lunes, 11 de enero de 2016

Frida


Llegó a mi vida hace 12 años y un mes, poco más o menos, y de casualidad, cuando no la esperaba y por una "devolución en caliente" de alguien que pensó que los perros reales eran de trapo y una propietaria que necesitaba sacarla cuanto antes de su casa.

Cabía en una de mis manos y dormía como una bendita sobre la barra de cualquier bar. Me conquistó desde el primer momento que me miró -la misma mirada que en la imagen-, y desde entonces hasta el sábado fue parte de mí tanto como yo de ella.

No puedo decir que era mi perra porque yo tampoco era su dueño. Nos disgustaba ir amarrados, yo respetaba sus espacios y ella los míos. Llegamos a buenos acuerdos de convivencia -por ejemplo, ella me dejaba echar una siesta siempre que antes le dedicara unos cuantos minutos de mimos-, y soportaba mis mudanzas si nuestro destino tenía alguna ventaja para ella.

Creo -o quiero creer- que incluso la decisión de dejarla ir fue consensuada. Frida no estaba hecha para llevar una vida de perros y vivirnos así no era posible.

Aún con el dolor, sé que en mi vida soy un hombre afortunado, que he tenido el amor de mi familia, me he sentido querido por mis parejas cuando las tuve, siento la permanente cercanía de mis amigos y amigas... ¡Ay! Pero Frida...

Y hace apenas 48 horas me vi sujetando, con las mismas manos que la acogieron para compartir la vida, su cuerpo para que se fuera. Sin una correa ni un collar que la dejara junto a mí, cerrando todos los despertares en los que se sentaba en la puerta de la habitación esperando que llegara hasta ella, y los paseos por Agaete, y los pateos por la cumbre, y los baños en el mar, y los juegos con los niños del vecindario, y los ratitos tumbados solos, y sus mimos y los míos, y su imagen tras el cristal esperando a que llegara o viendo cómo me iba... Cerrando la carpeta del amor incondicional y la fidelidad infinita. Acabando con sus juegos, con sus ladridos de alegría, con su pasión por todo lo que botara y lo que es más doloroso, con su mirada llena de vida. 

Pero ahora que no está para recibirme ni despedirme, ahora que puedo caminar a oscuras sin temor a pisarla, ahora que no se tumba a mis pies al tocar la guitarra, ahora que pudo cocinar sin vigilante, ahora que no tengo que compartir los helados de Mercadona, ahora que el fondo de los yogures lo puedo rebañar, ahora que puedo vivir sin obligaciones, ahora que dejan de aparecer pelos en los sitios más insospechados, ahora todo es más difícil.

No voy a dramatizar. No ha sido la pérdida de una persona ni el dolor de perder a un hijo o a una hija, pero sí creo dos cosas: El mundo es un poquito peor sin ella y, como diría Neruda, existe un cielo para perros. Frida merece esa recompensa.

Supongo que allí jugará con Vesta, Balú, Tim, Kaiser y Yampa, y que se encargará de presentar a Bronte y a Nika cuando lleguen; y que mi padre se encargará de cuidarla, que Tata la biencriará con el cariño que nos biencrió a todos, acompañará a Clara a tomar ese sake caliente a cualquier terraza donde dé el sol, Claudio la llevará de pateo a saber por qué caminos y, por fin, Lucía tendrá una mascota que vele por ella como lo hizo por mí. Y el día menos esperado, se levantará de donde esté, agudizará el oído y el olfato, y moverá el rabo como hizo cada mañana durante doce años, anunciando mi llegada.

Y allí volveré a abrazarte, compañera.


viernes, 8 de enero de 2016