viernes, 17 de junio de 2016

El Ángel de la Guarda

Lejos de aterrarle, la imagen de aquel ser que cada noche se sentaba a los pies de su cama esperando a que se durmiera le calmaba. Sin saber por qué, recibía la cálida sensación de estar acogido, cuidado, vigilado en el mejor sentido de la palabra.

A veces pensó que se trataba de un hada madrina o de algún pariente cercano a Campanilla que venía del país de Nunca Jamás con la sana intención de que siguiera siendo niño toda su vida.

Pero no fue así. Apenas había cumplido los 10 años cuando aquella imagen dejó de aparecerse.

Siendo un niño amado y afortunado, comenzó a sentirse desamparado. Sí, es cierto que su madre y su padre le ofrecían todo el amor del mundo, y que sus hermanos y hermanas -con sus discusiones y los típicos enfrentamientos fraternales- lo arropaban y le daban tanto cariño como recibían de él, y era mucho. Pero a pesar de ello, se sentía abandonado.

Dicen que cuando perdemos a nuestra madre y a nuestro padre nos convertimos realmente en huérfanos. Hasta ese momento, aunque llevaras años sin verlos o sin hablarles, su sola existencia aporta a nuestra vida el pilar sobre el que todo se asienta. Claro que al caer, se lleva gran parte de la casa que nos cobija.

Así se sentía. Acompañado y querido, pero en la ventisca.

Los años fueron pasando y supo construir muros, incluso techos y balcones, pero nada arrancaba esa soledad que se había instalado en su interior y con la que se acostumbró a convivir hasta el punto de no notarla. Con los años no significaba más que la cicatriz que deja un corte profundo en el pecho: solo recuerdas el dolor cuando alguien la toca o te la ves en el espejo.

Cuarenta y tantos años más tarde, ya cerca de cumplir los 60, la conoció a ella. Una chica inteligente, sí; linda, sí; graciosa, sí; con tantas experiencias en la vida que podría haber muerto y resucitado seis o siete veces; pero sobre todo, una mujer capaz de rellenar el espacio vacío que había olvidado.

Al igual que él fue cerrando puertas, ella comenzó a abrir candados, y meses después de la primera mirada se vieron abrazados por fuera y abrasados por dentro (y también lo contrario), y comenzaron a besarse hasta que ella desplegó sus alas transparentes y sus pies, los de ambos, se separaron unos metros del suelo.

Y en ese momento, él supo que había llegado a su destino, y por un segundo abrió los ojos y se sorprendió por no haberla reconocido antes. Y volvió a sentirse cuidado, pero también mimado. Se sintió en casa, seguro, feliz. Se sintió en paz con el mundo y con la muerte y con la vida. Y comprendió que el Ángel de la Guarda solo se había transformado en dulce compañía, y le dejó caer en la tentación librándole del mal. Amén.

viernes, 4 de marzo de 2016

Mi patria es una roca

Y a pesar de nosotras y nosotros, la isla resiste, aunque los daños son cada vez más irreparables.

Espero que quien lo vea y lo oiga, lo disfrute al menos.

Tarda un poquito en descargarse, pero...

Una mirada de Gran Canaria.

miércoles, 24 de febrero de 2016

La luna a peso



Quiso traerle la luna antes que nada.

Ese queso enorme que mengua o crece, que llena o se renueva, que ilumina o se oculta...

Quiso llevarle la luna antes de empezar a hablar.

¿Cómo podría rechazarle si iba a poner el satélite del mundo ante su puerta?

Quiso alcanzarle la luna antes de que ella lo pidiera.

En algún momento ella la pediría, o no, pero ahí la tendría.

Quiso subir hasta ella, la luna, y cogerla con sus manos, y bajarla de su sitio, y encajarla en una calle, y tocar a su puerta (la de ella)... Pero solo logró alejarse de su amor, abrazar un suelo frío y, justo antes de acabarse el oxígeno, pensar que algo no funcionaba.

