lunes, 28 de octubre de 2013

Una pareja civilizada

Civilizada. Si a cualquiera que los conociera les hubiesen preguntado, con toda seguridad los habrían calificado como una pareja “civilizada”. Nunca una discusión. Nunca una mirada inquisidora. Nunca una corrección en público. Todo era tan civilizado que cuando ambos decidieron que lo que en otro momento fue amor ahora era cansancio, lo hicieron sentados en el salón, ella con un gin-tonic en la mano y él, con una copa de su mejor whisky.
No hubo escenas ni gritos ni lágrimas ni lamentos, sólo algunos recuerdos que comentar, unas risas que recuperaron del pasado y alguna mirada con la que decirse lo que sabían que, civilizadamente, no debían explicarse en ese momento.
Y así pasó el primero, el segundo y el tercer día de separación.
En el cuarto, ella trató de ser civilizada al decirle:
-Si vas a llegar tarde todos los días, lo mejor es que te mudes cuanto antes.
Él, que trataba de mantener la civilizada relación que tenían le explicó:
-Si llego tarde es porque no tengo nada aquí que me haga venir antes. Y si tienes prisa porque me marche, también te puedes ir tú.
Ninguno de los dos quiso insinuar nada sobre el comportamiento del otro, sólo querían rehacer sus vidas cuanto antes, pero la civilización todavía no había llegado a la interpretación de los mensajes. No fue extraño que tras un civilizado silencio ella dijera:
-Creo que he hecho por esta casa mucho más que tú, pero no hay ningún problema, quédate tú con la casa que yo me iré mañana mismo.
-No es eso lo que he querido decir -dijo él-, sólo que no sé a qué viene tanta prisa en que me vaya, como si ya tuvieras tu vida rehecha.
Ella quería decirle que no tenía más prisa que volver a tener una vida propia ahora que todo había terminado, pero en cambio, lo que dijo fue:
-Si tengo mi vida hecha o no es cosa mía. No como tú, que hiciste lo que querías cuando quisiste.
Él pensó que lo más sensato era explicarle que nunca hizo su vida, que sólo trató de hacer lo mejor para todos, pero que el día a día, que la vida, que lo cotidiano, hace que las cosas sean como son y no como uno quiere que sea, que la distancias se crean poco a poco, sin un motivo, que cuando uno ve el problema, por lo general, no ve las soluciones, que ya es tarde. En cambio de su boca salieron frases como “pues bien que tú tenías tus cenas y tus amigos con los que llegar a las tantas”, “de hacer su vida y amargar la del otro  bien que sabes”, “estoy cansado de tanto reproche”, “haz lo que te dé la gana”.
El resto fue recordar de memoria todo aquello que civilizadamente habían callado y hacerlo incivilizadamente, como toda pareja civilizada.

viernes, 18 de octubre de 2013

El hombre que hablaba con las sombras

Tuvo que esperar a su adolescencia para descubrir que tenía un grave problema: todo aquello que no era auténtico perdía densidad ante su vista.

       Podía ser un don, pero desde que tomó conciencia de lo que sucedía, su vida parecía el guión de una tragedia griega.

       Él siempre había pensado que las cosas eran así, y punto. Hasta los 14 años no comprendió que ese extraño fenómeno sólo le ocurría a él y que, a pesar de que había hablado de este tema en numerosas ocasiones, todo el mundo pensó siempre que se trataba de que “el niño es muy maduro y ya habla con metáforas”.

       No le extraño a su padre, por ejemplo, que un día el niño, tras una discusión con su mujer, le planteara que le veía más “transparente”, o que prefiriera no ver la televisión “por que no hay nada que ver”.

       La pérdida de visión iba en aumento, así que a los 14 años la criatura acudió al oculista. Allí no le detectaron nada extraordinario, sólo que sonrió cuando descubrió que la enfermera perdía color y el cuerpo del oculista nitidez cada vez que se cruzaban miradas.

       A medida que fue creciendo se habituó a mirar a las sombras, pues ellas seguían siendo auténticas. Los amigos pensaban que era timidez, pero era sólo necesidad de identificar a las personas, pues a medida que iban creciendo, todas perdían densidad y se volvía vaporosas.

       Tardó algo más de 30 años en encontrar a una mujer que fuera totalmente nítida. Por fin había alguien a quien mirarle a los ojos.

       Ella comía justo en la mesa que había junto a la venta del restaurante en el que solía almorzar. A pesar del contraluz, lucía nítida como la línea del horizonte al atardecer. Su perfil, su pelo, sus manos al coger la copa de vino… Era imposible no verla allí, nítida, opaca, completamente entera.

       Lo pensó varias veces y por fin se decidió a acercarse.

       -“Disculpe señorita”, -le dijo-.


