domingo, 26 de junio de 2011

Corto de vista, larga de piernas

Él era corto de vista y ella, larga de piernas. Quiso el destino que sus vidas se cruzaran en un breve instante. Su tacón de aguja no resistió toda la noche, y la obligó a tambalearse hasta agarrarse a él, dejando sus caras a pocos centímetros.

         Hasta entonces, ella sólo era una sombra con figura femenina. Pero de cerca, ahora que podía contemplarla, se le antojó la mujer más bella que hubiera conocido. Con la excusa de ayudarla con el zapato, se arrodilló para sujetarle el pie, pasando sus ojos a pocos centímetros de su cuello, su pecho, su ombligo, sus muslos, sus rodillas, para terminar clavando la mirada en un tobillo perfecto que sobresalía de un zapato sin tacón.

         Ella, que no había reparado en su presencia, se vio sorprendida por la fuerza del brazo masculino al sujetarla, la calidez de su voz al calmarla y la delicadeza con que la trataba. Sin tacón, él había crecido los centímetros suficientes como para convertirlo en un hombre más que atractivo.

         Inseguro de sí, pensó que una mujer como aquella nunca se fijará en él, que no se podía aspirar a que la vida le diera una sola oportunidad con ella, y como era corto de vista no se dio cuenta de que ella lo miraba como no había mirado nunca a otro, así que una vez arreglado el calzado, se despidió y la condenó de nuevo al mundo de las sombras con figuras femeninas.

         Ella, segura de sí, temió enamorarse como no lo había hecho hasta entonces, y cansada de desengaños y frustraciones que no le habían llevado a ningún lugar, aprovechó sus largas piernas para poner tierra de por medio.

jueves, 23 de junio de 2011

No quiero

El día que nació ya todo el mundo supuso que el bebé quería ir con su madre. En la infancia, decidieron que el niño quería jugar al ajedrez. Ya en la adolescencia era evidente que el muchacho quería estar solo. En la juventud se supuso que el joven quería ser arquitecto. Al cumplir los treinta y tantos, los que le rodeaban coincidieron al afirmar que sentaría cabeza con una muchacha. Ya convertido en señor, los demás presumieron que quería retirarse y disfrutar de sus nietos lo que no había disfrutado de sus hijos.

De viejo, hizo memoria, y apuntó en una hoja:
"De bebé no quería estar cabeza abajo recibiendo golpes en las nalgas, así que extendí mis brazos hacia la primera persona que vi tumbada. De niño no quise estar en el equipo de baloncesto, demasiado esfuerzo físico. Como adolescente no quería que me estuvieran preguntando a cada rato qué me pasaba, y me escondí de todos. Ya más joven, no quise ser médico como mi padre; y con treinta y tantos, con todos mis amigos casados, no quise quedarme solo. Cuando fui ya un señor, no quise perderme la infancia de mis nietos como perdí la de mis hijos.

Ahora ya viejo, puedo decir que todos interpretaron las señales, pero no correctamente. Mi vida" -escribió- "no estuvo marcada por lo que quise, como se cree, sino por lo que no quise.

A simple vista puede parecer lo mismo, pero no es igual. Y ahora escribo no porque me apetezca, sino por que no quiero repetir los mismos errores".

domingo, 19 de junio de 2011

Bendito el árbol

Bendito sea el árbol, que tiene como único objetivo en su vida crecer. Ni necesita ni quiere ir más allá. Sólo crece. En el único saliente de un acantilado, en la valla de un cementerio, en la periferia del bosque, en el centro del prado…

            Allí donde esté, echa raíces y se sitúa para el mundo.

            Dará sombra para la siesta sin importarle a quién, cobijo a los nidos sin escuchar las historias sobre otros pagos que pueden contarle las aves migratorias, descanso a los caminantes sin interesarle a dónde van ni de dónde vienen, palabra al viento del norte y al del sur sin escucharles.

            Bendito sea el árbol, que soluciona sus problemas a base de tesón, abriéndose paso en el asfalto o en la roca, que cede ante el viento y se inclina hacia la luz por pura supervivencia.

            Bendito sea el árbol, que cierra sus propias heridas, que no corre frente al fuego, que se hace más grande con el paso del tiempo, que ni sonríe ni llora ante nada ni ante nadie.