Mientras, ella miraba la hora en que alguien real viniera a calentarle las manos, o los labios, que no es lo mismo, pero es igual.



miércoles, 17 de febrero de 2016

jueves, 11 de febrero de 2016

martes, 9 de febrero de 2016

lunes, 11 de enero de 2016

Frida


Llegó a mi vida hace 12 años y un mes, poco más o menos, y de casualidad, cuando no la esperaba y por una "devolución en caliente" de alguien que pensó que los perros reales eran de trapo y una propietaria que necesitaba sacarla cuanto antes de su casa.

Cabía en una de mis manos y dormía como una bendita sobre la barra de cualquier bar. Me conquistó desde el primer momento que me miró -la misma mirada que en la imagen-, y desde entonces hasta el sábado fue parte de mí tanto como yo de ella.

No puedo decir que era mi perra porque yo tampoco era su dueño. Nos disgustaba ir amarrados, yo respetaba sus espacios y ella los míos. Llegamos a buenos acuerdos de convivencia -por ejemplo, ella me dejaba echar una siesta siempre que antes le dedicara unos cuantos minutos de mimos-, y soportaba mis mudanzas si nuestro destino tenía alguna ventaja para ella.

Creo -o quiero creer- que incluso la decisión de dejarla ir fue consensuada. Frida no estaba hecha para llevar una vida de perros y vivirnos así no era posible.

Aún con el dolor, sé que en mi vida soy un hombre afortunado, que he tenido el amor de mi familia, me he sentido querido por mis parejas cuando las tuve, siento la permanente cercanía de mis amigos y amigas... ¡Ay! Pero Frida...

Y hace apenas 48 horas me vi sujetando, con las mismas manos que la acogieron para compartir la vida, su cuerpo para que se fuera. Sin una correa ni un collar que la dejara junto a mí, cerrando todos los despertares en los que se sentaba en la puerta de la habitación esperando que llegara hasta ella, y los paseos por Agaete, y los pateos por la cumbre, y los baños en el mar, y los juegos con los niños del vecindario, y los ratitos tumbados solos, y sus mimos y los míos, y su imagen tras el cristal esperando a que llegara o viendo cómo me iba... Cerrando la carpeta del amor incondicional y la fidelidad infinita. Acabando con sus juegos, con sus ladridos de alegría, con su pasión por todo lo que botara y lo que es más doloroso, con su mirada llena de vida. 

Pero ahora que no está para recibirme ni despedirme, ahora que puedo caminar a oscuras sin temor a pisarla, ahora que no se tumba a mis pies al tocar la guitarra, ahora que pudo cocinar sin vigilante, ahora que no tengo que compartir los helados de Mercadona, ahora que el fondo de los yogures lo puedo rebañar, ahora que puedo vivir sin obligaciones, ahora que dejan de aparecer pelos en los sitios más insospechados, ahora todo es más difícil.

No voy a dramatizar. No ha sido la pérdida de una persona ni el dolor de perder a un hijo o a una hija, pero sí creo dos cosas: El mundo es un poquito peor sin ella y, como diría Neruda, existe un cielo para perros. Frida merece esa recompensa.

Supongo que allí jugará con Vesta, Balú, Tim, Kaiser y Yampa, y que se encargará de presentar a Bronte y a Nika cuando lleguen; y que mi padre se encargará de cuidarla, que Tata la biencriará con el cariño que nos biencrió a todos, acompañará a Clara a tomar ese sake caliente a cualquier terraza donde dé el sol, Claudio la llevará de pateo a saber por qué caminos y, por fin, Lucía tendrá una mascota que vele por ella como lo hizo por mí. Y el día menos esperado, se levantará de donde esté, agudizará el oído y el olfato, y moverá el rabo como hizo cada mañana durante doce años, anunciando mi llegada.

Y allí volveré a abrazarte, compañera.


viernes, 8 de enero de 2016

miércoles, 16 de diciembre de 2015

jueves, 10 de diciembre de 2015

¿Quién eres tú?

