lunes, 25 de junio de 2012

Calima


Semanas llevaban anunciando cambios, que el viento sur traería calima, polvo en suspensión proveniente del desierto más asolado. A pesar de las noticias y las advertencias, mis hábitos no cambiaron ni un ápice y pasé de adoptar precauciones seguro que los malos tiempos no serían tan malos ni durarían tanto tiempo. ¿Para qué? Ya había vivido tiempos de calima y nunca me había hecho falta nada especial para sobrevivir y ver salir el sol a las pocas horas.
            Despreciando los malos augurios salí a la calle como siempre, quizá mirando de reojo a un cielo que se tornaba invisible y lanzando maldiciones contra el viento sur, me senté en el coche dispuesto a llegar a mi destino.
            No había recorrido demasiados kilómetros cuando  el mundo comenzó a borrase ante mis ojos, sólo las líneas de la carretera me permitieron circular unos centenares de metros más, hasta que el polvo en suspensión fue cayendo al suelo para taparlas y hacerlas desaparecer.
            Oí los golpes de las colisiones, frenazos que no llegaron a tiempo, gritos que se apagaban en una lejanía difícil de precisar. Pensé que el coche no era un lugar seguro, cualquier camionero atrevido a circular sin visión podría arrastrarme y ni siquiera se daría cuenta. Pero salir del vehículo podría acarrear más problemas. No sabía ni dónde estaba ni si otros vehículos pasaban cerca.
            Pasaron las horas mientras decidía. Por fin mis pensamientos me dejaron escuchar el silencio del exterior. Nada pasaba ni lejos ni cerca de mí. Salí del coche y comprobé que a duras penas podía ver mis propios zapatos.
            Tras andar unos metros, los ojos y la nariz ya estaban completamente cubiertos de tierra, complicando aún más la visión y obligándome a respirar por la boca. Me habría gustado que no fuera así. Mi primer instinto fue volver al coche a esperar que el mismo viento que había traído estos polvos, se los llevara. Pero al volverme fui incapaz de encontrarlo.
            Perdido y desorientado traté de gritar pidiendo ayuda, pero el polvo había secado mi garganta y mis cuerdas vocales y fue imposible articular una sola palabra. Traté de buscar un lugar para cobijarme, pero hacia dónde, qué dirección tomar. Allí, en medio de no sabía dónde ni por cuánto tiempo, debía tomar una decisión, pero cuál.
            Si la tormenta de arena duraba sólo unas horas, lo más prudente era quedarme allí. No debía estar muy lejos del coche. Pero si por el contrario aquello se dilataba, la cosa era muy distinta, pues podría morir allí asfixiado o deshidratado.
            Definitivamente había que moverse. Buscar un refugio, un portal, un bar en el que pudiera tomar un vaso de agua siquiera.
            Caminé sin rumbo. Choqué con otros coches abandonados y pisé cadáveres de personas con una salud más delicada que la mía, supongo. Tropecé con raíces de árboles que no veía y perdí los zapatos en cuanto el polvo y la nada se apropiaron de ellos.
            Aunque no había sol, supe que la noche llegaba en cuanto la oscuridad se apropió del entorno. Las luces de las farolas no daban para ver el camino, pero al menos me sirvieron para orientar mis pasos y alcanzar un entorno urbano.
            Caminé pegado a una de las paredes para tratar de alcanzar una oquedad que me permitiera descansar protegido del polvo y el viento. El primero de los portales estaba ya ocupado por varios cuerpos, no sé si con vida o inertes. Ellos ni levantaron la cabeza y yo no pude articular palabra con la garganta absolutamente seca. Lo mismo pasó con el segundo, el tercero, el cuarto….
            Había perdido la cuenta de los portales que había pasado cuando me di cuenta de que estaba dando vueltas a la misma manzana. No parecía que tuviera demasiadas posibilidades de sobrevivir. La sed y el cansancio me derrotaban y pensé en los cadáveres sobre los que había caminado y no me pareció tan mal final.
            Me senté en medio de ningún lugar y dejé que la arena me fuera cubriendo sin importarme nada. Derrotado estaba cuando una bocanada de aire frío me hirió la cara. No sé de dónde saqué las fuerzas para ir hacia él ni qué fue lo que me hizo seguirlo, pero ahora sé que aquel soplo de aire me salvó. Por algún motivo la puerta de un centro comercial abandonado se abría y se cerraba dejando salir el aire acondicionado. Allí estaba, junto a mí, y casi muero a pocos metros de su puerta por no poder verlo.
            Hoy todo no es más que un mal recuerdo, pero cada vez que el viento del sur sopla, yo me cierro puertas y ventanas, coloco trapos bajo la puerta de la calle y lleno la nevera de agua y cerveza. Y aunque no ha hecho falta, he comprado un aparato externo de aire acondicionado que he puesto junto a la entrada, por si algún día alguien lo necesitara para saber que allí hay alguien. Eso sí, de casa no salgo.