            Bendito sea el árbol, que nos enseña la suerte que tenemos de aprender,

            de soñar,

                        de sentir

                                    y de amar bajo su sombra.

viernes, 17 de junio de 2011

Mil gracias

Contra todo pronóstico, este blog que nació con la intención de compartir algo con alguien, alcanzó recientemente el millar de visitas mensuales. Mi propuesta sería que nos viéramos cuantos pudieran en Gran Canaria y además de conocernos y compartir un ratito, compartiéramos unas copas y hasta algunos pensamientos.
Como no conozco a la mayoría y sé que hay gente que entra a la página de lugares lejanos (es lo que tiene Internet), de momento me conformo ("de momento") con darles mil gracias por estar a ese otro lado de la pantalla, con nombres o anónimamente.
Un abrazo

El cielo que espero

Uno, que es como es, no cree en el cielo. Al menos no cree en el cielo como espacio físico atemporal en el que se premia a los buenos sobre los malos. En cambio sí creo en el cielo que vivimos, en las experiencias que nos hacen experimentar sentimientos que nos sobrepasan, que nos hacen crecer tanto que los límites del cuerpo se convierten en una maldición, momentos en los que dejamos de ser nosotros para sentirnos parte de algo infinitamente mayor.

            Así, por ejemplo, toqué el cielo en el parque nacional de Yosemite, tumbado al sol en un pico, con cientos de kilómetros cuadrados de pinos y secuoyas cubriendo la distancia entre mi lugar de descanso y el horizonte. Sobre nosotros (andaba con Rubén recorriendo la costa oeste de EEUU), volaba un águila de dimensiones mesozoicanas. Mientras la veía deslizarse entre corrientes de aire, un lejano silbido se fue acercando, haciéndose más fuerte cada milésima de segundo, y convirtiéndose en una autentica manifestación de cientos de miles de millones de hojas agitadas por el viento.

            De pronto, ese aire, ese ruido, esa canción de la naturaleza que había comenzado hacía un minuto en la lejanía, alcanzó la cima y siguió hasta el águila. Durante una decena de segundos, secuoyas, pájaro y nosotros, formamos parte de un todo, nos convertimos en aire, volamos y echamos raíces…El viento nos atravesó, por ósmosis o por empatía, el viento penetró por las botas, la camisa, la piel los pulmones, el hígado, las vísceras, la médula, tímpanos, lagrimales, y cada pelo que me cubre…

            Fueron sólo unos pocos segundos, pero me llevaron a un extremo de paz y de comunión con lo que me rodea cercano a la promesa celestial.

            También atravesándome por completo me acercaron al cielo leer a Benedetti, las conversaciones con Isabel, las cenas con Emilio, los ratitos con “romeros sin frontera”, la partida anual de mus con Rafa, Víctor y Yeyo; el canon & gigue de Pachelbel; los mimos de Frida cuando llego a casa destrozado, algunos abrazos con mis hermanos y mi madre, y algunos despertares junto a ángeles sin alas que han compartido parte de mi vida.

            Pero he de reconocer que todos esos cielos que me aguardan a la vuelta de cualquier esquina, no son comparables con la tibieza del vientre de la persona amada junto a mi mejilla. Este es el único cielo que se convierte en una estancia en el paraíso con tooooodos los gastos pagados.

domingo, 12 de junio de 2011

Ojos de gata

Seguir a flote

Navego en un barco que hace agua, tanta que a veces estoy más seguro fuera que dentro. Pero el barco flota, se resiste a sumergirse en el abismo azul.
Hay veces, incluso, que parece navegar a gran velocidad, pero normalmente es sólo la sensación en la cara del viento.
A simple vista es sólo un cascarón, sí, pero por ahora inhundible. Junto a él han pasado veleros, canoas, catamaranes, barcos de guerra y hasta esos que preparan paellas a bordo para los turistas. Cuando no estoy achicando agua, veo pasar muchas veces los restos de sus naufragios cuando, en su afán por ser más de lo que son, terminan chocando contra arrecifes y peñas.
Mi barco, también fue una gran nave, y está como está porque en su tiempo también chocamos contra arrecifes, peñas y hasta algún que otro iceberg, pero logramos seguir a flote a pesar de nuestras heridas.
Conscientes de la debilidad, procuramos no ir siempre contra corriente, ni acercarnos demasiado a la costa, pero tampoco buscamos desafíos mar a dentro ni vientos huracanados que nos hagan volar. Realmente navegamos por el puro placer de navegar, de sentir el bramido del mar en la proa y el silbido del viento al rozar los cabos del mástil.
Jugamos con los delfines, damos de comer a las gaviotas, nos dejamos mecer por el mar y tratamos de no quemarnos al sol más allá de lo aconsejable.
Quién nos ve siempre a medio flotar, con remiendo en las velas y con la ausencia de un palo perdido en un temporal y que nunca volvimos a poner, piensa que nos queda poco, que la cosa pinta mal, muy mal, en un futuro inmediato. Mi barco lo sabe y yo lo sé, pero no podemos evitar disfrutar mientras sigamos a flote.