       Ella levantó la cabeza y, tras mirarle a la cara, bajó los ojos para mirar a su sombra.

lunes, 7 de octubre de 2013

Circunstancias

-“¿Le importa si me siento?”, preguntó el anciano al joven que leía los últimos folios de lo que parecían ser unos apuntes universitarios.

-“No, no. Siéntese”, le dijo el muchacho después de dudar un poco al ver que habían más mesas vacías a su alrededor.

Volvió la mirada de nuevo a los papeles y, cuando iba a empezar a concentrarse el señor le interrumpió.

-“¿Le molesto si le robo unos minutos?”.

-“La verdad es que estoy bastante ocupado, pero si le puedo ayudar en algo y van a ser sólo unos minutos…”

No había terminado de hablar cuando comprendió que el hombre ya había tomado el “pero” como una invitación a la tertulia.

-“No vaya usted a creer que voy sentándome por ahí contándole mi vida a todo el que me encuentro”, comenzó diciendo. “Sólo es que viéndolo aquí corrigiendo exámenes recordé mi etapa de profesor universitario. También a mí me gustaba corregir las pruebas en un local similar a éste y sentado junto a la ventana. Me hacía sentir más cercano a la realidad, y no aislado en mi despacho de la facultad”.

El muchacho se sorprendió. Sabía qué era lo que trataba de explicar porque sentía lo mismo.

-“¿Fue usted también profesor universitario?¿Hasta cuándo?”, preguntó.

Fue entonces cuando comenzó a fijarse en que no se trataba de un anciano en el sentido más estricto. Quizá anduviera entre los 65 y los 70 años, así que realmente era un hombre de edad, más que viejo.

-“Sí. Trabajé varios años como profesor titular y durante otros pocos, como director de departamento. Antes, en la Escuela de Magisterio fui profesor adjunto. Aún trato de seguir poniéndome al día en mi materia a pesar de que intento convencerme cada día que ya soy un hombre jubilado”.

-“¿Y hace mucho tiempo de eso?”.

-“Pues realmente casi una década”, contestó sin dudar, dando la impresión de que podría decir el día exacto, la hora concreta y la climatología existente el día en que recogió sus cosas para salir de la Universidad.

-“Nueve años llevo yo”, contestó el más joven. “Pero no parece usted tan mayor”, añadió pensando en alto más que por curiosidad.

-“Bueno, me acogí a una jubilación anticipada. Digamos que me marché antes de hora”.

-“Agotado, supongo”.

-“No, no crea. ¿Cansado? Quizá, pero podría haber seguido. De hecho no fue una decisión fácil”.

-“Perdone que me meta en algo que quizá no me convenga, pero alguna enfermedad, tal vez…”

-“La vida”.

-“Circunstancias personales, intuyo”.

-“Bueno, se puede decir así. La vida está llena de circunstancias personales. Todo cuanto hacemos tiene bastante que ver con nuestra realidad. Pero no siempre tiene que ver esa realidad con uno mismo, los compromisos que adquieres hacia otros, las decisiones que tomas en un momento determinado y que no sabes hasta dónde te condicionarán la vida, el mundo que te rodea, las normas explícitas y las tácitas… Tantas cosas son las que determinan las decisiones que uno adopta, que al final se da cuenta de que vivimos envueltos en situaciones que tenemos que resolver según cada circunstancia y echando mano de las habilidades de cada uno”.

-“También uno toma decisiones de por dónde ir o no. Las circunstancias importan, pero no son definitivas, podemos asumir el mando de nuestro destino, no estamos predeterminados”.

-“Sí, algo así enseñaba yo también en psicología”, dijo el hombre mayor. “Y en parte es cierto, si bien en una parte muy pequeña. Usted…”

“Tú, por favor”, le interrumpió.

“Te lo agradezco de verdad”, le dijo. “Tú, por ejemplo, cómo has llegado a ser profesor, cómo llegaste a esa plaza, cuánto has hecho tú por llegar a dónde estás y cuánto han hecho otros u otras. ¿Te has preguntado cómo habría sido tu vida si tus circunstancias o las de las personas que te rodean o rodearon hubieran sido otras?”.

-“Evidentemente he dependido de otras personas, pero en mi caso puedo decir que he conseguido llegar a donde he llegado a base de esfuerzo y trabajo. No sé por qué le cuento esto, pero yo soy hijo de madre soltera. Mi madre es maestra, tiene un buen sueldo pero no cobraba tanto como para pagarme la carrera. Así que desde que terminé el Bachillerato trabajaba todos los veranos para poder reunir algo de dinero que me permitiera estudiar. Durante los cursos también iba haciendo algunos trabajitos. Es cierto que mi madre me mandaba dinero y que hizo un gran esfuerzo porque pudiera estudiar en una universidad privada, pero yo también hice mi parte del trabajo. Después, al terminar la carrera y volver a casa, tuve la suerte de que alguno de mis profesores se pusiera en contacto con la Universidad y que en ese momento quedara vacante una plaza. Así es como he terminado dando clases. Es cierto que tuve suerte al quedarse vacía la plaza, pero también es cierto que si no hubiera trabajado duro, no habrían hablado de mí”.

