martes, 28 de diciembre de 2010

Y no aprendemos

Por vicio o por costumbre, ya no lo sé, cada diciembre y coincidiendo con que el calendario me recuerda que los años no pasan por mí sino que se quedan, miro lo que han sido estos últimos 12 meses con cierta perspectiva.

        Como a casi todos, la crisis también tocó a mi puerta, y aunque no abrí, se coló por alguna ranura que descuidé en muchas conversaciones, en la cola del ICFEM o del INEM (qué más da), en algunas copas que no llegaron, en algunas cenas que se quedaron en casa, etcétera.

        Pero no será la crisis lo que recuerde del 2010. En mi memoria quedará una lista de amigos que se presenta sin bajas y con altas, una relación que fue pero no pudo ser más, unos cuantos intercambios de correo con Retazos de Vida, el séptimo cumpleaños de Frida, un paseo con mi tío y otro pendiente con mis sobrinos, una veintena de cenas viendo salir la luna desde mi casa, dos o tres resacas, cinco libros y unas quince canciones, dos juegos de cuerda para las guitarras, tres obras de teatro y otros tantos conciertos, una madre imparable, unos hermanos impagables… en fin, que no será la crisis lo que llene mi recuerdo cuando las doce campanadas llenen mis oídos.

        Y reconozco sentirme extraño cuando escucho a gente que no pasa necesidad ni para comer ni para lo cotidiano, lamentando su frustración por  los gastos que no puede hacer, y son muy poquitos los que se alegran por haber recuperado espacios y modos que nada tienen que ver con el dinero. Eso sí, de correos dando recetas para ser feliz inundan nuestros correos.

        Está claro que no aprendemos, que seguimos pensando que el regalo de Reyes es el puñetero paquetito, sin darnos cuenta que lo verdaderamente valioso es el encuentro con las personas que quieres y el beso del Melchor o la Gaspar que te lo hace llegar. Ese sí es el presente, y en todas las acepciones de la palabra.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Sospecho de mí

A pesar de trabajar en el mundo de la comunicación, empiezo a sospechar de mí mismo. Y no sé si por cuestión de edad o por mis limitaciones personales hacia las nuevas tecnologías. Hoy que está tan de moda lo de las redes sociales yo, cada vez más, creo en el cuerpo a cuerpo, y sigo prefiriendo que me escupan las verdades o las mentiras a la cara que tragarme lo que todos dicen de todos sin haberse mirado ni una sola vez a los ojos.

         Sí, ya sé que uno puede poner sus propios límites y criterios pero, ¿Somos nosotros? ¿El perfil que nos creamos nos identifica? ¿El criterio con el que participamos no termina siendo un juego de a ver hasta dónde podemos aguantar o hasta dónde nos aguantan?
        
         Cada vez más, curiosamente, cuando hablo con personas que participan activamente en estas redes sociales, sus vivencias más importantes se centran en relaciones creadas a través de personajes ficticios, inexistentes. Tengo varios colegas que cuentan con más “amigos” en los perfiles que han inventado que en los suyos propios, especialmente cuando se finge ser del sexo contrario.

         Y ahí es donde descubro cada día mi yo más antisocial. El mundo que vivo detrás de mi frente, entre las dos orejas y debajo del pelo, no concibe que las relaciones personales se basen en crear avatares en los que no creemos, ni siquiera queremos ser, sólo pretendemos ver lo que otros esconden sin arriesgar nada. Como un voyeur de almas ajenas.

         Así que entiendo que cada día yo, que prefiero el cuerpo a cuerpo incluso despierto, estoy cada día más alejado de esa sociedad que parece más dispuesta a tejer redes sociales como ardid o engaño que como malla comunicativa para expresarnos.

         Me cuesta renunciar a mi identidad, a mis ideas, a mis principios, a mis proyectos, sólo por saber a cuántos y por cuánto tiempo puedo engañar, cuando tooooodo ese tiempo puedo dedicarlo a ser yo y a mostrarme en lo que escribo, en lo que cuento o en lo que fotografío. Que no soy sólo eso, cierto, pero eso sí que lo soy.

         Es por eso que escribo en un blog y no en facebook, aunque digan que está pasado de moda. Qué le voy a ser si yo soy así.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Sólo soy el camarero

Fue el juez de la mesa seis el primero en sentenciar que aquella postura invariable era demasiado provocadora para el bien de la sociedad. El cura de la cuatro, que cenaba con una beata que se sonrojaba si la miraban, quien condenó esa impasividad ante la moral establecida, mientras que, casi a la vez, el doctor de la mesa que le seguía diagnosticaba que la juventud de hoy era un tumor que había que tratar para evitar la pérdida de valores.

El sastre que cenaba con una clienta a quien ya había tomado medidas, hizo de su capa un sayo y criticó abiertamente la poca elegancia de aquella mujer ante el asentimiento de los comensales.

La ciega que ocupaba la silla que daba hacia la pared, lo vio claro. Esa mujer no había dicho ni una palabra desde que ella había llegado. Así que no sólo era insociable sino que, además, mostraba una clara indiferencia ante lo que sucedía a su alrededor. El sordo que estaba a su espalda hizo como si no lo hubiera oído.

Tras terminar el postre, el diabético del fondo murmuró algo sobre la poca dulzura que aquel ser mostraba, lo que indicaba, sin lugar a dudas, que se trataba de una mujer fría y calculadora, y que sin duda no tendría ningún problema en criticar a todos los que allí estaban sin piedad.

No hubo que esperar mucho para que la ludópata, que venía del bingo, se jugara la cena a que la mujer terminaría por marcharse sola.

Hasta el psicólogo de la doce que cenaba con una paciente necesitada de cariño, afirmó con certeza profesional que se trataba de un caso perdido, lo que confirmó con rapidez la abogada que acababa de salir de los lavabos.

El deportista pidió una transfusión de sangre; y la analfabeta, una hoja de reclamaciones. El bombero quiso meter fuego y fue el primero en marcharse, con la bailaora que se despidió con dos taconazos al pasar junto a la impávida mujer objeto de las críticas.

El bufón aprovechó la ocasión para bufarse; la novia, para buscar un ramo que tirarle; el militar, para dar un golpe definitivo; el torero, para saltar al ruedo de los juicios de valor; el capitán, para abandonar el barco y a su mujer; la pianista, para darse a la fuga; el homosexual, para cerrar el armario; y el hombre del tiempo, para proponer el uso de cadenas.

Fue el banquero quien cerró la discusión sobre la muchacha afirmando que con tanto comentario no le había sentado nada bien ni la langosta ni el caviar ni el Chateau Mouton Rothschild del 45, por lo que propuso que la cuenta se la pasaran a la muchacha o, en su caso, se pagara a escote entre todo el comedor dado que no habían parado de incomodarle, lo que contó con el apoyo incondicional del político con quien compartía mantel y, a veces, también cama.

Así las cosas, todos se marcharon indignados de que la mujer objeto de tanto desatino no les hubiera hecho ni caso, y al salir se negaron siquiera a mirarle a la cara. Yo, que una vez más me quedé solo con ella, sé que se trata de una figura de cera que puso el dueño para que los clientes se sintieran acogidos por alguien que a nadie critica y que es capaz de escuchar sin juzgar. Pero claro, qué voy a decir yo si sólo soy el camarero.