martes, 19 de junio de 2012

Los mortales y el frío



Comenzaron a dormir juntos por temor al frío. Aunque era difícil de explicar, no se trataba ni de sexo ni de violencia, sólo trataban de matar el frío de las noches sintiendo el calor de un cuerpo ajeno.

         Por supuesto, dadas las circunstancias, nunca hubo promesas de amor eterno. Tampoco sentían la necesidad de enseñar al otro, mundos desconocidos ni cumplir con las fechas indicadas por los grandes almacenes. Se conformaban con estar ahí, abrazados cuando llegaba la noche, a la hora en que la soledad se apropiaba de las almas sin compañía.

         Así fue durante todo el invierno y los meses de primavera, sintiéndose cada vez más unidos en sus titiriteras, que para estas alturas ya necesitaban de besos y roces para aplacarlos con efectividad.

         Poco días antes de la llegada del verán, el calor derritió todas las excusas que habían inventado y la mujer, sin hacer un solo gesto ni dejar escapar un solo suspiro –aunque los hubiera-, hizo su maleta y recogió el cepillo de dientes que tanto tiempo había permanecido junto al de él.

         Se despidieron sin más, con un escueto: “hasta el próximo invierno” dicho, eso sí, entre sonrisas melancólicas y miradas que pretendían ser indiferentes, ocultando lo que realmente habían llegado a sentir.

         Durante las primeras semanas ambos intentaron provocar los encuentros fortuitos visitando lugares habituales y quedando con amigos comunes con la esperanza de que unos les llevara al otro, pero a pesar del frío que ambos sentían al verse, él nunca se atrevió a contar lo ancha que resultaba ahora su cama, y ella no supo cómo explicarle las noches de insomnio buscando su pecho para refugiarse del frío y de la vida.

         Ambos, está de más decirlo, evitaron cualquier referencia al invierno, intentando transmitir cierto estado de felicidad, creando en el otro sentimientos contrapuestos que les provocaba escalofríos, pero esto tampoco se lo dijeron.

         Una noche en que la luna apretaba, él sintió un intenso frío y ella, que contaba con esa intuición que tanto caracteriza a la mayoría de las mujeres, unas irresistibles ganas de abrazarlo, y por eso, cuando el hombre dijo “ven”, ella ya lo había rodeado con sus brazos, y fue tan fuerte e intenso el encuentro de ambos cuerpos que sintieron como desde los pies a la cabeza el frío los invadía hasta límites nunca antes vividos.

