Semanas llevaban anunciando cambios, que el viento sur
traería calima, polvo en suspensión proveniente del desierto más asolado. A
pesar de las noticias y las advertencias, mis hábitos no cambiaron ni un ápice
y pasé de adoptar precauciones seguro que los malos tiempos no serían tan malos
ni durarían tanto tiempo. ¿Para qué? Ya había vivido tiempos de calima y nunca
me había hecho falta nada especial para sobrevivir y ver salir el sol a las pocas
horas.
Despreciando
los malos augurios salí a la calle como siempre, quizá mirando de reojo a un
cielo que se tornaba invisible y lanzando maldiciones contra el viento sur, me
senté en el coche dispuesto a llegar a mi destino.
No había
recorrido demasiados kilómetros cuando el
mundo comenzó a borrase ante mis ojos, sólo las líneas de la carretera me
permitieron circular unos centenares de metros más, hasta que el polvo en
suspensión fue cayendo al suelo para taparlas y hacerlas desaparecer.
Oí los golpes
de las colisiones, frenazos que no llegaron a tiempo, gritos que se apagaban en
una lejanía difícil de precisar. Pensé que el coche no era un lugar seguro,
cualquier camionero atrevido a circular sin visión podría arrastrarme y ni
siquiera se daría cuenta. Pero salir del vehículo podría acarrear más
problemas. No sabía ni dónde estaba ni si otros vehículos pasaban cerca.
Pasaron las
horas mientras decidía. Por fin mis pensamientos me dejaron escuchar el
silencio del exterior. Nada pasaba ni lejos ni cerca de mí. Salí del coche y
comprobé que a duras penas podía ver mis propios zapatos.
Tras andar
unos metros, los ojos y la nariz ya estaban completamente cubiertos de tierra,
complicando aún más la visión y obligándome a respirar por la boca. Me habría
gustado que no fuera así. Mi primer instinto fue volver al coche a esperar que
el mismo viento que había traído estos polvos, se los llevara. Pero al volverme
fui incapaz de encontrarlo.
Perdido y
desorientado traté de gritar pidiendo ayuda, pero el polvo había secado mi
garganta y mis cuerdas vocales y fue imposible articular una sola palabra.
Traté de buscar un lugar para cobijarme, pero hacia dónde, qué dirección tomar.
Allí, en medio de no sabía dónde ni por cuánto tiempo, debía tomar una
decisión, pero cuál.
Si la
tormenta de arena duraba sólo unas horas, lo más prudente era quedarme allí. No
debía estar muy lejos del coche. Pero si por el contrario aquello se dilataba,
la cosa era muy distinta, pues podría morir allí asfixiado o deshidratado.
Definitivamente
había que moverse. Buscar un refugio, un portal, un bar en el que pudiera tomar
un vaso de agua siquiera.
Caminé sin
rumbo. Choqué con otros coches abandonados y pisé cadáveres de personas con una
salud más delicada que la mía, supongo. Tropecé con raíces de árboles que no
veía y perdí los zapatos en cuanto el polvo y la nada se apropiaron de ellos.
Aunque no
había sol, supe que la noche llegaba en cuanto la oscuridad se apropió del
entorno. Las luces de las farolas no daban para ver el camino, pero al menos me
sirvieron para orientar mis pasos y alcanzar un entorno urbano.
Caminé
pegado a una de las paredes para tratar de alcanzar una oquedad que me
permitiera descansar protegido del polvo y el viento. El primero de los
portales estaba ya ocupado por varios cuerpos, no sé si con vida o inertes.
Ellos ni levantaron la cabeza y yo no pude articular palabra con la garganta
absolutamente seca. Lo mismo pasó con el segundo, el tercero, el cuarto….
Había
perdido la cuenta de los portales que había pasado cuando me di cuenta de que
estaba dando vueltas a la misma manzana. No parecía que tuviera demasiadas
posibilidades de sobrevivir. La sed y el cansancio me derrotaban y pensé en los
cadáveres sobre los que había caminado y no me pareció tan mal final.
Me senté en
medio de ningún lugar y dejé que la arena me fuera cubriendo sin importarme
nada. Derrotado estaba cuando una bocanada de aire frío me hirió la cara. No sé
de dónde saqué las fuerzas para ir hacia él ni qué fue lo que me hizo seguirlo,
pero ahora sé que aquel soplo de aire me salvó. Por algún motivo la puerta de
un centro comercial abandonado se abría y se cerraba dejando salir el aire
acondicionado. Allí estaba, junto a mí, y casi muero a pocos metros de su
puerta por no poder verlo.
Hoy todo no
es más que un mal recuerdo, pero cada vez que el viento del sur sopla, yo me
cierro puertas y ventanas, coloco trapos bajo la puerta de la calle y lleno la
nevera de agua y cerveza. Y aunque no ha hecho falta, he comprado un aparato
externo de aire acondicionado que he puesto junto a la entrada, por si algún
día alguien lo necesitara para saber que allí hay alguien. Eso sí, de casa no salgo.