lunes, 23 de abril de 2012

Crisis? What crisis?


Antes de acostarse ya había lavado y planchado todas sus camisas, la ropa de cama, las toallas, calcetines y ropa interior. Siempre había sido muy ordenado y escrupuloso en cuanto a la higiene y el orden. Sus 45 años como farmacéutico ayudaron a ello, pero antes incluso de pisar la universidad, él ya estaba obsesionado con todo ello.

            En casa, llamaba la atención la forma casi obsesiva por mantener su cuarto en perfectas condiciones. Esa fijación por doblar, colocar, preparar, dejar hecho… Hasta que enviudó, su propia mujer reconocía que era imposible encontrar algo fuera de sitio por cualquier lugar que su marido hubiera pasado.

            Así que al levantarse no tuvo nada más que hacer que la cama. Ni siquiera quiso desayunar. Había calculado la comida que iba a necesitar hasta el día que cobrara su pensión –no era difícil- y no quiso ensuciar nada, pues platos, vasos y cubiertos, se quedaban en perfecto orden.

            Cogió un maletín marrón de piel bastante trasnochado signo de un pasado opulento y salió de casa asegurándose con una última mirada que no dejaba nada fuera de sitio.

            De paso hacia el banco dejó en la parroquia un paquete de arroz que guardaba por si el hambre apretaba, y dos bolsas de garbanzos que había recogido de una institución benéfica.

            Al ver los garbanzos recordó la tristeza que sintió al tener que ir a buscarlos. Al fin y al cabo había sido farmacéutico durante más de 40 años, y sabía que hubo un tiempo en el que era él quien dejaba comida y alguna limosna para que otros pudieran sobrevivir, sin importarle mucho la dignidad con la que sobrevivían.

            Él no estaba dispuesto a vivir sin lo que él consideraba “DIGNIDAD” , así, en grande y con mayúsculas: “DIGNIDAD”. Por tanto, no podía permitir que otros le trataran con la displicencia que él había mostrado por otros. “Sé lo que siente la gente al verme”, solía pensar, “porque yo lo he sentido por otros”.

            En el banco sacó todo el dinero que le quedaba en la cuenta. Un sobre con apenas 380 euros. Al cerrar la cuenta el director de la sucursal salió a despedirlo. Lo trató de usted y lamentó que después de más de 30 años dejara de trabajar con ellos.

            Él no dijo nada más que algunas palabras de agradecimiento y no hizo ningún gesto más allá que el de estrecharle la mano y gesticular cortésmente a los trabajadores más antiguos de la sucursal.

            Se dirigió al mejor restaurante de la ciudad. Pidió un vermut extraseco, y unos entrantes basados en verduras a la plancha sobre una tosta con aceite de oliva y sal del Tibet. Después sólo tomó un plato: cebiche de atún rojo que regó con un reserva de la Rioja Alta. A pesar de su diabetes, tomó una tartaleta de mus de chocolate con crujiente de fresas y cerró la cuenta con una copa generosa de Zacapa.

            Pidió la cuenta y esbozó una sonrisa. Hacía muchos años que no pisaba aquel restaurante, prácticamente desde que la crisis se había asomado a las cuentas de los pensionistas y arruinado a los medianos inversores que confiaron sus ahorros a la bolsa.

            Pagó con una sonrisa que no se asomaba a su boca desde hacía meses, dejó una buena propina y salió tarareando un viejo bolero que solía cantar con la mujer en los ratos en que eran especialmente felices.

            Caminó como si la calle hubiera sido puesta especialmente para él. Se vio en alguno de los escaparates y se gustó. Fue ahí cuando comenzó a pensar en su mujer y en sus dos hijos y nietos. A ella la echaba de menos cada día desde su muerte. También a los niños, pero sabía que estaban bien casados, que habían logrado ser felices y que, con cierta modestia, estaban situados económicamente dadas las circunstancias. “Hasta para esto tengo que ser ordenado”, pensó.

            La tarde era soleada y el paseo le sentó bien. Llegó a la Plaza de la Esperanza y se sentó bajo un enorme laurel de indias que ocupaba el centro.

            No había demasiada gente. Miró al cielo azul y se distrajo con las palomas que lo cruzaban sin rumbo. Hizo un ligero recorrido con la vista a su alrededor y comprobó que no había niños. Abrió la maleta y sacó un bolígrafo y una pequeña libreta en la que recogía frases e ideas que hacía suyas. Fue a la última página escrita, trazó una raya y miró de nuevo al cielo antes de escribir: “No rebuscaré en la basura para encontrar comida”.

            Cerró la libreta y la colocó junto al bolígrafo en su sitio. Tomó una pistola que se puso sobre el banco pegada a su pierna derecha y cerró la maleta. Respiró y agarró la pistola sin levantarla. Se sorprendió a él mismo al notar que no temblaba y volvió a pensar en su mujer y sus hijos. “Si hay cielo”, se dijo a sí mismo como si hablara con ellos, “nos veremos en un ratito. A ustedes”, dijo pensando en los niños, “les libero de la carga que les supongo”.

