He
de reconocer que me extrañó la prisa con la que los propietarios abandonaron la
casa. Prácticamente no se llevaron nada más que la ropa y fotos familiares que
el día que visité la vivienda por primera vez, adornaban algunos muebles y una
pequeña repisa sobre una falsa chimenea.
También me sorprendió que no
entraran a negociar el precio. A mi entender, un chalé de tres habitaciones,
dos baños, un salón de casi 90 metros cuadrados y una cocina de otros 60
metros, debía costar más de los 200.000 euros que me pedían, máxime cuando se
incluía un terreno con frutales y un pequeño estanque vacío pero en perfectas
condiciones. Aún así, como comprador tenía que intentar conseguir mejor precio,
y utilicé la crisis y la mala marcha de la economía personal para ofrecer 150.000
euros, con el propósito de poder bajar hasta los 175.000 ó 180.000 euros. Ni lo
pensaron. Dijeron que sí, firmaron, tomaron el dinero y les vi desaparecer en
un familiar gris metalizado con más prisa por ir que yo por llegar.
Los primeros días fueron difíciles.
Demasiado ruidos nuevos, demasiadas maderas crujiendo, demasiados proyectos en
la cabeza para poder conciliar el sueño, y la ilusión por hacer los pequeños
arreglos que hacen que una casa se convierta en tu hogar.
Durante esos días pasaron cosas poco
explicables. Por ejemplo, resultaba imposible llenar el estanque. Daba igual
que abriese la tubería por las mañanas. Al día siguiente la tubería de abasto
estaba cerrada; la de salida, abierta y el estanque vacío. O el perro, que
nunca entraba a los dormitorios, amanecía debajo de mi cama.
Di por supuesto que lo del estanque
se debía a algún vecino desquiciado y lo del perro, a un periodo de adaptación.
No le di mayor importancia.
Fue la noche del decimoctavo día cuando
desperté sobresaltado. Literalmente me sentaron en la cama lo que parecían unos
petardos, quizá unos tiros de postas, realmente me asusté y corrí hacia la
ventana para mirar. Quise salir a fuera, y fue entonces cuando me percaté que
el perro no salía de debajo de la cama. Traté de calmarlo para que dejara su
escondrijo y me acompañara, pero cada vez que le agarraba el lomo o las patas
delanteras para tirar de él, el animal se ponía a temblar. Así que decidí
dejarlo y, a la vez, pensé que igual no era buena idea salir yo solo de casa.
Me fui a la cocina, tomé un cuchillo
especialmente grande, y comprobé que las ventanas y las puertas estuvieran
cerradas.
A medida que el tiempo pasaba, la
situación me iba acojonando más y más. Ya no sabía si era autosugestión o
realmente comenzaba a sentir pasos y hasta voces en el exterior de la casa.
Decidí llamar a la policía.
-“Buenas noches”, dije. “Le llamo
porque me ha despertado un ruido que bien podían ser tiros o petardos, pero
tengo la sensación de que hay gente fuera. Oigo voces y ruidos. La casa está
cerrada, pero la verdad es que estoy bastante asustado, porque si la gente que
está fuera tiene armas, yo estoy aquí indefenso, ¿sabe?”.
-“Tranquilo, señor”, me dijo la voz
desde el otro lado. “Comience por darme su dirección”.
-“Sí, claro, disculpe”, le contesté
cayendo en la cuenta de que no le había dicho nada. Al explicarle dónde estaba
la casa el agente me dio una nueva sorpresa:
-“Conocemos la casa, conocemos los
ruidos, hay muchas denuncias sobre ello, pero es algo que se nos escapa. No
sólo no podemos hacer nada sino que órdenes superiores nos impiden que acudamos
a las llamadas por ese motivo”.
-“¡Cómo!”, exclamé sobresaltado.
“¿Qué quiere decir que no vendrán?¿Qué significa eso de que conocen los
ruidos?¿De qué denuncias habla?”.
Quise seguir preguntando, pero el
agente desde el otro lado de la línea me interrumpió.
-“Trate de tranquilizarse. Esta
noche no podemos hacer nada, pero venga mañana por aquí y trataremos de
explicarle las cosas. ¿Nadie le ha contado nada?¿Cómo compró usted esa casa?”.
-“Disculpe, pero no sé qué tienen
que ver estas preguntas con lo que está sucediendo”.
Quise decir algo más, pero los
cristales de la ventana del salón saltaron por los aires regando el piso de
cristales.
-“Sigue ahí, sigue ahí”, oí a través
del teléfono.
Tardé en contestar lo que tardó el
corazón en colocarse en su sitio. Sólo atiné a decir eso de: “Lo ha oído, lo ha
oído”.
-“Sí. Pero tranquilícese. Hoy no
tiene porqué pasarle nada. Son fenómenos extraños. Venga mañana y se lo
explicamos con detalle”.