         Los amigos de uno o de otra no entendieron, como tampoco entendieron los científicos que estudiaron el caso, y que no pudieron explicar cómo, en pleno mes de agosto, en la noche más calurosa del año, dos personas murieran por congelación en medio de la calle, y sonriendo.

lunes, 11 de junio de 2012

El salto


Había oído hablar tanto de las maravillas del salto, que la primera vez que lo intenté sólo sabía que había que pisar fuerte sobre el trampolín e impulsarme extendiendo las manos hacia el plinto para, tras apoyarme en su extremo, caer sobre una colchoneta.
            En principio no tenía por qué hacerme daño, ni había motivo alguno para sospechar que el salto podía ser más peligroso que cualquier otro deporte. No en vano había visto a muchos hacerlo, y a alguno de ellos caerse y levantarse, todo en una misma secuencia.
            Es cierto. Yo era joven y un salto era más un reto que un compromiso.
            Recuerdo mi carrera hacia el trampolín midiendo los pasos, con la mirada puesta en el extremo donde debía apoyarme y la confianza en que mediría de reojo el último paso que debía llevarme hasta el aparato que me impulsaría lo suficiente como para completar el ejercicio con éxito. Pero nunca me había impulsado en un trampolín de estos. Quizá porque boté muy al borde, o porque iba con demasiada velocidad,  quizá sólo porque no sumé el impulso de mis piernas con el del trampolín… El caso es que por debajo de mí vi pasar el plinto, la colchoneta y las primeras baldosas del suelo que le seguía, y aunque el golpe fue duro, el vuelo fue una sensación inolvidable, tan intensa que después de tantos años no recuerdo el golpe sino el “vuelo”, ese sentimiento de total descontrol en el aire, de despegue sin retorno, de temor-emoción-experiecia…
            Casi no me había mirado los cardenales de la caída cuando ya estaba de nuevo dispuesto a un nuevo salto. Esta vez sabía que el impulso debía ser moderado, que debía alejarme un poquito del aparato para enfrentarme a él con más capacidad de maniobra, y emprendí una carrera que ya conocía por un camino que ya había recorrido para enfrentarme a un plinto que aún no había tocado. Esta vez, todo fue mejor. El salto casi perfecto, me llevó hasta la colchoneta, pero a la hora de apoyar los pies no flexioné las rodillas, lo que me llevó de nuevo al suelo y de boca, aunque esta vez sobre blando, provocándome una leve lesión en la rodilla.
            He de reconocer que el salto no estuvo mal, que a diferencia del primero sentí mucho más mío el trampolín, el plinto, la colchoneta y hasta más dueño de mis propios movimientos.
            Pensé que el tercer salto sería ya perfecto. Así que con la experiencia adquirida y tomando las precauciones necesaria de rodillera, codera y la protección de un casco, emprendí de nuevo la carrera, aunque esta vez mucho más concentrado y mucho más pendiente de lo que hacía en  cada momento, con cada paso, en cada movimiento. Realmente no disfruté del vuelo y es cierto que caí de pie, y que aunque no fue perfecto el ejercicio, para ser la tercera vez no había estado nada mal. El único detalle de relevancia fue que en mis ganas porque hacerlo todo bien, el “ataque” al aparato se tornó demasiado agresivo, cargando demasiado el peso del cuerpo sobre las manos, lo que me provocó una inflamación en la muñeca.
            Lo intenté muchas veces más con distinta fortuna. Con el tiempo se me han ido quitando las ganas saltar. Sé que lo puedo hacer y que conozco los tiempos, pero también he aprendido que a medida que me voy cargando con años, las lesiones tardan más en curarse. Y aunque no he olvidado esa sensación de “vuelo”, cuando encuentro un plinto que me “provoca”, soy de los que antes de iniciar la carrera se pone el casco, las muñequeras, se venda los talones, se pega varios dedos, mide la distancia, comprueba que la colchoneta tiene la altura reglamentaria y durante la carrera no piensa tanto en la mecánica del salto como en dónde me voy a llevar el leñazo esta vez y si me va a doler. Y una vez en el médico pienso: “Quién me mandará…”
            Eso sí, quiero creer que cualquier día salto por encima del cajón y la colchoneta y vuelvo a revolcarme por el suelo aunque sólo sea por ver si soy capaz de levantarme.