jueves, 30 de julio de 2015

Loco de amor

Amar no es algo que uno elija. Digamos que, en líneas generales, es una afirmación en la que todas y todos podemos estar de acuerdo. Hay veces que nos gustaría querer y no, y otras en las que nos gustaría no amar y lo hacemos hasta la locura. Es así.

Siempre habrá un quisquilloso o una quisquillosa que crea que si nos empeñamos en una cosa u otra, con el tiempo... Quizá... Pero si somos sinceros, cuando amamos o no, los argumentos nos dan lo mismo. Algo en nuestra cabeza nos dice que el corazón -que no siente- va y se pone a sentir por su cuenta y riesgo, sin encomendarse a ninguna lógica ni principio activo o reactivo conocido.

Algunos dicen que se trata de una reacción química adictiva. Para quienes sostienen esto, parece ser que en el hipotálamo comienza segregarse dopamina, lo que provoca en la persona una sensación de euforia. O sea, alguien ve a alguien, una hormona llamada feniletilamina obliga a segregar la dopamina que provoca en el cerebro los siguiente síntomas: Intenso deseo de intimidad y unión física con el individuo o individua, deseo de reciprocidad, temor al rechazo, frecuentes pensamientos sobre la persona en cuestión que interfieren en su actividad diaria, pérdida de la concentración, fuerte actividad fisiológica ante la presencia del semejante quien , además, se convierte en un pensamiento único, así como la idealización del individuo o individua.

Fue así como empezó mi historia, preguntándole a mi doctor de cabecera si podía recetarme algo de dopamina para enamorarme.

"Pero hombre de Dios", -me dijo-, "esto no funciona así".

"Discúlpeme, doctor", -le espeté-, "yo soy un asiduo lector del Muy Interesante y de Wikipededia, y en ambos referentes se afirma que el amor no deja de ser un proceso químico que provoca una serie de cambios tanto físicos como químicos, y quisiera yo vivir esa experiencia".

"Pero caballero", -insistía el médico-, "aunque fuera tan sencillo, la Seguridad Social no es el sitio en el que pudiéramos ofrecer dopamina para que la gente vaya enamorándose por ahí...".

"Pues no entiendo por qué", -insití-. "Estadísticamente, según el Muy Interesante y los breves del Hola, las personas enamoradas tienen menos posibilidades de caer enfermas, viven mejor, no son propensas a depresiones... Realmente se trata de una política preventiva. No entiendo por qué se puede vacunar a la gente contra una cepa de no sé qué virus de la gripe pero no con un buen chute de dopamina que nos solucionaría muchos más males".

Tras tan contundente respuesta, el galeno dudó por unos momentos antes de abrir un cajón, sacar un talonario de recetas, rellenarlo sin mediar palabra, arrancar el papelito, ponerle un selló y ofrecerme la receta con el brazo extendido.

"Tómese dos de estas pastillas cada seis horas".

Tomé el documento, agradecí los servicios y me despedí educadamente dando las gracias. Pero justo cuando agarraba el pomo de la puerta, me percaté de que lo que me recetaba era Prozac.

"Disculpe", -le dije al doctor volviéndome hacia él-, "hay un error. Me ha recetado usted un antidepresivo y no una dosis de dopamina, como le solicité. Mi caso no es tratar una depresión sino conseguir que me enamore y pueda experimentar lo que los grandes poeta, los músicos románticos y la mayoría de mis vecinos ya han hecho".

Sin decir nada, descolgó el teléfono, marcó cuatro números y solicitó la presencia de otro colega.

"Siéntese", -me dijo-.

Unos minutos después y sin que nadie dijera nada, dos golpes precedieron a la apertura de la puerta de la consulta apareciendo un señor de mayor edad, vestido con una bata blanca y una placa identificativa que colgaba del bolsillo superior en donde se podía leer: "Dr. Yuste. Jefe de Psiquiatría".

"Pasa y siéntate un momento", -dijo mi doctor-.

"Disculpe", -interrumpí antes de que se pudiera dar algún malentendido-. "Quisiera dejar claro que, salvo que su colega tenga acceso a la dopamina y usted no, la presencia de un jefe de psiquiatría en nuestra conversación no me parece adecuada".

Pero dos doctores que tratan de dar sentido a su vida no podían conformarse con una afirmación de un paciente al que uno daba por loco y otro comenzaba a dar por desequilibrado. Así que antes de decir nada, se miraron como si no necesitaran nada más para entenderse y me preguntaron por boca del recién llegado:

"Dígame usted, ¿para qué quiere enamorarse?".

