miércoles, 26 de septiembre de 2012

Así es la vida


No sé cuántas veces me reencarné antes de encontrarla. Ciego como estaba, reconocí sus labios nada más rozarlos con los míos. Sólo el dolor de la alegría al verla sonreír me advirtió de que el desamor me causaría la muerte. Pero, ¿quién tiene miedo a la muerte si sabes que sólo su recuerdo aliviaría una eternidad en el infierno? Eso pensé aunque ahora lo dude.

Quizá fuera mi última esperanza de alcanzar la felicidad. No de reírme entre amigos, o de pasar un rato agradable. Era la respuesta a cientos de noches y de días en donde nadie llenaba los huecos vacíos de mi corazón.

Pasamos unas semanas viviendo en la gloria. Abandoné todo aquello que me había dado razones de vivir, porque nada había más bello ni más importante que ella. Sin ella no había presente ni futuro, y el pasado sólo fue algo necesario para alcanzarla.

Fueron unos cuantos días, semanas, algunos meses, hasta que llegué a casa y la vi haciendo la maleta.

                “¿Qué haces?” –Pregunté.
                “Me voy” –Contestó ella.
                “¿A dónde?”
                “Lo he encontrado”
                “¿A quién?”
                “No sé cuántas veces me reencarné para encontrarlo. Ciega como estaba, reconocí sus labios nada más rozarlos con los míos. Sólo el dolor de la alegría al verlo sonreír me advierte de que el desamor me causaría la muerte. No sé si lo entiendes, pero me tengo que ir”.

Ya no dije nada. Cómo no iba a entenderlo. Me senté en el sillón y pasé varios días sin moverme, dando cabezazos de vez en cuando en el mismo sillón.

Volví al trabajo, y un poco más tarde a retomar una vida que no me llenaba, pero me mantenía en la vida.

Un año más tarde la encontré en una parada de taxis. Nos saludamos con cortesía y traté de mantener cierta distancia, pero no pude. A pesar de intentarlo tuve que preguntarle por su relación, por cómo le iba.

                “Me dejó. Apareció la mujer de su vida y me dejó”.

Yo le contesté que lo sentía, que esas cosas pasan, y me despedí de ella con una mirada solidaria.
Al dar la vuelta me sonreí, “así es la vida de caprichosa”, recuerdo que pensé y comencé a tararear una canción de "Elefantes". Desde entonces vivo mucho más feliz, más relajado y hasta sonrío con más ganas que nunca.



sábado, 15 de septiembre de 2012

Casiopea


Sólo cuando perdí el timón de la nave me di cuenta de que los años de preparativos no habían servido para nada. De nada, los cursos de primeros auxilios ni de mecánica; de nada, la señalización de las salidas de emergencia ni la disciplina; de nada, los meses estudiando las cartas de navegación, las corrientes y los flujos; de nada, las estrellas ni el sol; de nada los aplausos a mi salida ni los augurios ni las buenaventuras prometidas. Desde mi salida todo han sido sorpresas y despropósitos.

Nadie me advirtió que con un barco no se debe intentar llegar a Casiopea, pero me vendieron el barco y un fin de semana en la luna, y yo compré. Necesitaba la meta, el objetivo, el destino final en donde mi felicidad habita.

Desde que perdí el timón tampoco puedo dar la vuelta, ni maldecir a quienes me miran desde la costa porque tampoco ellos saben cómo debía hacerlo. Quizá sólo admiran que alguien trate de alcanzarla una constelación, pero nunca se han planteado navegar sobre las nubes porque los pies de plomo les recuerdan que no tienen otro destino que mirar a quienes intentan dar pasos en el espacio a gravedad cero.

Debí darme la vuelta desde que el velero perdió el mascarón de proa, pero no sé si me faltó valor para descender, o para defraudar a quienes creyeron en mí o es que prefiero perderme en el fracaso a reconocerlo. El caso es que saludo asomado a estribor mirando unos puntitos que no sé siquiera si tienen ojos, oídos o cabeza, sin saber qué estoy haciendo.

No tengo posibilidad de sobrevivir, pero tampoco la tenía antes de partir. Así que por ahora me queda esperar con la cara vuelta a Casiopea y disfrutar de la caída cuando el barco termine por desintegrarse.

Pinchar: http://www.youtube.com/watch?v=qXR94CQBm0U

lunes, 10 de septiembre de 2012

Un agujero negro llamado ombligo


La incorporación al trabajo de Paco tras las vacaciones de verano le trajo de nuevo a su realidad cotidiana. Las cosas no habían cambiado demasiado. La mayor parte de sus compañeros y compañeras ya habían llegado y sólo alguno que por motivos organizativos había retrasado su salida, también dilataba su llegada.

Tras los protocolarios saludos y el intercambio de anécdotas vacacionales, su jefa le señaló sus tareas inmediatas. Al empezar a despacharlas no pudo más que llenarse de mala leche. Siempre le tocaba a él la tarea más compleja “mientras estos no hacen más que tocarse los cojones”, pensó.

Miró por encima de su ordenador y comprobó que sus 16 compañeros y sus 9 compañeras se observaban pensando lo mismo. Sólo uno, el único que no había podido tomar vacaciones por exceso de trabajo, mantenía su mirada fija entre la documentación y el ordenador.

Juan no era de los que se ponían al volante después de beber, pero allí estaba soplando ante la Guardia Civil después de haberse tomado unas cervezas para celebrar el nacimiento del primogénito de una pareja amiga. “Tiene que dejar aquí su vehículo o avisar a alguien que pueda llevárselo”, le dijo el agente mientras rellenaba el formulario de la multa que debería pagar y que le acarreaba la pérdida de unos cuantos puntos.

Cuando bajó del coche maldijo su mala suerte. Nunca conducía si bebía, pero “para una vez que lo hago”, se dijo, “tienen que pararme a mí”. Tan absorto iba preguntándose por qué esas cosas sólo le pasaban a él, que ni cuenta se dio de que pasaba entre una docena de coches y otros tantos conductores que, como él, maldecían su mala suerte.

Nunca pensó Lucía que su marido le pidiera el divorcio. Las cosas no parecían ir tan mal, no más crisis ni más dificultades que las que podía presentar cualquier matrimonio después de ocho años nadando entre lo bueno y lo malo. No recordaba nada que hubiese hecho para merecer ese desprecio, ese abandono. Él le juraba y perjuraba que no había otra ni que la decisión se debiera a algo que hubiese hecho o dicho. “Entonces, qué. Por qué. A cuento de qué”, espetó una y otra vez a su todavía marido, para nada.

Cuando él cerró la puerta de casa llevándose una maleta con parte de su ropa y de sus años más felices, ella se derrumbó en el sofá. Prácticamente no durmió en toda la noche. Por la mañana telefoneó a su jefa para contarle que no estaba en condiciones de trabajar, que algo terrible le había sucedido, que los expedientes de desahucio y los de abandono familiar estaban listos para enviar. También dio instrucciones para recordar que de las 60 familias que iban a quedarse en la calle, la mayoría tenían menores a su cargo y que había que llamar a los Servicios Sociales por si era conveniente separarlos de sus padres si estos no tenían a donde ir. En cuanto a los de abandono familiar, se trataba de unos hermanos, el mayor de ellos de 12 años, que llevaban casi un año viviendo solos en una cueva, sostenidos por la solidaridad de los vecinos y la mendicidad.

Tras colgar, volvió a su mar de lágrimas odiando al mundo por lo que le había hecho a ella.

sábado, 1 de septiembre de 2012