miércoles, 26 de agosto de 2015

Digamos que acurrucados

Digamos que se conocían desde hacía media vida. No es que hubieran compartido grandes secretos ni que se llamarán para saber del otro. Salvo algunos encuentros fortuitos que se acompañaban de balances generales de la vida y de sonrisas sinceras de alegría, poco más parecía unirles.

Digamos que los encuentros no se convirtieron en más frecuentes, pero sí más intensos. De unos breves segundos pasaron a un buen puñado de minutos, y el balance general pasó con el tiempo a un inventario detallado en donde las preguntas mostraban no solo un conocimiento de lo que les ocurría sino que, también, una sincera preocupación por conocer al otro y a la otra.

Digamos que los encuentros fortuitos dejaron de ser "fortuitos", y que cada vez que uno de ellos necesitaba un consejo o quería compartir aquello que le preocupaba, recorría una y otra vez la calle en la que solían cruzarse como si no lo esperaran pero como si sí lo quisieran.

Digamos que de tanto verse, contarse y dilatar los encuentros, una vez tuvieron que tomar algo; y unas semanas después, cenar; y en menos de un mes, echar unas copas; y al fin de semana siguiente, unos bailes.

Digamos que las copas no hicieron perder los papeles, pero trajeron la responsabilidad de evitar coger coche. Y dado que uno vivía muy cerca y otra demasiado lejos, ¡cómo no iba a ofrecerle casa y cama!

Digamos que ella no quiso dormir sola y que él tampoco quiso que lo hiciera, y ya compartiendo habitación, colchón y techo, él trató de ser un caballero y ella, una señora.

Digamos que ella necesitaba sentir un poquito de cariño y él necesitaba darlo. Por eso cuando ella pidió que la acurrucara él lo estaba deseando.

Digamos que, esa noche, ella se sintió querida.

Digamos que, ese día, él se sintió salvado.

jueves, 20 de agosto de 2015

Comenzar a odiarte

Cómo lo hemos hecho no lo sé, pero de alguna forma hemos conseguido que nada sea como debía haber sido.

Preferimos desear lo que no es nuestro a disfrutar lo que sí tenemos, nos causa más placer divagar sobre cómo conseguir la felicidad que ganarla, ponemos al frente de las escuelas a quienes miden los éxitos por un balance económico y no por el personal pero ponemos al frente de los bancos a los que miden el beneficio personal pero no el económico.

Nos armamos para evitar la guerra, buscamos a los más desequilibrados para que nos den equilibrio, y a los que solo ven su ombligo para que busquen el bien común. Tenemos más miedo a perder un trabajo que nos hace infelices a perder una familia que nos quiere, dedicamos más tiempo a buscar la diferencia en lo banal que a encontrarnos en lo importante, perdemos antes los papeles cuando nos enfadamos que cuando nos queremos, nos damos cuenta de lo que amamos cuando lo perdemos pero no luchamos por cuidarlo.

Amarramos a los perros pero no a los dueños que les enseñan a ser agresivos, dejamos que los menores practiquen sexo pero les prohibimos ver películas "porno", nos escandalizamos con los niños soldados pero ingresamos nuestro dinero en bancos que invierten en diamantes de sangre y armas...

Queremos no ser así, pero somos; queremos afrontar el problema, pero miramos para otro lado; queremos ser voz, pero nos callamos...

Así que comenzaré a odiarte y quizá, así, me quieras.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Echar de menos

Se toma como verdad la curiosa teoría que postula que no se puede echar de menos nada que no hayas conocido. A simple vista tiene su lógica. Si no lo conoces, ¿cómo lo vas a echar de menos?

Nadie echaba de menos la quinta marcha de un coche cuando solo habían cuatro ni añora el campo o la playa si nunca ha ido. Probablemente no haya quien extrañe tomar café por las mañanas si nunca lo ha hecho, o dormir en un colchón de agua sin haberlo experimentado.

Claro que a todo esto hay que añadir un condicionante fundamental: la experiencia tiene que ser placentera. El motivo también parece obvio, no vas a echar de menos nada que te resulte desagradable.

Pero la teoría no se ajusta a la verdad, o al menos las excepciones, aunque no numerosas, son las que podríamos considerar más importantes en la vida.

Amar, ser libre, tener hijos o hijas, sentirse solo o acompañado, la amistad... De alguna manera no necesitas tener la experiencia para sentir que lo echas en falta.

Puede que no sepas el nombre de lo que te falta, pero seguro que sabes qué es lo que te falta y hasta podrías definirlo como si lo buscaras en el diccionario.

Hace poco, por ejemplo, una persona cercana me explicaba que ya se hacía mayor, que notaba que le faltaba algo, que los días se le iban sin llenar su vida, que necesitaba enseñar lo que ella había aprendido, que quería volcar todo su amor en alguien a quien entregarse sin condiciones, etcétera. ¿Podemos identificar lo que echa de menos?

El Kaiser Guillermo el Grande de Alemania -dicen que muy amante de las artes y las ciencias- quiso saber cómo se podrían a llegar a comunicar niños y/o niñas a los que jamás se les enseñara a hablar.
Para ello ideó un terrible experimento con bebés abandonados en un orfanato (alemán, por supuesto), dando instrucciones explícitas a las personas encargadas de sus cuidados: tenían que preocuparse de alimentarlos debidamente, asearlos, vestirlos y abrigarlos, pero no podían hablarles, sonreírles ni mostrarles ningún tipo de afecto. La consecuencia del experimento fue que absolutamente todos los pequeños fallecieron.

Hoy se sabe que los niños pueden entrar en depresión por falta de amor o cariño, y que esa depresión les lleva a rechazar alimentos, crea enfermedades y termina como los niños y niñas del pseudocientífico "cabrón".

Y uno se pregunta: Si nunca experimentaron el amor, el cariño, la cercanía de otra persona... ¿Por qué lo iban a echar de menos?

Tampoco han tenido la experiencia del trabajo los varios miles de jóvenes que se encuentran en el paro sin ninguna experiencia laboral, pero no por ello dejan de echar de menos el poder independizarse, crear su propia vida, tener rutinas y horarios, realizarse en una labor para la que se han formado... o sea, trabajar.

Por todo ello no es una locura que yo te eche tanto de menos a ti, que aún no has entrado en mi vida.