Llevaba toda la semana con el presentimiento de que iba a
ocurrir alguna desgracia. A sus ochenta y pocos años, casi todas las noticias
que podían interesarle llegaban en forma de esquela, así que bajó a comprar el
periódico y a comprar algo de verdura fresca para la comida. Como siempre,
antes de salir, se acercó hasta la solana, donde ella estaba, para dar parte de
su salida, recorrido y tiempo de ausencia. Ella lo escuchó y le apuntó pan, té
y “unas lonchas de jamón cocido si te da el dinero”, le dijo.
Él no comentó nada de ese mal augurio que había empezado a
sobrevolarle hacía apenas unos días, y aunque tuvo la intención de darle un
beso, se reprimió pensando que iba a saber a despedida.
Fue en ese beso que no dio en una de las cosas que pensó
cuando la vio caída en el suelo entre la cocina y el salón, casi tras la misma
puerta de la calle, con un brazo extendido y el otro en el pecho, como si
hubiera intentado huir de su suerte por la escalera.
Soltó las bolsas y trató de levantarla, pero era inútil. Se
dio cuenta de que el presentimiento ya no pesaba, ya se había disipado, y notó
que su respiración se agitaba cada vez más al comprobar que la de ella había
terminado. Pensó en pedir auxilio, llamar a urgencias, en gritar desesperadamente…
Pero ¿para qué? Lo único que podía conseguir es que unos enfermeros la
separaran de su lado. Nadie iba a devolverle la vida, pero al menos, ahora
mismo, él podía acariciarle el pelo, abrazarla y darle el beso que se quedó en
la puerta de la solana cuando salía a comprar.
Se acostó junto a ella. Siempre había pensado que la escena
sería al revés, que sería él el primero en irse. Y maldijo su mala suerte y
lloró. Lloró no sólo por la muerte de su compañera, lloró porque no era justo
que la persona que amaba, aquel ángel que tenía entre sus brazos, hubiera
muerto de aquel modo, tirada en el suelo frío, tratando de alcanzar la puerta,
quizá para pedir ayuda o quizá sólo por buscarle a él. No era justo. Ella allí,
sola, sin una mano que apretar, sin poder mirar por última vez los ojos que
tanto la habían mirado. “No es justo”, se repitió.
Con la mano trató de secarle la mejilla empapada por sus
propias lágrimas. Al verla, se dio cuenta de que en esos pocos minutos su mano
había envejecido, y por ende, que también su cuerpo, y su mente, y sus ganas de
vivir… Por primera vez se sentía viejo y se sabía solo.
En cambio, ella parecía simplemente dormida. Seguía igual de
bella a sus ojos, quizá más. Con la
serenidad que le daba la muerte, su rostro parecía casi una pintura.
Desde el mismo suelo trató de colocarla, buscando la forma en
que creyó que podía estar más cómoda. Le dio la vuelta, le cerró los ojos y la dejó
boca arriba. Le estiró los brazos a ambos lados y le quitó la zapatilla que aún
seguía puesta. Le estiró bien la ropa que llevaba puesta y le colocó el escote.
Por primera vez fue consciente de que nunca le había dedicado
tanto tiempo a ayudarla, y pensó que el tiempo que se habían dedicado en vida
no había sido suficiente.
Se acostó a su lado. La cadera le recordó la edad, pero se
esforzó un poco más hasta encontrar una posición relativamente cómoda en donde
quedaba mirándola.
No sabía cuánto tiempo había pasado, aunque se había hecho de
noche. Pensó que quizá era el momento de avisar a los chicos. No sería fácil
decírselo, pero había que hacerlo. Pensó entonces en beber agua. Durante todo
el día no había bebido nada y ahora, al pensar en hablar con sus hijos, se daba
cuenta de que tenía la garganta seca.
Desde el suelo miró el agua que se encontraba en la cocina y
calculó cuánto tiempo necesitaría para ir allí y beber. “No pienso dejarla sola
otra vez”, se dijo, y volvió a mirarla.
Se alegró de su falta de vista y de que la noche hubiera
apagado la luz que entraba desde la ventana. “Ya debe haber perdido el color.
Su cara debe estar mucho más pálida. Quizá ya no vuelva a verla como era”, se
convenció.
Tosió varias veces y trató de tragar saliva, pero tenía la
boca demasiado seca. Volvió a mirar el agua, pero la distancia seguía siendo la
misma y sus brazos y su cadera ya estaban entumecidos por el frío del suelo.
“En otro tiempo te habría llevado en brazos hasta la cocina”,
le dijo a su mujer en voz alta, y volvió a perder la noción del tiempo mirando.
De los tres vástagos, fue la única hija la que acudió al
domicilio familiar ante la ausencia de noticias. Al entrar el panorama fue
desolador. Padre y madre yacían muertos sobre el suelo.
Las autopsias revelaron dos cuestiones. Ella murió de un infarto;
él, de sed.
Hola,
ResponderEliminarMe parece una historia triste y al tiempo preciosa.
Justo ayer tarde hablaba con un compañero de trabajo de estas situaciones, de lo dolorosas que son. Y justo estamos en "una edad" en que este tema empieza a ser una preocupación.
Un abrazo.
Buenas otra vez. Tiempo que no nos leíamos ;-)
ResponderEliminarPues sí, ya estamos en edad, pero por suerte estas cosas no suelen pasar ya. Como siempre, lo de triste es relativo. Lo es, pero también creo que es bonito que alguien sea capaz de morir de sed con tal de no alejarse ni un centímetro de la persona que quiere.
Un abrazote grande