho tiempo para sentir la misma sensación de estar detenido por los mismos policías.

martes, 15 de mayo de 2012

Calor

Por tercera vez salgo de la ducha. No me seco. El agua fría me da un respiro y mientras se evapora de la piel el cuerpo lo agradece, pero sólo un ratito. Demasiado calor para que dure. Están todas las ventanas abiertas y nada se mueve ni dentro ni fuera de casa. No ha viento ni corrientes de aire ni nada más que calor y la música de una radio que suena desde otra ventana abierta.

Me tumbo en una hamaca desde la que diviso la ciudad. No hay nadie en la calle. El asfalto ha dejado su estado sólido para convertirse en una especie de río de regaliz.

El calor agobia, me agota. Bebo de una lata recién sacada del congelador pero que ya se ha calentado. Trato de pensar en ti, pero también tu imagen se derrite. Por suerte no hay nadie en casa. Tampoco lo espero.

Temo que la noche siga igual y me siento náufrago.

La nevera está a unos pocos metros y la ducha unos pasos más allá. Los miro con deseo desde mi hamaca pero las ganas de moverme también se han evaporado con el calor.

"Quizá puedo dormir aquí", pienso, y vuelvo a mirar a la calle pensando quién será el primero que se atreva a salir y cruzarla.

De la radio salen las primeras notas de "Turn me on", y la voz de Norah Jones me trae de nuevo tu recuerdo que pasa tan rápido como llegó. Y decido abandonarme al termómetro.

lunes, 7 de mayo de 2012

La casa


He de reconocer que me extrañó la prisa con la que los propietarios abandonaron la casa. Prácticamente no se llevaron nada más que la ropa y fotos familiares que el día que visité la vivienda por primera vez, adornaban algunos muebles y una pequeña repisa sobre una falsa chimenea.

            También me sorprendió que no entraran a negociar el precio. A mi entender, un chalé de tres habitaciones, dos baños, un salón de casi 90 metros cuadrados y una cocina de otros 60 metros, debía costar más de los 200.000 euros que me pedían, máxime cuando se incluía un terreno con frutales y un pequeño estanque vacío pero en perfectas condiciones. Aún así, como comprador tenía que intentar conseguir mejor precio, y utilicé la crisis y la mala marcha de la economía personal para ofrecer 150.000 euros, con el propósito de poder bajar hasta los 175.000 ó 180.000 euros. Ni lo pensaron. Dijeron que sí, firmaron, tomaron el dinero y les vi desaparecer en un familiar gris metalizado con más prisa por ir que yo por llegar.

            Los primeros días fueron difíciles. Demasiado ruidos nuevos, demasiadas maderas crujiendo, demasiados proyectos en la cabeza para poder conciliar el sueño, y la ilusión por hacer los pequeños arreglos que hacen que una casa se convierta en tu hogar.

            Durante esos días pasaron cosas poco explicables. Por ejemplo, resultaba imposible llenar el estanque. Daba igual que abriese la tubería por las mañanas. Al día siguiente la tubería de abasto estaba cerrada; la de salida, abierta y el estanque vacío. O el perro, que nunca entraba a los dormitorios, amanecía debajo de mi cama.

            Di por supuesto que lo del estanque se debía a algún vecino desquiciado y lo del perro, a un periodo de adaptación. No le di mayor importancia.

            Fue la noche del decimoctavo día cuando desperté sobresaltado. Literalmente me sentaron en la cama lo que parecían unos petardos, quizá unos tiros de postas, realmente me asusté y corrí hacia la ventana para mirar. Quise salir a fuera, y fue entonces cuando me percaté que el perro no salía de debajo de la cama. Traté de calmarlo para que dejara su escondrijo y me acompañara, pero cada vez que le agarraba el lomo o las patas delanteras para tirar de él, el animal se ponía a temblar. Así que decidí dejarlo y, a la vez, pensé que igual no era buena idea salir yo solo de casa.

            Me fui a la cocina, tomé un cuchillo especialmente grande, y comprobé que las ventanas y las puertas estuvieran cerradas.

            A medida que el tiempo pasaba, la situación me iba acojonando más y más. Ya no sabía si era autosugestión o realmente comenzaba a sentir pasos y hasta voces en el exterior de la casa. Decidí llamar a la policía.

            -“Buenas noches”, dije. “Le llamo porque me ha despertado un ruido que bien podían ser tiros o petardos, pero tengo la sensación de que hay gente fuera. Oigo voces y ruidos. La casa está cerrada, pero la verdad es que estoy bastante asustado, porque si la gente que está fuera tiene armas, yo estoy aquí indefenso, ¿sabe?”.

            -“Tranquilo, señor”, me dijo la voz desde el otro lado. “Comience por darme su dirección”.

            -“Sí, claro, disculpe”, le contesté cayendo en la cuenta de que no le había dicho nada. Al explicarle dónde estaba la casa el agente me dio una nueva sorpresa:

            -“Conocemos la casa, conocemos los ruidos, hay muchas denuncias sobre ello, pero es algo que se nos escapa. No sólo no podemos hacer nada sino que órdenes superiores nos impiden que acudamos a las llamadas por ese motivo”.

            -“¡Cómo!”, exclamé sobresaltado. “¿Qué quiere decir que no vendrán?¿Qué significa eso de que conocen los ruidos?¿De qué denuncias habla?”.

            Quise seguir preguntando, pero el agente desde el otro lado de la línea me interrumpió.

