jueves, 29 de diciembre de 2011

lunes, 26 de diciembre de 2011

Sin llamar

Como cada sábado, desperté sin que el agudo pitido del contestador me golpeara los tímpanos. Como cada sábado, tardé varios segundos en abrir los ojos y otros muchos en recuperar el control sobre el cerebro, que se activó con el eco del último sueño que, como casi todos, carecía de todo sentido. Comprobé también que mi mujer, como cada sábado, ya se había levantado. Superada esta reiniciación al mundo real, traté de organizar el día en la agenda mental: Ducha, desayuno, contestar e-mails y ayudar a preparar la cena de Navidad, ya que nos reuníamos en casa un grupo importante de personas entre amigos y familiares. Con eso y poco más, el día no dejaba paso a demasiadas sorpresas, ya que hasta finalizar la cena, no tendría demasiado tiempo para descansar y relajarme. Mientras sacudía el brazo izquierdo en posición vertical pues presentaba síntomas de haberse quedado dormido por una posición inadecuada durante la noche, pensé también en que el domingo me tocaría preparar parte de la comida de Navidad y, por la tarde, un zafarrancho de limpieza, por lo que el relax total no llegaría hasta la noche, "así que el lunes", pensé, "tendré tiempo para hacer lo que me queda pendiente de la semana", he hice un breve repaso de todas esas cosas para que no se me olvidaran.

Organizado ya, miré las manecillas del reloj para comprobar que eran las diez y veinte de la mañana, y en un mismo gesto me destapé y me senté en la cama.

Fue en ese instante cuando percibí su presencia. No veía a nadie pero había alguien. Miré hacia un lado y hacia otro, pero la habitación permanecía vacía. También me percaté de pronto del silencio de la casa. Lo normal, un 24 por la mañana, era que mi mujer, más madrugadora que yo, y que mis hijos, más dormilones pero  dispuestos a enfrentarse a sus labores correspondientes temprano para encontrarse con los amigos antes de cenar, hubieran convertido la cocina en un territorio de guerra, de idas y venidas. Pero lo único que se podía sentir era una fuerte presencia, omnipresente. Volví a mirar el reloj y, justo cuando marcaba las diez con veintiún minutos y doce segundos, oí decir: "Es la hora".

La espalda y la cabeza cayeron sobre el colchón. Quizá pude haber sentido un ligero pinchazo en el corazón en el momento de escuchar la frase, pero ahora ya no sentía nada. En cambio, la presencia se hizo visible.

Es difícil de explicar lo que vi. Podría definirla como una sombra, pero casi una nube, ya que sin ser blanca proyectaba claridad, lo que dejaba ver unas manchas oscuras que, sin ser negras daban sensación de sombra. La percepción no era de volumen, sino de espacio. Quiero decir que no se veía desde fuera, sino desde dentro. No había ojos, pero tampoco los tenía yo, que ya no estaba sobre la cama ni sobre nada, y sin hacer movimiento alguno tenía la sensación de desplazamiento.

“¿Qué ha pasado?”, pregunté sin tener boca para hacerla.
“¿No lo sabes? Llevo 10.000 años escuchando la misma pregunta, sabiendo que ya lo saben”, escuché sin tener oídos con los que oír.
“Sigo soñando”, afirmé.
“Sí, eso es también los que dicen quienes fallecen recién levantados de la cama”, me dijo.

¿Fallecen? Pensé. Sigo dormido, pero no sé por qué este sueño tan raro.

“Pero qué les pasa a todos. Ya estamos con la negación de la evidencia. Es obvio que ya no estás en el plano en el que te has estado moviendo estos últimos años, exactamente los últimos 52 años, 285 días y 21,14 horas. Cuanto te adaptes, mejor. Antes evolucionarás y podrás seguir avanzando”.

“Yo no he dicho nada”, pensé, “así que si soy yo quien me contesto a lo que pienso, es obvio que estoy dormido”.

