sábado, 11 de diciembre de 2010

Sólo soy el camarero

Fue el juez de la mesa seis el primero en sentenciar que aquella postura invariable era demasiado provocadora para el bien de la sociedad. El cura de la cuatro, que cenaba con una beata que se sonrojaba si la miraban, quien condenó esa impasividad ante la moral establecida, mientras que, casi a la vez, el doctor de la mesa que le seguía diagnosticaba que la juventud de hoy era un tumor que había que tratar para evitar la pérdida de valores.

El sastre que cenaba con una clienta a quien ya había tomado medidas, hizo de su capa un sayo y criticó abiertamente la poca elegancia de aquella mujer ante el asentimiento de los comensales.

La ciega que ocupaba la silla que daba hacia la pared, lo vio claro. Esa mujer no había dicho ni una palabra desde que ella había llegado. Así que no sólo era insociable sino que, además, mostraba una clara indiferencia ante lo que sucedía a su alrededor. El sordo que estaba a su espalda hizo como si no lo hubiera oído.

Tras terminar el postre, el diabético del fondo murmuró algo sobre la poca dulzura que aquel ser mostraba, lo que indicaba, sin lugar a dudas, que se trataba de una mujer fría y calculadora, y que sin duda no tendría ningún problema en criticar a todos los que allí estaban sin piedad.

No hubo que esperar mucho para que la ludópata, que venía del bingo, se jugara la cena a que la mujer terminaría por marcharse sola.

Hasta el psicólogo de la doce que cenaba con una paciente necesitada de cariño, afirmó con certeza profesional que se trataba de un caso perdido, lo que confirmó con rapidez la abogada que acababa de salir de los lavabos.

El deportista pidió una transfusión de sangre; y la analfabeta, una hoja de reclamaciones. El bombero quiso meter fuego y fue el primero en marcharse, con la bailaora que se despidió con dos taconazos al pasar junto a la impávida mujer objeto de las críticas.

El bufón aprovechó la ocasión para bufarse; la novia, para buscar un ramo que tirarle; el militar, para dar un golpe definitivo; el torero, para saltar al ruedo de los juicios de valor; el capitán, para abandonar el barco y a su mujer; la pianista, para darse a la fuga; el homosexual, para cerrar el armario; y el hombre del tiempo, para proponer el uso de cadenas.

Fue el banquero quien cerró la discusión sobre la muchacha afirmando que con tanto comentario no le había sentado nada bien ni la langosta ni el caviar ni el Chateau Mouton Rothschild del 45, por lo que propuso que la cuenta se la pasaran a la muchacha o, en su caso, se pagara a escote entre todo el comedor dado que no habían parado de incomodarle, lo que contó con el apoyo incondicional del político con quien compartía mantel y, a veces, también cama.

Así las cosas, todos se marcharon indignados de que la mujer objeto de tanto desatino no les hubiera hecho ni caso, y al salir se negaron siquiera a mirarle a la cara. Yo, que una vez más me quedé solo con ella, sé que se trata de una figura de cera que puso el dueño para que los clientes se sintieran acogidos por alguien que a nadie critica y que es capaz de escuchar sin juzgar. Pero claro, qué voy a decir yo si sólo soy el camarero.

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