viernes, 10 de junio de 2011

Mi reino no es de este mundo

-¿Sabes que eres raro?
- No, no lo sé, estoy seguro. ¿Pero por qué lo dices?.
- Porque eres raro.
- ¿Pero lo dices por algo?
- Claro, no hay forma de hablar contigo.
- ¿Y qué estamos haciendo?
- Hablar, pero no de lo que yo quiero.
- ¿Y de qué quieres hablar?
- No te lo voy a decir.
- Pues va a ser difícil que hablemos de lo que tú quieres si no me lo dices.
- Es que no me dejas.
- ¿No te dejo qué?
- Decir lo que quiero.
- Ya me dirás cómo te lo impido.
- No me lo impides pero no quieres escucharlo.
- No sé qué quieres que escuche si no me lo cuentas.
- Te lo contaría si tuviera confianza.
- Pues nada. Ya hablaremos cuando tengas confianza y me lo quieras decir.
- ¡Lo ves!
- ¿El qué?
- Cómo no tienes ningún interés.
- En qué.
- En nada.
- Perdona, hay mil o treinta mil cosas que me interesan, pero no sé de qué estás hablando.
- Como todos los hombres. Si tienes un problema, a darle la espalda y a correr.
- Está bien. Lo acepto. Pero me costaría menos si supiera de qué problema hablamos.
- Como si no lo supieras.
-...
- Claro, ahora no dices  nada.
- Es que no sé de qué hablamos.
- ¡Lo ves!
-...
- Si es que escribes muchas cosas, pero después, en la realidad, no eres capaz de asumir lo que dices.
- A ver. Organicémonos. ¿Qué es lo que he escrito o dicho que no sea capaz de asumir?
- Tú sabrás.
- ...
- Ves como lo sabes.
- ...
- Claro. Ahora no dices nada porque tengo razón.
- Por Dios. Estoy seguro de que sí, de que tienes razón, pero dime en qué.
- Como si fueras tonto.
- (Ni una palabra pero lágrimas de desesperación)
- No, si es la salida fácil, hacer como si no te enterases de nada.
- (Más lágrimas y algo de desesperación).
- Bueno, entonces ¿qué haces?
- Qué hago de qué, con qué o para qué...
- Tú, con tal de humillarme...
- !!¡¡???¿¿??¡¡¡!!!
- No, si es lo que esperaba de ti...
- (Dios mío, por qué me has abandonado)
- Nada. Vete para tu casa. Para estar así...
-....
- No, si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú... Si tú...
- (Me dirijo a la persona que hay dentro de mí, ¿hay alguien al otro lado?)...
- Y tú... y tú... y tú... y tú... y tú... y tú... y tú... y tú... y tú...
- Camarero, una copita...
- Porque tú... porque tú... porque tú... porque tú... porque tú... porque tú... porque tú.....................

lunes, 6 de junio de 2011

Sentidos y sensibilidad

Asumimos con naturalidad, y con razón siempre que estemos en posesión de todos los sentidos, que la vista es el primero de ellos que se pone en marcha cuando conocemos a alguien. La presencia, la forma de vestir, los rasgos de la cara, el color de los ojos, etcétera, son los primeros datos que procesamos y de ellos dependen las primeras valoraciones.

            No obstante, parece curioso que, por lo general, sea precisamente el sentido de la vista el que menos tiene que ver con el amor, quizá por ser tan vital en la primera impresión, lo que lo descalifica a medida que vamos poniendo en uso otros sentidos.

