Digamos que se conocían desde hacía media vida. No es que hubieran compartido grandes secretos ni que se llamarán para saber del otro. Salvo algunos encuentros fortuitos que se acompañaban de balances generales de la vida y de sonrisas sinceras de alegría, poco más parecía unirles.
Digamos que los encuentros no se convirtieron en más frecuentes, pero sí más intensos. De unos breves segundos pasaron a un buen puñado de minutos, y el balance general pasó con el tiempo a un inventario detallado en donde las preguntas mostraban no solo un conocimiento de lo que les ocurría sino que, también, una sincera preocupación por conocer al otro y a la otra.
Digamos que los encuentros fortuitos dejaron de ser "fortuitos", y que cada vez que uno de ellos necesitaba un consejo o quería compartir aquello que le preocupaba, recorría una y otra vez la calle en la que solían cruzarse como si no lo esperaran pero como si sí lo quisieran.
Digamos que de tanto verse, contarse y dilatar los encuentros, una vez tuvieron que tomar algo; y unas semanas después, cenar; y en menos de un mes, echar unas copas; y al fin de semana siguiente, unos bailes.
Digamos que las copas no hicieron perder los papeles, pero trajeron la responsabilidad de evitar coger coche. Y dado que uno vivía muy cerca y otra demasiado lejos, ¡cómo no iba a ofrecerle casa y cama!
Digamos que ella no quiso dormir sola y que él tampoco quiso que lo hiciera, y ya compartiendo habitación, colchón y techo, él trató de ser un caballero y ella, una señora.
Digamos que ella necesitaba sentir un poquito de cariño y él necesitaba darlo. Por eso cuando ella pidió que la acurrucara él lo estaba deseando.
Digamos que, esa noche, ella se sintió querida.
Digamos que, ese día, él se sintió salvado.