“Lo obvio”, dijo la voz, “es que no tienes boca ni oídos ni pies ni nada de nada, pero en cambio hablas, oyes y te desplazas, así que tendrás que asumir que no existen los secretos ni los pensamientos, lo único que existe eres tú. Si eres limpio de espíritu, transmitirás siempre cosas limpias, pero si no lo eres, pues todo aquello que pienses, desees, quieras o no, forma parte del todo”.
“Pero qué quieres decir, ¿estoy muerto?”
“Escucha bien”, dijo la voz, “eso de la muerte es un término que obviamente no se corresponde con nada. Lo que en tu plano anterior considerabas muerte, qué era. Si te referías a dejar se existir, la realidad es que estás aquí, luego existes, pero si es a que no vas a estar más en las acciones que convertiste en habituales, pues sí, no vas a seguir con ello".
“A ver si lo entiendo”, dije yo. “Hace unos minutos estaba preparándome para festejar la Navidad, ¿Y ahora estoy muerto?”
“La paciencia es una virtud que necesariamente se adquiere después de ayudar a tantas personas a pasar este proceso de madurez, así que trata de escucharme bien para que mi esfuerzo tenga sentido. Aquí no hay tiempo. ¿Para qué? En tu otra etapa el tiempo era importante porque marcaba tu vida. Marcaba el tiempo que te quedaba y el que ya habías tenido. Aquí tu percepción es que ha pasado un tiempo porque tienes esa concepción en cuanto a la conversación. Pero si te dijera que cada pensamiento tardas un año en construirlo, o que cada duda yo la resuelvo en tres meses, o que realmente ese día que tú identificas como el de tu muerte hubiera pasado hace mil años… No existe el tiempo porque lo tienes todo. No hay límite en el futuro, y por tanto no importa cuándo empezaste este proceso, y lo único de define los momentos son esos procesos. Cuando estés preparado pasarás a otra etapa, que será tan infinita en el tiempo como esta”.

La cosa se complicaba mucho. Quizá entendía lo que me decía, pero no podía ser. Todo este rollo del tiempo y de los procesos a mí me daban igual. Las preguntas para las que yo necesitaba respuestas eran más sencillas. ¿Estoy muerto? Si es así, ¿cómo no tuve tiempo de despedirme de mi familia?¿Por qué no me permitió quien sea, terminar las cosas que estaba haciendo?¿Tendré oportunidad de ayudarles, de verlos?¿Se acordarán de mí?...

Estaba en estos pensamientos cuando la voz me interrumpió:

        “Veo que no has entendido nada, ni en tu etapa anterior ni en esta. En cuanto a todas esas preguntas que te haces, es de suponer que ya tienes mimbres suficientes como para contestarlas. La muerte de la que hablas no existe en este plano, y en el anterior, depende del sentido que le dieras. Hubo quien se acercó más y quien todavía anda buscando algo que le ayude a pasar este proceso. Toda tu vida anterior fue para despedirte de tu familia, de tus amigos y de toda aquella persona de la que quisiste despedirte, o a caso no eras consciente de que cada día y cada hora podía ser la última que tuvieras con ellas. Como entenderás, nada de lo que hacías tenía más importancia que el ayudarte a evolucionar. Da lo mismo lo que hayas o no terminado. En lo único que aciertan todos y todas cuando llegan a este plano es que su tiempo se acabó, pero curiosamente, no entienden la importancia de eso, de que el tiempo ya se ha acabado. Te lo expliqué ya. No hay tiempo, sólo proceso. Será más fácil asumirlo si lo trabajaste anteriormente, pero si no, la evolución será más compleja. Del resto de las preguntas, como entenderás durante la evolución, no son más que reminiscencias de tu estado humano. Se acordarán tanto como hayas sido capaz de compartir con ellos, y tiempo de ayudarles has tenido y en lo que les has transmitido y enseñado seguirás ayudándoles, como te ayudaron a ti tantos después de dejar esa etapa que tú llamas vida”.

        “Y entonces”, volví a pensar, “esto es el cielo”.

        “No, o sí”, dijo la voz. “realmente esto es lo que hay. Aquí estarás en donde tienes que estar por méritos propios. Lo que tú entiendes por cielo o infierno te lo crearás tú. Cuanto más te empeñes en encerrarte en ti, en evitar tu proceso agarrándote a una vida que ya no es tuya, en guardar rencor por ello, en lamentar y envidiar la evolución de las almas que crecen, te encontrarás más cerca de tu infierno. Por el contrario, cuanto más evoluciones y aprendas, más cerca de tu cielo.
        “Y Dios, ¿existe?”, dije.
        “Y si existiera, ¿estarías preparado para llegar a esa verdad absoluta? Pues tendrás que evolucionar para saberlo”

martes, 20 de diciembre de 2011

Invierno

Me gusta el primer día de invierno. Ese cielo sin cielo, esas nubes de plomo, esa lluvia que augura chaparrones que no llegan, ese frío que cubre la piel y los huesos...

Sí, me gusta ese primer día. Parece triste, pero es anuncio de cambio, es la prueba de que la naturaleza no se ha olvidado de cambiar, de que la vida sigue.

El segundo día es diferente. Ya es antipático. Incómodo. Previsible. Pero el primero es sólo frío, húmedo y diferente.