            Personas que según el sentido de la vista resultan poco estéticas, terminan en muchos casos siendo hermosas en cuanto las conocemos más, y si bien lo estético prima en un primer momento, las demás características que los sentidos pueden percibir van colocándose delante de ella.

            Un hombre o una mujer bellísima, si desprende un olor que no nos resulta agradable, o el tacto de su piel produce cierto rechazo, o sólo escuchamos idioteces, o el sabor que detectamos en su cuerpo nos impide acercarnos tanto como quisiéramos, la relación amorosa (y no hablo sólo de sexo) resulta especialmente complicada.

            En cambio, el caso contrario lo vemos de forma habitual. No todos los o las que conocemos son físicamente Venus o Adonis, pero recordamos de ellos y de ellas el olor de si piel, el sabor de su boca, la calidez de sus manos o las conversaciones compartidas.

            Somos capaces de reconocer una voz en un tumulto y hasta podríamos decir la temperatura corporal de la persona que se levanta a nuestro lado. Al final, cuando una relación (sea de la profundidad que sea) se termina, probablemente, el sentido de la vista no es el que más nos cuesta que se adapte a la nueva situación.

            Quizá por eso, para evitar distraernos, cerramos los ojos cuando queremos sentir algo más profundamente.

            Esto, que en principio es una teoría que puede tener cierto fundamento, cada vez sirve para menos, ya que hay que ver la cantidad de gente que vive de las apariencias. 

viernes, 3 de junio de 2011

El frío

Acababa de llover y la humedad aumentaba la sensación de estar a una temperatura muy baja. La noche se acentuaba por culpa del apagón que varias filas de farolas sufrían, dando un toque siniestro a la calle, donde el silencio amplificaba cualquier ruido.

         Hacía sólo algunas semanas que me había mudado a la nueva casa, y aún tenía que llegar y pasear a los perros que habían estado todo el día sin salir y sin comer.

         Al pasar a la altura del número 25, como de la nada aparecieron unos pies descalzos. Me asusté. Al mirarlos descubrí que pertenecían a una mujer joven, con un traje demasiado corto y demasiado fino para la noche de perros que hacía.

         No quise entretener mucho la mirada, me pareció hermosa, quizá demasiado pálida y tan mojada que parecía haber estado bailando bajo la lluvia.

         Superada la primera impresión y mientras el corazón recuperaba su ritmo vital, saludé con un escueto “buenas noches”, a lo que la muchacha contestó con educación.

         Llegué a mi portal, subí hasta mi piso, abrí la puerta y fui recibido por Tolo y Tola –diminutivo de Bartolo y Bartola-, una pareja de beagle que convertían cada llegada en una fiesta.

         Sin sacarme de la cabeza a la chica y el susto del pecho, tras comprobar si los animales tenían agua y que no había ningún estropicio en la casa, me asomé a la ventana a comprobar si la joven seguía en el portal del número 25. No estaba, o al menos yo no la vi.

         Cogí un jersey y salí a la calle de nuevo con los chuchos.

         Por alguna extraña razón Tolo y Tola se resistieron a seguirme, y estaba pendiente de ellos cuando volví a pasar por el 25 de la calle. Allí estaba ella, en la misma postura en que la había dejado.

         Pensé que debía tratarse de una vecina que habría discutido con su pareja o con sus compañeras de piso. Como ya le había dado las buenas noches intenté dar cierta normalidad al encuentro advirtiéndole de que los perros, aunque andaban sueltos, no eran peligrosos. Ella los miró y dijo con evidente carga de pena: “No te preocupes. Mis primeros encuentros con animales no suele ser muy buenos. Después todo cambia”.

         No le di mayor importancia, aunque el tono me confirmó que había tenido una discusión hacía poco o que algo le preocupaba mucho.

         Algo había en ella que me resultaba especial, y no eran sus facciones, que también. Era algo más espiritual, algo que no terminaba de saber si era atracción o rechazo. Un sentimiento que costaba discernir entre “cuídate de ella” o “acércate a ella”. Fuera como fuese, cuando volví a casa del paseo con los perros, lo hice por el mismo camino. Al verla de nuevo no pude resistirme.