La había abrazado muchas veces. Al fin y al cabo eran amigos desde hacía años. No es que se llamaran para contarse cómo les iba ni que se buscaran para contar confidencias. Es más, sus vidas se habían cruzado en una boda donde ambos eran los únicos ocupantes de la mesa reservada para los “sin pareja”, justo detrás de “amigos del novio” y al lado de “niños que no pudieron quedarse en casa”.

Aquella noche ninguno tenía intención de abandonar dicha mesa en fechas próximas, pero no dejaron de divertirse con trivialidades y las miradas de la madre de la novia cada vez que su nuevo yerno tomaba la copa para brindar.
De esas horas no salió nada más que una grata velada y una amistad que solo se retomaba con alegría sincera y sonrisas cuando la casualidad cruzaba sus vidas en algún lugar.

Sí, la había abrazado muchas veces. Casi como a un colega. Quizá como un cómplice. Pero ni por parte de ella ni por la suya hubo nunca un gesto, una mirada, un guiño que les comprometiera.

Pero las cosas pasan porque pasan, y ella, que manejaba el sentimiento de afecto a su antojo, tuvo un momento de debilidad una de las noches que se encontraron. Él, que se sentía ya libre de la condena del amor, sintió que sus piernas fallaban cuando ella le abrazó.

Y sin mirarla, comprendió que su salvoconducto era ya pasto del fuego desde ese preciso instante; y sin respirar busco con la mejilla otra mejilla en la que apoyarse; y sintió como los brazos de ella le atrapaban el cuerpo y el espíritu; y notó hablar a sus manos y tocar a su boca; y regresó a la boda de un amigo y a los encuentros fortuitos, pero también a todos los amores que llegaron a ser y a los que no fueron; y regresó a casa; y se llenó de paz, tanta paz, que solo pensar que en algún momento debía de soltarla le hizo llorar.

Fue cuestión de segundos que sus mejillas recién descubiertas se separaran para unir sus bocas, y algunos segundos más para que sus bocas se abrieran para sin decir nada, contarlo todo.

Ellos aseguran que apenas fueron unos segundos, que todo ocurrió en poco más que en un abrir y cerrar de ojos, pero lo cierto es que fueron los porteros del local los que tuvieron que intervenir para separarlos horas después de cerrar. Y no fue fácil.


Por si interesa - ¿Quién eres tú?

martes, 24 de noviembre de 2015

Despedida y cierre

Había ensayado tantas veces lo que iba a decir que, cuando se sentó frente a él se dio cuenta de que iba a ser mucho más difícil de lo que imaginaba.

-"Tenemos que hablar"-, le dijo, y trató de acomodarse en el sofá aunque no pudo relajarse ni perder la tensión. -"Creo que lo nuestro ya no da más de sí. Estoy cansada y no tengo ilusión por esta relación. No es que no te quiera, es que no hay nada que me una a ti, ya no te espero, ya no te siento, ya no te amo. Te quiero, pero no te amo".

Él sabía que era cierto, que era así. De hecho, también él había ensayado una conversación parecida en más de una docena de ocasiones en el trayecto a casa, pero nunca tuvo valor para decir: "tenemos que hablar".

La vida era cómoda. Los niños ya no eran tan niños, la casa estaba atendida, la situación económica era buena, tenían confianza suficiente para hablar pero también para callar y, ante los amigos, cubrían el expediente para ir a cualquier reunión como pareja que había triunfado en la vida.

Es verdad que no funcionaba. O sí, pero de otra forma. Quizá estaban en la evolución lógica de una relación después de tantos años. No lo tenía claro, pero de pronto se sintió abandonado.

-“Pero qué ha pasado. ¿Hay otra persona?”.

-“Claro que no”-, dijo ella. –Nada de eso. Solo es que no quiero ver cómo pasan los días, los meses, los años con esta realidad que me agota, que me envejece, que me arrastra a la nada. Quiero huir de esta cotidianidad que me aleja de la vida…”.

-“Pues dime qué quieres. Yo pensé que estabas haciendo lo que querías”.