Si fuéramos más humanos, entre nuestros derechos debería estar el de paralizar el mundo (nuestro mundo) ese día. Por ley deberíamos quedarnos en la cama. Abrigaditos/as. Acompañados/as. Acurrucados/as. Debería estar prohibido levantarse incluso para comer. Ese primer día sólo se permitiría abrazarse y frotarse. Sólo los que el frío de ese día sorprendiera solos, sólo ellos y ellas, tendrían un permiso especial para buscar calor en un cuerpo a cuerpo. Por ejemplo, ese día, se podría poner un pañuelo en las ventanas de las casas con un único habitante, y así, otros "solos" o "solas" sabrían que ese día hay hueco libre en cama ajena para hacerla propia o cama propia para hacerla ajena.

Estoy convencido de que afrontaríamos el invierno de otra manera si actuáramos así, y hasta podríamos sentirnos más próximos.

Propongo, pues, una recogida de firmas para llevar la iniciativa al Parlamento para que obtenga rango de Ley, pero será mejor que lo haga en verano. Hoy no apetece salir de la cama.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Paso

Mangas

La primera vez que nos cruzó la vida ella estaba buceando entre cientos de cómics japoneses en busca de no sé qué manga de colección con el que, por lo visto, Katsuhiro Otomo había roto las reticencias del cine para reconocer el valor de los garabatos japoneses y trasladarlos al celuloide.

Por entonces yo nada sabía de esto, pero su pasión al oírla hablar con el dependiente y mi irresistible atracción por ella me hicieron un asiduo de una tienda de coleccionistas que ella nunca más pisó, al menos que yo supiera.

Casi no la recordaba cuando, en un curso de repostería, justo en el momento en que el cocinero jefe se proponía rellenar una milhoja con una manga llena de crema pastelera, como por arte de magia ella apareció interrumpiendo la clase y, de nuevo, mi vida. Con un aspecto más formal que con el que yo la recordaba, se había dirigido al profesor mostrando la misma pasión en la conversación que buscando el cómic y provocando la misma irresistible atracción por mi parte.

Me matriculé en todos los cursos de cocina que dieron ese año, y si bien aprendía a elaborar platos exquisitos, no volví a verla por allí.

Tuve que esperar a que llegara el Carnaval para volver a coincidir con ella.

Como cada año, una costurera me elaboraba un modesto disfraz acorde con el tema elegido para las carnestolendas. En esta ocasión se trataba de personajes literarios. Después de mucho pensarlo, opté por usurpar la personalidad del Capitán Nemo. Tras varias visitas a la costurera, fue precisamente el día en que me probaba las mangas de la chaqueta cuando ella entró en el taller y, de nuevo, en mi vida.

Por supuesto que no se acordaba de mí, porqué iba a acordarse si nunca habíamos hablado. En cambio ella seguía igual de bella, igual de apasionada y bastante más distendida que la última vez que la había visto.

Estuve apunto de decirle algo, de invitarla a una cerveza, de proponerle una cita, pero un Nemo sin mangas en la chaqueta carece también de valor y, de la misma forma que llegó, volvió a desaparecer entre cortes a medida.

Como era de esperar, la siguiente vez que la vi no la esperaba, y lo que es mejor: todo lo que ocurrió fue inesperado.

Era un noviembre desapacible, probablemente uno de esos días que aparecen en las estadísticas locales como el peor de los últimos mil años. El viento castigaba los oídos y las olas, una playa deshabitada. Allí estaba yo perdido en mis pensamientos cuando se dio un extraño fenómeno natural. Del agua comenzó a subir una gruesa columna de agua hacia el cielo. Casi parecía imposible lo que veía. Me froté los ojos pensando que quizá se trataba de un efecto óptico, pero cuando más concentrado estaba, una voz me dijo:

-”Se llama manga. Se produce como consecuencia de un torbellino atmosférico. Es un fenómeno muy raro, especialmente en estas latitudes”.
No tuve que mirar. Supe enseguida que se trataba de ella. ¿Cómo? No lo sé, pero estaba seguro. No quise mirar, pero ella siguió hablando. Dijo tantas cosas y puso tanta vida en ello, que no quise interrupirla.

-”Es normal”, dijo en un momento, “que no te acuerdes de mí. Hemos coincidido tres veces, pero no tenías por qué saberlo”.

-”Lo sé”, contesté, “La primera vez buscaba cómics mangas, la segunda estaba aprendiendo a manejar la manga en la repostería y, la tercera vez, estuve a punto de llamarte, pero me estaba probando las mangas de un disfraz, y ahora, ésta”.

