domingo, 28 de abril de 2013

martes, 23 de abril de 2013

Cuando la sed aprieta


Llevaba toda la semana con el presentimiento de que iba a ocurrir alguna desgracia. A sus ochenta y pocos años, casi todas las noticias que podían interesarle llegaban en forma de esquela, así que bajó a comprar el periódico y a comprar algo de verdura fresca para la comida. Como siempre, antes de salir, se acercó hasta la solana, donde ella estaba, para dar parte de su salida, recorrido y tiempo de ausencia. Ella lo escuchó y le apuntó pan, té y “unas lonchas de jamón cocido si te da el dinero”, le dijo.
Él no comentó nada de ese mal augurio que había empezado a sobrevolarle hacía apenas unos días, y aunque tuvo la intención de darle un beso, se reprimió pensando que iba a saber a despedida.
Fue en ese beso que no dio en una de las cosas que pensó cuando la vio caída en el suelo entre la cocina y el salón, casi tras la misma puerta de la calle, con un brazo extendido y el otro en el pecho, como si hubiera intentado huir de su suerte por la escalera.
Soltó las bolsas y trató de levantarla, pero era inútil. Se dio cuenta de que el presentimiento ya no pesaba, ya se había disipado, y notó que su respiración se agitaba cada vez más al comprobar que la de ella había terminado. Pensó en pedir auxilio, llamar a urgencias, en gritar desesperadamente… Pero ¿para qué? Lo único que podía conseguir es que unos enfermeros la separaran de su lado. Nadie iba a devolverle la vida, pero al menos, ahora mismo, él podía acariciarle el pelo, abrazarla y darle el beso que se quedó en la puerta de la solana cuando salía a comprar.
Se acostó junto a ella. Siempre había pensado que la escena sería al revés, que sería él el primero en irse. Y maldijo su mala suerte y lloró. Lloró no sólo por la muerte de su compañera, lloró porque no era justo que la persona que amaba, aquel ángel que tenía entre sus brazos, hubiera muerto de aquel modo, tirada en el suelo frío, tratando de alcanzar la puerta, quizá para pedir ayuda o quizá sólo por buscarle a él. No era justo. Ella allí, sola, sin una mano que apretar, sin poder mirar por última vez los ojos que tanto la habían mirado. “No es justo”, se repitió.
Con la mano trató de secarle la mejilla empapada por sus propias lágrimas. Al verla, se dio cuenta de que en esos pocos minutos su mano había envejecido, y por ende, que también su cuerpo, y su mente, y sus ganas de vivir… Por primera vez se sentía viejo y se sabía solo.
En cambio, ella parecía simplemente dormida. Seguía igual de bella a sus ojos, quizá  más. Con la serenidad que le daba la muerte, su rostro parecía casi una pintura.
Desde el mismo suelo trató de colocarla, buscando la forma en que creyó que podía estar más cómoda. Le dio la vuelta, le cerró los ojos y la dejó boca arriba. Le estiró los brazos a ambos lados y le quitó la zapatilla que aún seguía puesta. Le estiró bien la ropa que llevaba puesta y le colocó el escote.
Por primera vez fue consciente de que nunca le había dedicado tanto tiempo a ayudarla, y pensó que el tiempo que se habían dedicado en vida no había sido suficiente.
Se acostó a su lado. La cadera le recordó la edad, pero se esforzó un poco más hasta encontrar una posición relativamente cómoda en donde quedaba mirándola.
No sabía cuánto tiempo había pasado, aunque se había hecho de noche. Pensó que quizá era el momento de avisar a los chicos. No sería fácil decírselo, pero había que hacerlo. Pensó entonces en beber agua. Durante todo el día no había bebido nada y ahora, al pensar en hablar con sus hijos, se daba cuenta de que tenía la garganta seca.
Desde el suelo miró el agua que se encontraba en la cocina y calculó cuánto tiempo necesitaría para ir allí y beber. “No pienso dejarla sola otra vez”, se dijo, y volvió a mirarla.
Se alegró de su falta de vista y de que la noche hubiera apagado la luz que entraba desde la ventana. “Ya debe haber perdido el color. Su cara debe estar mucho más pálida. Quizá ya no vuelva a verla como era”, se convenció.
Tosió varias veces y trató de tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Volvió a mirar el agua, pero la distancia seguía siendo la misma y sus brazos y su cadera ya estaban entumecidos por el frío del suelo.
“En otro tiempo te habría llevado en brazos hasta la cocina”, le dijo a su mujer en voz alta, y volvió a perder la noción del tiempo mirando.
De los tres vástagos, fue la única hija la que acudió al domicilio familiar ante la ausencia de noticias. Al entrar el panorama fue desolador. Padre y madre yacían muertos sobre el suelo.
Las autopsias revelaron dos cuestiones. Ella murió de un infarto; él, de sed.

sábado, 6 de abril de 2013

El mundo en contra


Vivía permanentemente cabreado. Le recuerdo por las calles adoquinas del casco antiguo moviendo la cabeza como si negara al aire su propia existencia. Y realmente era un tipo con suerte: buena familia, trabajo reconocido, tiempo libre para dedicar a lo que quisiera, sin problemas económicos…
Pero nada de eso parecía importante. “¿Los políticos? Unos corruptos, unos ladrones: ¿Los curas?  Un cáncer para la sociedad: ¿La juventud? Una banda de niñatos que no valoran nada y sólo piensan en emborracharse y drogarse: ¿Los ecologistas? Unos gandules que se aprovechan del sistema para quejarse de todo…”.
La lista era interminable. No había una sola acción en el mundo que, desde su prisma, no nos llevara al caos y la destrucción de la raza humana y las buenas costumbres.
Espetaba a los ciudadanos y ciudadanas que paseaban con perro; insultaba a las parejas que se besaban en la calle; maldecía el sol si estaba despejado y a la lluvia si caía; criticaba la ubicación del mobiliario urbano cuando se ponía y al ayuntamiento cuando lo quitaba; cualquier victoria era el augurio de un fracaso inminente y cualquier derrota, el inicio de una hecatombe.
Ante esta actitud, sus hijos se fueron alejando de él, y alejaron aún más a sus nietos (“siempre estuvieron mal educados”, decía). Una vez que los hijos se fueron de casa, la mujer tampoco tenía nada que hacer y se marchó, como se marcharon los amigos que preferían tertulias más reconfortantes.
Los vecinos y vecinas lo evitaban en las escaleras y cruzaban de acera si lo detectaban a lo lejos; los jóvenes del barrio, conocedores de su carácter, provocaban situaciones para irritarlo; en la concejalía de distrito le habían prohibido el acceso por los permanentes enfrentamientos que rozaban la violencia; y la policía, hacía años que había dejado de atender sus demandas cansados de tanta denuncia falsa.
Un mes de diciembre, el hombre cogió un pequeño resfriado que nunca se trató (“qué va a saber el médico si ya no saben distinguir una gripe de una pulmonía”, argumentaba) y, como era de esperar, el resfriado fue evolucionando hasta convertirse en bronquitis, y de ahí a pulmonía, y de ahí a diversas complicaciones de las que renegó argumentando que lo que único que querían en el hospital era sacarle las “perras”.
Finalmente murió solo. Poco antes de expirar, a una de las pocas enfermeras que pasaba por la habitación, le comentó que eso era lo que quería, que desde niño el mundo había estado contra él y que, evidentemente, ahora se demostraba que siempre había tenido razón: “Cada uno va a lo suyo. Ahí les dejo a su suerte sin mí”, dijo.