No me preocupó tanto oír lo de
fenómenos extraños o que me pidiera tranquilidad en estas condiciones. Lo que
realmente me dejó atónito fue eso de “hoy no tiene que pasarle nada”. Me fui al
dormitorio y cerré la puerta.
Sobre las seis de la mañana los
ruidos cesaron. A veces se oyeron gritos desgarradores, otras como si alguien
arrastrara algo, las más de las veces llantos e incluso algún portazo que no
quise ir a comprobar.
No pude descansar. A las siete en
punto estaba en la puerta de la comisaría del pueblo.
Puede que fuera mi disposición a ver
cosas raras, pero lo cierto es que cuando llegué y me presenté como el
propietario de la vivienda, la mirada de los agentes se transformó en algo que
no sé si estaba más cerca de la burla o del miedo. Me pidieron que esperar la
llegada del comisario, “como una media hora”, señaló el oficial de guardia.
La espera fue entretenida, pues cada
agente que pasaba era informado puntual y discretamente por alguno de los
compañeros de quien era yo, y continuaba con una mirada menos discreta.
“Pase por aquí”, me dijeron, y
atravesando las mesas me llevaron hasta una sala presidida por una gran mesa en
donde esperaban cuatro hombres y una mujer uniformados. Nada más pasar la
puerta, el de mayor edad se me acercó con la mano extendida y se presentó como
el comisario.
“Durante muchos años la casa que
usted compró estuvo deshabitada”, me explicó otro de los agentes que daba la
impresión de ser el que mejor conocía la materia. “Durante la Guerra Civil esa
casa fue el cuartel de la Guardia Civil. Según se cuenta en el pueblo, todos
los detenidos por los falangistas y por el ejército golpista eran llevados allí
y torturados. La gente mayor asegura que los gritos se oían durante días y
noches durante semanas. No se sabe cuánta gente pudo morir allí, pero se veía
entrar camiones con presos que nunca salieron”.
Hizo una pequeña pausa para
asegurarse que iba digiriendo todo lo que me decía. “Como sabe, la casa cuenta
con muchísimos metros de finca y muchos árboles frutales. Según cuentan
algunos, obligaron a los presos vivos a plantarlos sobre las fosas de los
compañeros y compañeras que morían en los interrogatorios o fusilados”.
“Terminada la guerra, el cuartel fue
trasladado a otra zona y la casa, abandonada. Fue con la llegada de la
democracia cuando el Ministerio del Interior decidió enajenar la finca junto a
la casa, pero nadie del pueblo quiso comprarla por muy barata que fuera, ya que
se hablaba de ruidos y visiones inexplicables”.
La charla siguió explicando que toda
esta historia había hecho que la Guardia Civil tuviera que abandonar la región
y que la fuerza del orden encargada era la Policía Nacional, que a partir de
estos hechos las leyendas sobre las cosas que ocurrían allí o estaban
relacionadas con gente que había vivido en la casa se multiplicaba y me
advirtieron que no podían hacer nada más por mí que informarme.
Les di las gracias y di la mano a
cada uno de ellos, creando en mí el sentimiento de que algo me ocultaban. Salí del
despacho acompañado de aquel hombre que parecía haber estudiado el caso.
“Qué puedo hacer”, le dije. “No
puedo vender como han hecho conmigo, pero tampoco puedo quedarme. Usted parece
conocer este asunto mejor que nadie. ¿Qué me aconseja?”
El hombre calló durante unos
segundos, y esperó hasta alcanzar la misma puerta de la comisaría para hablar.
Mientras bajábamos una pequeña pendiente que iba hasta el aparcamiento dijo:
“Hay una parte que no le hemos
contado. De hecho, no se lo debo contar como policía, pero creo que tiene derecho
a saberlo. Todos los propietarios desde que se enajenó del patrimonio nacional,
han muerto en circunstancias violentas y extrañas. Incluso el propio ministro
que firmó la venta, falleció en un atentado. No sabemos si es casualidad o
tiene algo que ver, pero así ha sido. Sin ir más lejos, el accidente de tráfico
ocurrido hace unas semanas a la salida del pueblo en el que murió una familia
completa a ser arrolladas por un tren en un paso a nivel, fueron los vendedores
al que usted compró. Como nadie se ha quedado, no sabemos qué puede pasar, pero
tampoco quiere decir que si vende usted tenga que morir. Sólo se lo digo porque
a mí me habría gustado que me lo dijeran si estuviera en su lugar”.
Ya junto a mi coche volvió a
estrecharme la mano. Antes de soltarla dijo: “Cuente con nosotros para lo que
necesite, salvo que se la compremos”, y se despidió con la mirada con que un
médico trata de tranquilizar a un enfermo con las horas contadas.