         -¿No tienes frío?-, pregunté.
         -No, la verdad-, contestó.
         -¿Vives por aquí? Es que con la que está cayendo no sé si deberías abrigarte un poco.
         -No, yo vivo en un trastero de la calle de Lord Bayron. Una casa muy coqueta con jardín y perro. Un animal muy agresivo. Al dueño no le gusta que la gente se acerque demasiado.

         Supuse que debía tener una habitación alquilada o algo así. Un viejo trastero ubicado en el jardín que había sido arreglado para alquilar o para acoger al personal del servicio que trabajaba en la casa, estudiantes...

         - ¿Y no estás un poco lejos o es que tienes por aquí familia o amigos?-, dije mientras observaba con más atención sus gestos.
         -Viven mis padres-, dijo ella.
         -Perdona que insista-, le dije, intentando dejar claro que no trataba de presionarla, -pero, ¿no sería conveniente que si quieres estar aquí, subieras, te pusieras algún abrigo y unos zapatos?
         -De verdad-, dijo, -no me importa. No puedo subir a casa de mis padres aún, y aquí estoy bien”.

         Dentro del plano de situaciones que me iba creando en la cabeza, encajé una riña familiar que había terminado con un portazo y que ahora tocaba esperar que las aguas volvieran a bajar mansas. Extendiéndole el jersey que había cogido para mí, le dije: “ponte esto, no cojas frío y te vayas a poner mala”. Ella alargó el brazo y al tomarlo, también tomó mi mano.

         Me impresionó la temperatura a la que estaba. No era una mano fría, era una mano helada, como si hubiera tenido que cargar hielo. La sensación me recordó a la que tienes cuando, en invierno, entras en la ducha recién levantado y esperas que llegue el agua caliente.

         Ciertamente me preocupó hasta el punto de pensar en obligarle a subir a casa de sus padres. Pero la tristeza que trasmitía y el dolor que se escondía en su voz, no lo aconsejaba.

         -Oye-, le dije, -estás helada. Si no quieres subir a casa de tus padres vente a la mía. Vivo solo, con estos dos-, dije señalando a los perros que ya estaban increíblemente quietos a sus pies. –Es aquí al lado-, proseguí, -y por lo menos, podrás tomarte algo caliente y no estarás en la calle. No creas que soy un tío raro ni que estoy pensando en nada extraño.

         Ella sonrió y pareció pensárselo.

         -Venga, vamos-, dije yo para animarla y me puse a caminar hacia mi portal.

         Hasta que ella no se levantó, Tolo y Tola ni se inmutaron.

         En el ascensor hablé de que le dejaría ropa, una toalla y que si quería bañarse con agua caliente, que podía hacerlo. –Es que estás helada-, le insistí, -vas a ponerte mala seguro-.

         Le dejé un chándal de invierno, unos calcetines gruesos de lana, unas zapatillas y me fui a la cocina a calentar un tazón de leche de soja, saqué unas galletas y puse todo sobre una bandeja.

         Al llegar al salón ella ya estaba de pie delante del sofá con el modelito, que debía ser seis tallas por encima de la suya.

         -Tómate esto-, le dije colocando la bandeja sobre la mesa.
         -No gracias, no tengo hambre-, me dijo.
         -Venga muchacha, si estás muerta de frío.

         Ella sonrió con cierta melancolía, y tuve la sensación de que lo hacía pensando en otra cosa.

         Mientras tomaba la leche y las galletas, la conversación fue casi un monólogo mío aderezado por pequeñas matizaciones que ella aportaba. No obstante, ese tiempo me permitió contemplarla con mayor detenimiento y mucha más luz que en la calle.

         Quizá era algo más joven de lo que imaginaba, pero tenía una languidez en la mirada poco común. Sus manos parecían firmes, pero sus movimientos eran casi gaseosos, demasiado continuos, redondos, yo diría que irreales para una persona.

         Transmitía una extraña tristeza, pero no daba la sensación de ser la típica pesimista que te puede joder una fiesta, casi lo contrario, si no fuera por su blancura y un cierto atractivo a la hora de fijar la mirada, pasaría desapercibida.

         -Igual me meto donde no debo-, le dije, -pero me parece que no estás en tu mejor momento.
         -No-, dijo y sonrió por segunda vez.
         -Si quieres contarme algo o puedo ayudarte con algo, cuenta conmigo-, le propuse.