Se puso de puntillas, se apoyó ligeramente a mis hombros y me besó.

-”Ya sabes como convocarme a tu lado”, dijo antes de desaparecer como desaparecía la manga sobre el mar.

Tardé más de lo esperado en atar cabos. No comprendí lo que quiso decirme y cuando lo comprendí me pareció una idea tan estúpida que me negué a creerla.

Pasaron los días sin que la idea se me fuera de la cabeza. Existía una forma de convocarla junto a mí, pero no era lógica. Así estuve dando vueltas a la cabeza hasta que, en un mercado agrícola, encontré mangas. Compré varias con el propósito de comprobar la estúpida teoría y comprobé que no aparecía ella en ningún lado.

Decepcionado me fui a casa, preparé algo de comer y justo en el momento en que me disponía a pelar la manga, el timbre de la puerta sonó. Dejé la fruta, me limpié las manos y al abrir allí estaba ella.

-”Has tardado en comprenderlo. No siempre lo que nos une tiene que ser lógico”, me dijo. “¿Vas a dejarme pasar o tendré que esperar aquí a que te la comas?”

Y la verdad es que no entiendo nada, pero desde entonces tengo siempre la nevera llena de mangas, me hago las camisas a medida, práctico la repostería con asiduidad ha crecido mi afición por el cómic nipón y hasta sonrío cuando alguien me hace un corte de manga.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Frente al mar

Sentada frente al mar hacía memoria de los años con su primer matrimonio. Realmente no recordaba haber sido especialmente infeliz, pero hasta hacía pocos meses no había comprendido todo lo que ese tiempo había supuesto para ella.

Él era un tipo casi normal. No era una lumbrera, pero sí inteligente; no contaba con una belleza irresistible, pero sí con un atractivo especial; no era carne de gimnasio, pero tampoco de bar; no era el más gracioso, pero sí que tenía un peculiar sentido del humor que, una vez que se cogía, aumentaba la admiración por su inteligencia, lo hacía más atractivo y lo convertía en la persona ideal para tomar una copa.

Si de algo se le podía “acusar” (así, entre comillas), era de no ser especialmente expresivo. En los seis años de matrimonio quizá sólo le dijo que le quería en sus aniversarios, tras el nacimiento de su único hijo y cada noche antes de dormirse.

A la hora de hacer el amor casi era imposible arrancarle un gesto o un sonrisa, de hecho nunca lo vio siquiera parpadear.

En tres ocasiones reconoció lo guapa que estaba. En tres ocasiones que recordara durante casi media década.

De alguna manera fue su principal argumento cuando rompió la relación: “Necesito a alguien que me diga que me quiere, que me hable de amor, que me haga sentir querida”, le dijo, pero ni siquiera ahí mostró tener más sangre en las venas de la que podría tener en la camisa.

Había conocido a un chico que no hacía más que decirle lo guapa que era, lo inteligente que era, lo apasionada que era, y todo lo que la quería, y con las cosas así no había comparación posible, tenía que dejarlo. Ella necesitaba alguien mucho más entregado, que se diera cuenta de que ella estaba y era mucho más.

Diez meses después las cosas habían cambiado. Seguía con aquel chico, y aunque el discurso era el mismo descubrió que ya dudaba del contenido.

Le decía que la quería una docena de veces al día, pero nunca llegaba temprano a casa por estar un ratito más con ella; y aunque mostraba una pasión desmedida en la cama, le faltaba tiempo para levantarse a comer algo frente al televisor; cierto es que no había día que no reconociera lo guapa que se ponía al salir de casa, pero no tenía problema en mirar y comentar lo guapas que iban otras mujeres, incluso los días más especiales entre ellos.

Ahora, frente al mar, el lectura sobre su primer marido no era igual que hace unos meses cuando lo dejó. Cierto es que no le decía te quiero a menudo, pero ahora reconocía que la abrazaba en cada momento que tenía oportunidad; y si bien no le dijo mucho lo guapa que estaba, nunca miró a otra mujer ni hizo comentario alguno sobre nadie que no fuera ella, incluso cuando en las reuniones de amigos discutían sobre bellezas de cine él insistía en que ninguna con su mujer; y si era cierto que mantenía un brutal silencio tras el sexo, no lo era menos que transmitía con sus abrazos una ternura que ahora echaba de menos.

Frente al mar no se arrepentía tanto de haberle dejado como de no haber sabido interpretar las señales, de entender tarde los signos que le había dibujado, de reconocer la grandeza sólo cuando la hubo perdido.

jueves, 1 de diciembre de 2011