La pregunta, la verdad, me pareció demasiado simple para un "jefe de Psiquiatría", pero consideré que me daba pie para explicar mi realidad. Así que mirándolos como el que sabe que solo tiene una oportunidad para ser entendido, dije:

"Señores, ya no soy un niño. He vivido grandes experiencias personales y enamorarme fue una de ellas. Pero desde hace años ya no siento nada similar, no he podido volver a sentir lo que sentí, ni he podido siquiera mirar a otra mujer con la ilusión, las ganas y la pasión con que hace años lo hice. Así que he llegado a la conclusión de que tengo un déficit de dopamina, y que, por tanto, la mejor solución será que me recete. Creo que no hago mal a nadie".

"Entonces", -dijo el psiquiatra- "quiere unas cuantas dosis para volver a sentirse enamorado".

"Más o menos", -respondí.

"¿Y cuando se le haya acabado?", -preguntó.

"No pasará nada. Según las mismas autoridades científicas que firman este tipo de estudios", -les recordé-, "el cuerpo humano deja de segregar esa sustancia y ya las parejas siguen por otros motivos como cariño, compromiso, imagen, hijos...".

"¡Pero usted no se da cuenta que las cosas no son así!", -exclamó mi galeno quitándole la palabra de la boca al especialista.

"¡Lo ha probado!¡Lo ha probado!", -Le espeté.

No hubo más preguntas. Descolgaron el teléfono y a los pocos minutos estaba atrapado en una camisa de fuerza custodiado por dos culturistas que me llevaron en volandas hasta la ambulancia y de ahí a esta habitación.

Y aquí estoy, loco de atar por querer estar loco de amor.



sábado, 4 de julio de 2015

Por un café

Hacía tanto tiempo que no se veían que ella no pudo decir que no al café al que él le había invitado. No es que estuviera especialmente animada. Una ruptura sentimental hacía poco más de diez meses le había dejado las ganas de vivir en stand by. No era que se hubiera anclado en el pasado, solo de una carencia de interés por cuanto podía pasarle. Así que dijo que "sí" igual que podía haber dicho que "no", pero el tiempo que les distanciaba le empujó a ese café que no prometía más que unas cuantas preguntas cuyas respuesta no iban a interesarle, y otras cuantas respuestas a preguntas que no le iban a llevar a nada. Al final, un beso y los mejores deseos para los próximos dos, tres o cinco años. Ya se vería.

Para él, el encuentro había sido una maravillosa casualidad. Se trataba casi de un regalo de la vida que respondía a uno de los deseos que siempre había tenido. Los meses en que habían compartido cierta intimidad no habían terminado como él habría querido. El trabajo, algunos problemas familiares y una relación acabada que no terminaba le habían distanciado poco a poco hasta que ya no sonaron los teléfonos ni los mensajes. Pero nunca la había olvidado. Para él, pues, no solo se trataba de tomar un café, era volver a abrir la puerta, era comenzar el segundo tomo de un libro al que se había enganchado.

En algo sí que coincidían: muy poco sabía actualmente el uno de la otra y la otra del uno. Si había familias, hijos, fallecido familiares, pareja o parejas, trabajo o una vida mejor o peor, era un misterio al que tendrían que enfrentarse.

Ella fue respondiendo con pocas palabras las muchas preguntas que él realizaba, y él aportaba el interés que ella no ponía. Ella se había casado con el "hombre de su vida", con el que había tenido dos hijos, se había comprado una casa y con quien había vivido algo menos de seis años. Él, había tenido una relación de la que solo quedaba una niña y muchos reproches.

Dado que el café se hizo corto, ella pidió una cerveza, y él no quiso que bebiera sola, así que se pidió otra.

Antes de que la espuma de la Chimay hubiera desaparecido, ella ya era parte de la conversación y de las risas, lo que trajo a la memoria de él por qué se había enamorado de ella; y antes de que ambos apuraran el último buche, ella volvía a ser ella y él, el joven que la había conocido hacía una treintena de años atrás.

En esas condiciones coincidieron que lo mejor era tomar otra cerveza, pero "habrá que comer algo", dijo ella. Así que se fueron a un restaurante que recomendó él para pedir lo que a ella le apetecía. Ella quiso brindar por el reencuentro (el de ella con ella misma) y él por los latidos del corazón (aunque no lo dijo). Y sin saber por qué ni cómo, antes de que el sonido del choque de las copas se disipara en el aire, las miradas se habían perdido en los ojos del otro y de la otra.

La cena fue el punto en el que descubrieron que los años sin verse solo habían sido un paréntesis, y que por primera vez en muchos años, la vida les ponía por delante más futuro que pasado. Pero ninguno quiso decir nada de lo que pensaba, claro que tampoco iban a irse.

De esta forma llegaron a las copas, y después al desayuno, a la comida y de nuevo a la cena.

Llevan así más de diez días, sin dormir, completamente enamorados en silencio, compartiendo la vida y los sueños, abriendo puertas y ventanas, inventando sus propios paisajes. Y cuando alguien les pregunta por qué no duermen, ellos responden al unísono: "Porque nos tomarnos un café".