Llevaba tantas noches abrazado a ella que había olvidado lo que era dormir solo. "Ya no siento nada por ti", le había dicho y, casi sin dar tiempo a reaccionar, hizo sus maletas y se marchó.
No la podía culpar. Él sabía que las cosas eran así, que hacía tiempo que se había perdido casi todo: las confidencias, los momentos cómplices, la pasión, los proyectos... Sólo se había salvado el respeto, las formas y los gastos. Evidentemente se habían perdido.
Durante sus vigilias en la cama pensaba por qué no podía pegar ojo. Al fin y al cabo ahora era un hombre libre, con capacidad de hacer y deshacer a su antojo, sin condiciones, con la posibilidad de rehacer su vida y encontrar con quién volver a tener confidencias, momentos cómplices, pasión y proyectos. Y aunque reconocía que todo había acabado, sin embargo, le era imposible dormir.
Desde entonces hasta ahora, había tenido alguna relación esporádica con mujeres, pero tampoco se había sentido cómodo ni había conciliado el sueño tan apaciblemente como con su ex. Sólo había una explicación: echaba de menos la temperatura corporal de quien fue su pareja.
Así, obsesionado por ello, decidió salir cada día con un termómetro en el bolsillo, y antes de comenzar cualquier relación pedía a la muchacha o mujer en cuestión que se tomara la temperatura. 36,7º era el calor ideal.
No es difícil imaginar que el proyecto rozaba la locura, y que muchas de las "candidatas" huyeron desde el primer momento, aunque algunas otras se prestaron a la prueba y suspendieron.
Y pasaron días y semanas, y él, en sus trece, o mejor en sus 36,7, dispuesto a no claudicar.
Habían pasado años cuando coincidió en un curso de formación laboral con una chica. No se podía decir que fuera encantadora ni guapísima ni que físicamente estuviera más allá de lo que podía considerarse normal, pero conectaron, algo les unía y eso les permitía establecer confidencias y momentos cómplices. También podía notarse cierta atracción física y ambos estaban dispuestos a llevar a cabo proyectos con otra persona.
Por primera vez en tanto tiempo, él tuvo la tentación de no sacar el termómetro, pero seguro de que si no lo hacía lo lamentaría, sacó el aparato y le pidió que se tomara la temperatura. Dos minuto después, ella se lo devolvía. El mercurio marcaba 36,7º.
Su rostro se iluminó, y apunto estaba de contarle lo que le había costado encontrarla cuando ella, de su bolso, sacaba otro termómetro y le pedía lo mismo.
Durante los pocos minutos que tardó el aparato en avisar que había llegado a la temperatura, él pensó que realmente era su alma gemela, que ambos podían compartir más que nadie y, sobre todo, dormir, por fin, a pierna suelta.
Cuando miró la temperatura, los número digitales indicaban 36,7º. Entonces él la miró y ella le dijo: Demasiado calor para la noche, yo pedía 36,2º.