martes, 21 de febrero de 2012

La experiencia, un grado

Es lo que tiene la experiencia. Al contrario de lo que se suele entender, la experiencia no se traduce necesariamente en “mala experiencia”.
            Es lo que tiene. Por lo general, salvo en raras ocasiones, solemos asociar la experiencia a “malas experiencias”, o lo que es lo mismo, somos el ejemplo más cercano y más sencillo para contar lo malo que nos ha pasado en la vida.
            Pero contra todo pronóstico, la experiencia nos da la posibilidad de valorar lo que tenemos, lo que hemos vivido, en resumen, la experiencia nos sirve para valorar lo vivido sobre cualquier otra cosa.
Todos, al menos a partir de cierta edad que puede estar entre los 25 y los 130, aprendemos el significado de cada cosa por la experiencia que establecemos con ello.
            Por ejemplarizar: nuestra experiencia como hijos es limitada. Nos dicen lo que nos puede pasar, de qué camino resulta complicado salirse y lo complicado que es la vida en su andar. Y sí, lo escuchamos mil y una vez sin entender nada o casi nada, pero he aquí que de pronto, somos padres, y esos consejos que nada nos decían comenzamos a entenderlos, y sabemos que el deseo no es etéreo sino que se lleva dentro, y que estudiar no es un capricho sino un paso hacia el futuro, y que el amor y el sexo ni es lo mismo ni es igual.
            Y esa experiencia es la que nos dice que hemos vivido, y lo que es mucho mejor, nos conmueve cuando nos hace comprender realidades que se nos escapaban. Y así, con tiempo, encuentros y desencuentros, uno y otra aprende a valorar lo que nunca valoró.
            Por eso cuando alguien nos acompaña al médico o nos va a ver a un acto que para nosotros es importante, o simplemente se tumba a nuestro lado sin decir nada que nos reclame más amor del que damos, nos parece bonito, pero nunca tan bonito como cuando lo hacemos nosotros y recordamos lo que entonces significó.
            No somos pocos los que criticamos la forma de haber sido abandonados y meses o años después comprendemos todo el amor que escondía ese abandono, y entendemos que no fue fácil tomar cierta decisión y, por el contrario, reconocemos que no hay plan B sobre lo que nos ocurrió.
          Por decir algo que lo aclare: Nadie valora mejor un postre que aquel que se ha pringado las manos en harina, ha preparado el hojaldre, ha montado la nata, ha batido el chocolate al baño maría o ha utilizado el horno a diferentes temperaturas para encontrar el punto justo. Y no valora igual un pase de 60 metros en un campo de fútbol el que lo ve simplemente como el que lo ha intentado cientos de veces y, quizá sólo le haya salido en un par de ocasiones. O el que ha estudiado piano, por ejemplo, no tiene la misma visión de un concierto que el que no ha tocado nunca un instrumento.
         Recuerdo la vez que una antigua novia montó una casa y quiso que yo participara en su decoración. No entendí todo el contenido que su propuesta planteaba hasta que yo compré una casa y sentí la necesidad de que la persona que quería me aportara su visión, porque con ella, con su visión, mi casa pasaba a ser parte suya, y allí estaría ella. Y comprendí lo importante que fue para la primera ese “tú qué opinas”. Años después, viví una situación similar, pero ella ni me miró al montar su nueva casa. También eso, gracias a la experiencia, dio más respuestas que preguntas.
         Por todo ello, no es extraño que los más viejos lloremos con cierta facilidad. No se trata de que nos hagamos viejos, se trata de que en la medida en que vivimos y experimentamos, lo que nos ocurre tiene mucho más sentido, y eso, el corazón, también lo sabe. Y si alguien más joven lo duda, que no olvide que la experiencia es un grado.

lunes, 13 de febrero de 2012

domingo, 12 de febrero de 2012

En piragua

El vaivén de las olas me hipnotizó desde que descubrí al mar. El olor, el sonido del agua al caer sobre sí misma, la espuma en la orilla, la sumisión al llegar a la costa y su rebeldía en la profundidad… Era sólo cuestión de tiempo que me comprara el más bello delos barcos para surcarlo.

         Era un velero de cuatro palos, con camarotes, dos baños, equipo de sonido, una cocina que ya quisiera el Bulli. No había nave más bonita sobre el mar ni hombre más feliz sobre la tierra. Mi buque y yo, ahí, juntos.

         Claro que pronto descubrí que subir y bajar tanta vela me agotaba, y hasta algún susto tuve las tardes de tormenta cuando, sin motivo aparente, el viento parecía ponerse en mi contra y casi no daba tiempo de recoger velas y por largos ratos el barco quedaba en manos de corrientes de aire que lo llevaban a zonas más profundas y peligrosas.

         Tantas veces tuve que recoger velas y amarrarme al timón que el navío terminó por no parecerme tan hermoso, y comencé a envidiar a los que con naves más pequeñas y manejables, volaban sobre el mar, disfrutaban más que yo al no tener que limpiar tanto, reparar tanto, correr tanto de un lado para el otro…

         No fue fácil despedirme de él, pero terminé vendiéndolo a un comprador que me recordó a mí unos años antes. La misma emoción, su primer barco y la misma mirada buceando en el mar.

         Convencido de que había aprendido la lección, invertí lo ganado en una nave de apenas seis metros. Sí, sólo un baño y un dormitorio, pero una cocina digna y un espacio habilitado para usar de comedor-sala de trabajo-espacio lúdico. No necesitaba más. Desde cubierta miraba con displiciencia a los navegantes que viajaban en buques como el que yo había tenido, convencido de que pronto se darían cuenta de su error y comprenderían que mi barco era el mejor.

         Fue una sorpresa descubrir que si bien era más manejable y veloz, quizá no era tan seguro, y con el embate del mar el barco era una cáscara de nuez en el océano, así que podía ser ideal para zonas costeras, pero en el mar profundo se volvía peligroso navegar.

         Al llegar a puerto me decidí por un balandro, pues para estar cerca de la costa no necesitaba ni camarotes ni baños ni cocina, y así comprendí que si bien no estaba mal, sólo con que lloviera o las olas fueran ligeramente altas, la incomodidad dentro era demasiada. No tardé demasiado en alquilar un piso en tierra firme para pensar bien qué y cómo hacer.

         Con el tiempo me acomodé a estar en tierra firme, eso sí, junto al mar y con vistas. Cierto es que no navegaba ni vivía aventuras por mares y océanos, pero estaba cómodo y feliz, y decidí vender el balandro y comprar una piragua, una de esas de plástico, con unas palas también de plástico, pero que dicen que son insumergibles.

         Con ella me voy a la playa los días en que la hipnosis me obliga a acudir al agua. Eso sí, siempre cuando el océano es un plato y mi piragua va dejando esa estela que me marca también el camino a casa.