            -“Trate de tranquilizarse. Esta noche no podemos hacer nada, pero venga mañana por aquí y trataremos de explicarle las cosas. ¿Nadie le ha contado nada?¿Cómo compró usted esa casa?”.

            -“Disculpe, pero no sé qué tienen que ver estas preguntas con lo que está sucediendo”.

            Quise decir algo más, pero los cristales de la ventana del salón saltaron por los aires regando el piso de cristales.

            -“Sigue ahí, sigue ahí”, oí a través del teléfono.

            Tardé en contestar lo que tardó el corazón en colocarse en su sitio. Sólo atiné a decir eso de: “Lo ha oído, lo ha oído”.

            -“Sí. Pero tranquilícese. Hoy no tiene porqué pasarle nada. Son fenómenos extraños. Venga mañana y se lo explicamos con detalle”.

            No me preocupó tanto oír lo de fenómenos extraños o que me pidiera tranquilidad en estas condiciones. Lo que realmente me dejó atónito fue eso de “hoy no tiene que pasarle nada”. Me fui al dormitorio y cerré la puerta.

            Sobre las seis de la mañana los ruidos cesaron. A veces se oyeron gritos desgarradores, otras como si alguien arrastrara algo, las más de las veces llantos e incluso algún portazo que no quise ir a comprobar.

            No pude descansar. A las siete en punto estaba en la puerta de la comisaría del pueblo.

            Puede que fuera mi disposición a ver cosas raras, pero lo cierto es que cuando llegué y me presenté como el propietario de la vivienda, la mirada de los agentes se transformó en algo que no sé si estaba más cerca de la burla o del miedo. Me pidieron que esperar la llegada del comisario, “como una media hora”, señaló el oficial de guardia.

            La espera fue entretenida, pues cada agente que pasaba era informado puntual y discretamente por alguno de los compañeros de quien era yo, y continuaba con una mirada menos discreta.

            “Pase por aquí”, me dijeron, y atravesando las mesas me llevaron hasta una sala presidida por una gran mesa en donde esperaban cuatro hombres y una mujer uniformados. Nada más pasar la puerta, el de mayor edad se me acercó con la mano extendida y se presentó como el comisario.

            “Durante muchos años la casa que usted compró estuvo deshabitada”, me explicó otro de los agentes que daba la impresión de ser el que mejor conocía la materia. “Durante la Guerra Civil esa casa fue el cuartel de la Guardia Civil. Según se cuenta en el pueblo, todos los detenidos por los falangistas y por el ejército golpista eran llevados allí y torturados. La gente mayor asegura que los gritos se oían durante días y noches durante semanas. No se sabe cuánta gente pudo morir allí, pero se veía entrar camiones con presos que nunca salieron”.

            Hizo una pequeña pausa para asegurarse que iba digiriendo todo lo que me decía. “Como sabe, la casa cuenta con muchísimos metros de finca y muchos árboles frutales. Según cuentan algunos, obligaron a los presos vivos a plantarlos sobre las fosas de los compañeros y compañeras que morían en los interrogatorios o fusilados”.

            “Terminada la guerra, el cuartel fue trasladado a otra zona y la casa, abandonada. Fue con la llegada de la democracia cuando el Ministerio del Interior decidió enajenar la finca junto a la casa, pero nadie del pueblo quiso comprarla por muy barata que fuera, ya que se hablaba de ruidos y visiones inexplicables”.

            La charla siguió explicando que toda esta historia había hecho que la Guardia Civil tuviera que abandonar la región y que la fuerza del orden encargada era la Policía Nacional, que a partir de estos hechos las leyendas sobre las cosas que ocurrían allí o estaban relacionadas con gente que había vivido en la casa se multiplicaba y me advirtieron que no podían hacer nada más por mí que informarme.

            Les di las gracias y di la mano a cada uno de ellos, creando en mí el sentimiento de que algo me ocultaban. Salí del despacho acompañado de aquel hombre que parecía haber estudiado el caso.
            “Qué puedo hacer”, le dije. “No puedo vender como han hecho conmigo, pero tampoco puedo quedarme. Usted parece conocer este asunto mejor que nadie. ¿Qué me aconseja?”

            El hombre calló durante unos segundos, y esperó hasta alcanzar la misma puerta de la comisaría para hablar. Mientras bajábamos una pequeña pendiente que iba hasta el aparcamiento dijo:

            “Hay una parte que no le hemos contado. De hecho, no se lo debo contar como policía, pero creo que tiene derecho a saberlo. Todos los propietarios desde que se enajenó del patrimonio nacional, han muerto en circunstancias violentas y extrañas. Incluso el propio ministro que firmó la venta, falleció en un atentado. No sabemos si es casualidad o tiene algo que ver, pero así ha sido. Sin ir más lejos, el accidente de tráfico ocurrido hace unas semanas a la salida del pueblo en el que murió una familia completa a ser arrolladas por un tren en un paso a nivel, fueron los vendedores al que usted compró. Como nadie se ha quedado, no sabemos qué puede pasar, pero tampoco quiere decir que si vende usted tenga que morir. Sólo se lo digo porque a mí me habría gustado que me lo dijeran si estuviera en su lugar”.

            Ya junto a mi coche volvió a estrecharme la mano. Antes de soltarla dijo: “Cuente con nosotros para lo que necesite, salvo que se la compremos”, y se despidió con la mirada con que un médico trata de tranquilizar a un enfermo con las horas contadas.