Siempre llega un momento en el que ante el armario, la
zapatera, la cocina, el salón o la mesa
de trabajo, uno decide hacer una limpieza general. El detonante suele ser que
uno se da cuenta de que hay cosas que ya no tienen sentido en su vida si quiere
seguir avanzando.
Por mucho que seas ordenado o meticulosa, siempre queda una
lata que caducó, una camisa que hace años que no te pones, unos papeles que nunca
llegaste a resolver o un colchón en el que dormir se convierte en un tormento.
No hay plazo ni plan trazado, sólo se puede uno remangar y
mirar cosa por cosa para decidir qué va al cubo de la basura o al del reciclaje
y, por supuesto, qué salvamos de la quema. Es un trabajo intransferible. No hay cuestiones puramente
objetivas en todas y cada una de esas cosas, pues de una manera u otra son ya
parte de la vida y, sobre todo, de la historia propia.
Unas, las consideramos imprescindibles y no estamos dispuestos
a renunciar a ellas; otras son completamente prescindibles y no nos cuesta nada
apartarlas de nuestro lado; podríamos decir que otro grupo lo forman aquellos
elementos que no sabemos si se quedan o se van, ya que dudamos si nos harán
falta o nos supondrán una carga. Pero de todos los “paquetes”, el que más me
impresiona es el que se configura con las cosas que sobrevivieron a todas las
limpiezas anteriores y, sin embargo, ya han dejado de tener ese valor que las
hacían diferentes, dejaron de retener ese trocito de historia que tanto
significó para convertirse en algo que ya puede salir de nuestra vida.
Claro que hay gente que puede prescindir de cualquier cosa en
cuestión de segundos, que puede cambiar la fotografía de un portarretratos sin
esperar siquiera a que la que va a sustituirla esté impresa.
Yo no, yo cada cierto tiempo me enfrento a la cucharita de
plástico con que compartí mi primer helado con mi primera novia, unas cintas
que escuchaba con mis amigos en el coche recién sacado el carné, unas
servilletas con poemas, una camisa que me regaló una amiga antes de partir,
unos zapatistas de barro que han ido perdiendo brazos y piernas tras cada
mudanza, unas cámaras de fotografía que se jubilaron hace años y unas cientos
de cosas más que me recuerdan cuan buena ha sido la vida conmigo.
Claro que cuando uno la limpieza la hace en el alma, escoger
lo que uno deja en el camino es bastante más sencillo de decidir, pero mucho
más doloroso decidir sobre los sueños que apartamos y los odios que dejamos
hasta la próxima limpieza general.
PD: Que cada un de los días del 2014 les valga la pena vivirlo. Feliz año.
PD: Que cada un de los días del 2014 les valga la pena vivirlo. Feliz año.