Cuando se metió en la cama, ella ya estaba dormida. Desde que se jubiló hacía ya 15 años, tenía como hábito antes de ir a la cama, tomar un té con dos galletas mientras echaba un ojo a los artículos de las revistas que había dejado pendiente el fin de semana. Su mujer le acompañaba leyendo la biografía de algún personaje histórico, y no había día que no le interrumpiera la lectura con algún comentario que siempre comenzaba por “¿Sabías que…?”
Pero esa noche ella se encontraba indispuesta y fue a encontrarse con Morfeo antes que él. Así que la rutina varió. Ya no sólo era que se quedara solo con su té y sus lecturas, se quedaba también huérfano de comentarios y de reflexiones esporádicas que realizaba en voz alta sin esperar respuesta pero sabiéndose acompañado.
Preparó su mesita en el salón, pero a diferencia de otros días no tuvo ganas de tomar té ni galletas ni tampoco de leer. Así que reflexionó un poco sobre cómo aquella mujer había compartido más de cuarenta años de su vida, y allí seguían estableciendo rutinas.
Es cierto, se dijo, que al principio la pasión solucionaba los desencuentros con reencuentros en la cama y en la cocina, y los intercambios de reproches se tornaban pronto en intercambio de besos y saliva. Hoy ya no había reproches, a lo más, silencios que ambos sabían interpretar y respetar en su justa medida, pero no eran habituales. Tampoco tenían ya categoría de reproche, más bien era sólo una forma de expresar disconformidades hacia ciertas actitudes.
Se dio cuenta de cuánto la echaba de menos y pensó cómo podrían ser sus días sin ella. Se fue al dormitorio. Ella, ya dormida, le había dejado la luz de pared de su lado encendida. Se quitó el batín con mucho cuidado, se metió entre las sábana y la abrazó.
Casi instintivamente ella respondió al abrazo recolocando su cuerpo para encajar mejor en el suyo. Después de tantos años, en la cama se acoplaban como piezas de un Lego. Él no pudo evitar recorrer la piel de ella con la yema de los dedos, intentando alejar de su mente ese pensamiento de que quizá un día la vida le dejara solo.
Comenzó por el vientre, un vientre que había parido cuatro hijos y que a sus casi 80 años seguía siendo el lugar al que siempre quiso volver. Era evidente que no tenía ni la rigidez ni la tersura de cuando se conocieron con treinta años, pero su calidez era la misma. “Realmente su ombligo es mi ombligo”, pensó.
Los muslos siempre fueron su debilidad. Así que al plantearse el tour por el cuerpo de su mujer, pensó que podía dejarlo para el final. Quizá entre ellos había pasado alguno de los mejores momentos de su vida y no convenía llegar tan pronto.
Así que subió hacia el pecho. También allí había cosas incontables, pero una pequeña cicatriz recordaba que la muerte la había rondado. Afortunadamente el tumor había sido cogido a tiempo. Todavía eran jóvenes, apenas habían superado los cuarenta años cuando en una exploración rutinaria le detectaron un bulto que podía ser cualquier cosa, pero que fue lo peor.
Quizá había sido el momento más difícil de su vida, aunque nunca se lo había dicho a ella. Nunca le contó las noches en vela ni el esfuerzo por tratar de dar normalidad a un asunto que no era nada normal sabiendo que el fiel de la balanza podía cambiar en cualquier momento. Qué más daba ahora. Lo había superado y hoy podía abrazarla.
Al llegar a los labios recordó a Miguel Hernández y recitó para sí: “Boca que arrastra mi boca, boca que me has arrastrado...”.
Tampoco su pelo conservaba la densidad que mantuvo hasta bien entrada en los 60 años. Por algún motivo recordaba con especial emoción la tarde en que hicieron el amor después de su primera separación tras casarse. Él había tenido que acudir a un congreso y durante casi una semana durmieron separados. Al llegar a casa trataron de aprovechar el tiempo perdido y tras varias horas de revolcones en la cama, casi extenuados, ella colocó su cabeza sobre su vientre y le besó por debajo del ombligo. Él metió sus dedos entre el pelo intentando masajearle el cuero cabelludo. El pelo caía por su costado. Recordaba cómo el cabello se deslizaba entre sus dedos y cómo aquel trocito del lateral de su cuerpo cubierto con el pelo de ella, le producía una agradable sensación de calor. Ambos se quedaron dormidos y ambos despertaron en la misma posición. No podría jurar qué fue lo primero que se dijeron, pero sí sabía lo que pensaba mientras pasaba los dedos entre sus cabellos y no distaba nada de lo que sentía ahora.
Había comenzado a descender por la espalda cuando ella se dio la vuelta. “¿Qué haces?¿No puedes dormir?”, le dijo. “No”, contestó el, “estoy recorriendo mi vida”.
No hizo falta que le explicara más. Ya ella sabía de qué iba todo.
A oscuras, él notó como se le escapaba una lágrima al besarle en la boca y ella, que él sonreía con la misma ternura que le había demostrado los últimos cuarenta y tantos años. Y volvieron a encajar como dos piezas de Lego para quedarse dormidos abrazados como dos adolescentes.