El hombre calló durante unos segundos.

-“Nada es lo que parece”, dijo. “En este mundo, nada es exactamente igual a lo que nos parece”, puntualizó. “Uno crece en la creencia de que la gente es buena, que se muestra tal y como es, sin aristas ni medias verdades. Pero no es así. Ya te habrás dado cuenta que no hay nadie que al ser presentado diga: Soy un tipo antipático, carezco de sentido del humor y siempre que puedo trato de medrar allí en donde la vida me coloque. Lo normal es que en las relaciones personales más íntimas, este patrón se repite. Tratamos de conquistar a la otra persona mostrando lo que no somos. Sí, ya sé que vas a decirme que parte de lo que mostramos somos también nosotros, pero el conjunto, lo que la otra persona ve porque tú se lo haces creer, no existe. Si tratas de conquistar a una mujer o a un hombre, contarás lo que intuyes que a la otra persona puede seducirle. Por eso, cuando la relación se vuelve cotidiana empezamos a sentir que nos han engañado. “Cuando lo conocía no le gustaba el fútbol”, “cuando la conocí era la mujer más puntual del planeta”, “cuando empezamos, me iba a recoger cada vez que se lo pedía y no le molestaba”… Frases como esas las debes haber oído unas cuantas veces, y sólo reflejan que nunca mostramos lo que éramos. Dos cosas: es verdad que hay gente que se adapta porque vas conociendo a la persona y eso que no te mostraba lo relativizas y lo asumes porque te compensa, pero también es cierto que hay veces que las actitudes y los proyectos de vida llevan caminos distintos. La disposición al diálogo, la comprensión, el nivel de exigencia, el concepto de orden o de limpieza, los gustos por los animales, la exigencia de compromiso en la pareja, el posicionamiento político, los niveles de compromiso social, los planteamientos de vida hacia el dinero, los amigos/as o hacia la familia en sí… Es probable que cada cosa por separado no sea un argumento, pero todo junto hace que un día te preguntes: “qué tenemos en común la persona que vive junto a mí y yo”, y digo “vive” y no con la que “comparto la vida”, porque qué es lo que realmente compartes. Encontrar a una persona que te lleve a “compartir vida” no es sencillo, y tiene bastante de suerte pero también de saber qué buscamos. ¡Las líneas son tan finas..! Puede que encuentres a esa persona y sería maravilloso. No quiero que entiendas que digo que no sea posible, sólo que mi experiencia dice que es difícil. Hoy es común empezar una relación con alguien con quien crees tener esa unión, convivir con ella, mantener una relación afectiva importante hasta que comienzan a aparecer las grietas. Esas grietas sólo tienen dos destinos, o se apuntalan los muros hacia ellas o terminan creciendo hasta derrumbar la casa. A veces eso pasa tras tener hijos y/o hijas, otras, a los pocos meses o semanas, a veces, tomas la decisión una mañana cuando ves que la persona con la que te despiertas hace gris cada día. Al final tienes que tomar decisiones sabiendo que eres víctima de circunstancias a la vez que tus decisiones crearán otras circunstancias que determinaran a otras personas. Por ejemplo, si te soy sincero, en mi caso, cuando la aluminosis afectiva terminó con una de mis parejas, ella estaba esperando un hijo. Nunca me lo dijo, pero me enteré meses después de dar a luz por un mero cálculo. Hablé con ella pero prefirió que yo no asumiera ningún papel, sólo aceptó que ayudara al chico desde la distancia. Así que durante muchos años pasé un dinero para el mantenimiento. Por su madre supe que quería trabajar en verano para ganar dinero e irse fuera, así que hablé con personas conocidas para que le encontraran un trabajo adecuado, sin demasiados riesgos pero en donde supiera que la vida no es fácil. También tuve que tirar de contactos para que le permitieran estudiar en la universidad privada que había elegido, y cuando terminó, habiendo estudiado lo mismo que yo y ante la imposibilidad de encontrarle trabajo, decidí jubilarme anticipadamente para que las plazas de la Universidad corrieran y él pudiera entrar en el puesto que quedaba vacante. Como ves, mis circunstancias me han llevado por un camino al igual que las de mi hijo le ha llevado por otro, aunque él crea que lo ha elegido libremente”.

El profesor jubilado suspiró y miró a la calle a través del escaparate.

-“Pues igual debería presentarse un día a su hijo y explicarle todo esto”, dijo el más joven.

Ambos permanecieron callados unos cuantos segundos hasta que el profesor jubilado se levantó. De pie, junto a la mesa le estrechó la mano.


-“Gracias por escucharme”, señaló. “Como te dije, nada es como parece, hijo mío”.