         Me miró, suspiró, y cuando parecía que iba a decir algo, se derrumbó sobre el sofá y antes de echarse a llorar sólo logré entenderle: “No sé ni por dónde empezar”.

         Me senté junto a ella y la abracé. Seguía helada. La envolví en una manta y nos tumbamos en el sofá.

         No sé cómo ni cuándo, pero lo cierto es que me dormí. Al despertar ella ya no estaba. Supuse que se habría ido a casa de sus padres y que ya la vería por la zona en algún otro momento. Pensé que quizá se habría ofendido, bien por quedarme dormido bien por abrazarla. Miré por la ventana hacia el portal donde la había descubierto, pero allí no había nadie ya.

         Llegué al trabajo como siempre. Tomé el periódico y al abrirlo por la sección de Sociedad quedé petrificado. La foto de la joven con la que había estado durmiendo y hablando se encontraba a dos columnas bajo un titular que advertía que tras dos años de pesquisas, la policía seguía sin rastro de una joven que había desaparecido.

         “Coño, como se parece”, recuerdo que pensé, pero a medida que devoraba la información, vi que las piezas encajaban. La calle en la que vivían los padres, la edad, pequeños detalles que demostraban que no se trataba de un parecido sino de un hecho: era ella.

         Llamé a un amigo de la policía nacional y le conté lo que había pasado. “Sé que no te lo vas a creer, pero…”, y le detallé datos sobre dónde me había dicho que vivía ahora, la calle, el trastero, el perro…

         -Joder, si tienes razón y la localizamos te doy una medalla-, prometió. –Llevamos dos años con este caso y no teníamos ni una pista. De hecho, pensamos que estaba muerta y enterrada en cualquier barranco.

         -Bueno-, expliqué, -miren primero a ver si se trata de ella, porque supongo que no seré yo el único que la ha visto en el periódico y alguien le habrá dicho que la buscan.
         -Venga, vale. Te llamo con lo que haya y te cuento.

         Dos días después sonó mi teléfono.

         -Oye, puedes venirte a Comisaría-, me dijo Ramón, el colega madero.
         -¿Qué, era la chica que buscaban?-, pregunté.
         -Vente para Comisaría y te cuento.
         -Vale, pero por lo menos dime si era.
         -Que vengas, joder. Que te cuento aquí.
         -Vale, vale-, dije antes de colgar, coger mi chaqueta y salir para la Comisaría.

         Cuando llegué me esperaba Ramón con el comisario jefe y dos personas más que me presentaron como el inspector encargado del caso y el jefe de no sé que departamento de investigación.

         -Tenemos un problema-, me dijo el comisario. –Ramón nos ha contado la conversación que habías tenido con él. ¿Puedes contarnos a nosotros la historia?

         -Bueno, historia historia no hay ninguna-, dije mientras intentaba encontrar una explicación a todo aquello. –Me encontré a una chica en la calle, estaba empapada por la lluvia, me pareció que había discutido en casa y, viendo que estaba helada, la invité a subir a mi casa para que se cambiara de ropa y tomara algo caliente.

         Obviamente me salté las conversaciones y los abrazos. Recuerdo que en ese momento me di cuenta de que si le hubiera pasado algo a la muchacha, que por entonces ya sabía que se llamaba Laura, llevaría puesta mi ropa.

         -Pero ella, ¿qué te dijo?-, preguntó el inspector.
         -La verdad es que no hablamos mucho. Me dio la impresión de que tenía problemas con sus padres y tampoco me los quiso contar. Sólo dónde vivía y que los perros y ella, al principio, no encajaban bien, pero que después eran inseparables. Era tarde, yo estaba cansado y me quedé dormido enseguida.
         -Y ella se quedó a dormir en tu casa,- afirmó el inspector a la espera de mi confirmación.
         -Sí. Bueno, no. No lo sé. Ya les digo que yo me acosté y me dormí. Por la mañana no estaba. No sé si durmió o se levantó y se fue.

         Los tres seguían mirándome fijamente, como quien está atrapado en una novela de misterio. Aquel era el primer silencio desde que había llegado y era evidente que sólo era incómodo para mí.

         -Supongo que todo esto tiene una explicación, y si me cuentan qué pasa, igual les puedo aclarar algo, pero les confieso que ahora estoy un poco perdido-, dije con franqueza.

