Olores

Cuando era niño me encantaba el olor a comida que quedaba preso en el hueco de las escaleras y de los patios de las casas. Entonces no lo sabía, pero ahora que lo echo de menos, sé que me agradaba llegar del colegio y subir las escaleras diferenciando los olores en cada descansillo.

Aquellos aromas significaban dos cosas fundamentales: Había llegado a casa y la gente tenía un hogar (esta última acepción también la he descubierto ahora).

En realidad la evidencia de haber llegado a casa significaba que esperaba un plato de comida, alguna discusión sosbre la cantidad a comer, voces sin orden en la mesa, trasiego de familiares y hasta la posibilidad de enterarme de qué había pasado de relevancia en la vida de la gente con la que convivía.

También era saber (sin ser consciente de ello) que la gente tenía un hogar, porque supongo que la misma escena se repetía en cada casa, en cada familia. Ese trabajo que en mi caso realizaba Tata, se traducía en mí y sin saberlo en una especie de convocatoria familiar.

Cuento esto porque desde hace tiempo recibo periódicamente escritos en los que se nos recuerda a la gente de mi generación, que crecimos corriendo en la calle, con unas zapatillas que nunca fueron Nike, que cuando el profesor nos castigaba significaba que en casa nos esperaba otro castigo, que a los padres no se les contestaba, etcétera, pero nadie parece recordar que lo que se repetía día a día era esa convocatoria que llegaba a través del olfato y que ya no se encuentra ni en las calles ni en las escaleras ni en las cocinas, y que esa es la prueba más clara de que todo ha cambiado, pues los tiempos hoy no permiten cocinar cada día ni las dietas nos dejan disfrutar de las comidas ni la salud aconseja disfrutar de todo aquello que otrora nos hiciera tan felices, y así, mal que nos pese, es imposible convocar a los seres queridos a la mesa y compartir, como quien no quiere la cosa, lo que nos está pasando en la vida.