            Volvió a mirar a su alrededor para comprobar que no había gente cerca, inclinó la cabeza hacia atrás y se quedó viendo las hojas del árbol y escuchando el canto de los pájaros, cerró los ojos e inmediatamente introdujo el cañón de la pistola en la boca.

            “Pal carajo”, pensó antes de que las palomas echaran a volar asustadas por el ensordecedor ruido del disparo.

miércoles, 11 de abril de 2012

El viaje

Desperté, no sé cómo, en una nave. De esto fui consciente más tarde, porque al principio no sabía ni dónde estaba ni para qué.
            Mis primeros días los dediqué a investigar dónde estaba la comida, dónde el agua, si había baño, si el agua estaba fría o caliente... Cuando el cansancio me pudo, preparé un rincón en el que dormir, pero al despertar volví a escudriñar los entresijos del espacio en el que habitaba: las puertas que había, las luces, los botones para qué servían, de qué trataban los libros que me iba encontrando… Y leí con especial atención aquellos manuales de uso. Así fue como comprendí que viajaba en una nave.
            No fue hasta el décimo o undécimo día cuando miré por primera vez por la ventana. Allí vi el espacio, pero también vi otras naves, cada una distinta a la otra. En algunas, podía ver a otras personas que también miraban y más de una que se atrevía a gesticular a través de los cristales.
            Casi tardé un mes en descubrir la radio. Eso me permitió ponerme en contacto con el exterior de la nave. Y sí, conocí gente que, como yo, había despertado en otras naves y que también trataban de orientarse.
            He de reconocer que con algunos y algunas la comunicación podía ser más fluida, mientras que con otros y otras, más incómoda. Así que había veces que transmitías por obligación, por responsabilidad o por compartir.
            Como el espacio era infinito, algunos con los que contacté siguieron otro rumbo, y con ellos mantuve comunicación mientras las ondas tuvieron alcance. Cierto es que si unos se iban, otros se incorporaban.
            Tardé unos años en aprender a manejar la nave. Para entonces, muchos y muchas ya habían perdido contacto o supimos cómo marcar distancias para que nuestras conversaciones no se encontraran con asiduidad. . Evidentemente en otros casos la comunicación era cotidiana, maravillosa y hasta fundamental para vivir.
            Para entonces, ya podíamos apreciar el espacio en su inmensidad, veíamos pasar planetas, asteroides, cometas… Conocimos la existencia de agujeros negros, historias sobre naves que se perdían o explotaban, de la posibilidad de aterrizar en algunos cuerpos celestes… Aprendimos a mantenernos en órbita, a movernos sin gravedad, a ahorrar combustible…
            He de reconocer que para todo fue fundamental conocer lo que otros que habían partido antes descubrieron. Hasta navegar por el espacio nos resultó más fácil cuando supimos que había estrellas fijas en el firmamento, y que si algún día pudiéramos alcanzarlas, tras ellas habrían otras más que precederían a más y más y más estrellas que ni siquiera íbamos a poder ver como puntitos colgados del espacio.
            En este viaje también comprendí que sólo viajábamos, y que a veces el que más guardaba lo que encontraba en el espacio, en el mejor de los casos se perdía la salida de los soles o el color de los planetas, y en el peor, chocaba contra una masa de materia cósmica perdiendo su vida, su nave y todo lo atesorado.
            Por el contrario, quien no se ocupaba nunca de mantener en buen estado su nave y de aprovisionarse, terminaba casi siempre a merced de la influencia de las fuerzas gravitatorias de los planetas, sin combustible y sin rumbo.
            Perdido en aprender y observar, tuvieron que pasar muchos años para preguntarme a dónde iba en realidad, cuál era mi destino. La respuesta se fue desvelando al verme a mí y al ver a los demás. Mi misión era sólo dejar constancia de lo aprendido para que otras personas que viajaban en naves más modernas y más rápidas, pudieran llegar más lejos, aunque ni ellas ni yo ni quienes dejaron el legado que yo heredé, tuviéramos la más mínima intención de llegar a ningún sitio.

domingo, 1 de abril de 2012

Los cuentistas

Ella le aseguró que no había en la tierra nadie como él, que nada había más fuerte sobre la tierra que el amor que sentía y que, pasara lo que pasará, siempre estaría a su lado.

Él respondió que más que a nada y más que a nadie, que moriría de desconsuelo si ella no estuviera junto a él, que nunca había querido de aquella forma y que no había día en el que su pensamiento no fuera sólo para ella.

Y así se acostaron juntos, abrazados, besándose la nuca, los hombros y los labios.
Despertaron unos años más tarde, abrazando otro cuerpo pero repitiendo casi lo mismo y casi con las mismas palabras, sin recordar siquiera que se habían olvidado.