         Por primera vez desde que nos diéramos las manos al llegar, Ramón se incorporó en su silla y se apoyó en la mesa para hablar.

         -Tenemos un problema-, dijo. Antes de seguir miró al comisario que asintió mientras se quitaba las gafas y se frotaba los ojos. Ahora era yo el que se encontraba atrapado en la novela de misterio.

         -Tenías razón. Era la chica que buscábamos y estaba donde dijiste-. Intencionado o no, hizo un pequeño parón en su explicación. –El asunto es que la hemos encontrado muerta.

         En otras circunstancias habría pensado que se trataba de una broma, pero por muy amigos que fuéramos Ramón y yo, el comisario y aquellos señores no se iban a prestar a una parodia de esta índole.

         -Joder-, dije. –¿Pero muerta cómo? Asesinada, un infarto… la verdad es que estaba helada, igual estaba enferma y no me di cuenta.

         De lo que sí me había dado cuenta es que al decir la última frase, los cuatro se miraron. La situación me acojonó por primera vez desde que había llegado. Aquel intercambio de miradas podía interpretarse como “lo hemos pillado. Excusatio non petita accusatio manifesta”.

         -No estarán pensando que yo…
         -No, no, tranquilo-, me interrumpió Ramón. –La cosa es mucho más complicada. Estaba muerta y enterrada.
         -¿Cómo?
         -Si, muerta y enterrada.
         -Pero enterrada en su casa-, intenté aclarar.
         -No, no era su casa. El trastero donde tú dijiste que vivía, era eso, un trastero.
         -Pero entonces, enterrada en el trastero.
         -Sí, enterrada en el trastero-, confirmó Ramón.
         -Mira-, dijo el comisario tomando la iniciativa, -la chica estaba muerta y enterrada en el sitio que tú nos dijiste, pero el laboratorio nos ha demostrado que fue asfixiada hace dos años, o sea, la mataron a los pocos días de su desaparición. ¿Entiendes ahora el problema?

         No supe que decir. Pasé la mirada por cada uno de los cuatro rostros que había frente a mí. Era evidente que las cosas no podían ser así, algo fallaba, pero a ellos parecía importarles menos que a mí.

         -Mira-, repitió el inspector rompiendo el silencio de la sala, -vamos a terminar con los análisis. Estamos también tomando declaración al propietario de la casa y vamos a excavar en el jardín porque tenemos sospechas de que pueden haber más cadáveres enterrados. Cuando ya tengamos esto avanzado, nos citamos de nuevo e intentamos encontrarle una explicación lógica a todo esto. Hasta entonces, Ramón estará en contacto contigo por si te necesitamos.

         Nos levantamos, nos dimos la mano y salimos todos de la habitación.

         Ramón, se adelantó para comentar algo con el comisario jefe, que le dio algunas indicaciones que no oí, y volvió hasta donde yo estaba.

         -¿Estás bien?-, preguntó.
         -Sí, creo que sí-, dije.
         -Joder, pues tienes cara de haber visto un fantasma-, rio.
         -Cabrón-, reí yo.
         -Traquilo, yo siempre he dicho que tú mujer no podía ser de este mundo.

         No dije nada.

         -Si te apetece, quedamos mañana a tomar algo y hablamos un rato de todo esto. Ya te contaré lo que se pueda contar-, dijo Ramón.
         -Venga, sí, hablamos-, dije sin saber qué decía. –Ya sé la salida, no hace falta que me acompañes a la puerta.
         -Hecho. Te llamo mañana-, dijo y nos despedirnos con un abrazo.

         No busqué taxi. Fui caminando hasta casa. Al pasar a la altura del número 25 me detuve. No había nada, evidentemente, pero me quedé un rato mirando aquel trozo de portal.

         Al llegar a casa, Tolo y Tola vinieron a recibirme, pero no hubo fiesta. Me extrañó. Al llegar al sofá, sobre el mismo estaba doblado el chándal, con los calcetines y las zapatillas que Laura llevaba la última vez que la vi.

         Nunca conté esto a la policía, ni siquiera a Ramón.

         Ahora evito sentarme siempre en la parte del sofá en el que estuvo sentada Laura, pero curiosamente, se ha convertido en el rincón preferido de los perros para echarse a los pies, y tengo la sensación de que no estoy solo.