-“Te lo he dicho una y mil veces. No tenemos ninguna vida en común. Tú tienes tus amigos, tu trabajo, tu gente… Yo no hago más que esperar por nada, a que las cosas cambien. Y estoy cansada. Tengo ganas de sentir, de vivir, de sentirme amada, de levantar pasiones, de enamorarme, de volver a divertirme con mis amigas, ilusionarme con cada fin de semana… Incluso de poder estar sola no porque tú no vengas sino porque yo decido estarlo”.

Él lo entendía perfectamente. Era completamente consciente de que había tirado demasiado de la cuerda, incluso pensó que la cuerda se había partido hacía mucho tiempo pero que ninguno se había quitado el lazo que les unía. Pero no dijo eso. Al contrario. Insistió en que no entendía, en las explicaciones, en una nueva oportunidad.

-“Vamos a hacer una cosa”-, dijo, -“vamos a la cama, esperamos al fin de semana, nos vamos a algún sitio solos y lo vemos. Si después de eso sigues pensando lo mismo, hacemos los que tú digas”.

Ella lo tenía claro. No le apetecía un fin de semana con él, no le apetecía esperar más, no le apetecía arreglar nada.


Él, se fue a la cama preguntándose por qué tanto interés en intentarlo con esa mujer que ya casi no conocía, con todos los planes que tenía él para ese fin de semana. 

lunes, 16 de noviembre de 2015

miércoles, 28 de octubre de 2015

Los vecinos de abajo

Mis vecinos de abajo no me dejan dormir.

Todas las noches oigo los mismos gritos, las mismas quejas, los mismos golpes... Chillidos tan claros que parecen ocurrir dentro de mi casa.

Portazos que hacen temblar los tabiques, vajilla que estalla contra suelo y paredes, amenazas de muerte, insultos que soy incapaz de repetir...

Cada noche oigo los llantos de los niños y sus voces rogando una tregua, y cómo sollozan cuando llega el silencio mientras sus padres los tranquilizan diciendo que ya no habrá más, que todo se ha acabado.

La historia se repite siempre tras la cena y dura unas tres horas exactas. Suena como un guión premeditado, como si en todo el día no hicieran más que esperar ese momento para comenzar su espectáculo.

Lo he comentado con algunos amigos, con gente cercana, y todos me dicen que denuncie. Pero cómo se le explica a un policía que mis vecinos de abajo un día se van a matar, si vivo en una casa terrera de la urbanización "El viejo cementerio".

miércoles, 14 de octubre de 2015

Pero no olvide

Que las cosas sean como uno quiere es difícil. A veces porque no sabemos lo que queremos, a veces porque lo sabemos tarde, a veces porque viste carteles de "prohibido el paso" donde se habían colocado los de "por favor, acelere" o, simplemente, no se interpretaron bien las señales.

La verdad es que todo eso, con el tiempo da lo mismo. Es igual que ocurra con la pareja, con los amigos y hasta, increíblemente, con la familia.

La vida lleva su ritmo, y lo mismo te aleja de quienes son fundamentales en tu historia que te abre puertas a nuevas realidades y corazones. En algunas ocasiones te reencuentras con quien te dejó en la cuneta o con quien abandonaste en alguna curva del camino.

Las más de las veces, el paso de los tiempos descubre a quien no habías descubierto o te acerca a quien no te habías acercado.

En alguna que otra ocasión te pone en bandeja lo que por otro lado te robó.

Y mientras van pasando las horas, los días y los años, se va descubriendo que no hay otra forma de vida, que no hay plan B, y que por encima de cualquier otra cosa, lo que uno aprende es que lo más importante es embarrar de amor todo lo que te rodee, como la borra del café deja las tazas cuando no se filtra. Y eso no cuesta dinero, pero te hace rico.


https://www.youtube.com/watch?v=oCRBmUuNmrY

domingo, 4 de octubre de 2015

Ya no te espero

https://es.search.yahoo.com/yhs/search?hspart=visicom&hsimp=yhs-panda1&type=vmn__pandasecuritytb__2_3__ya__ds_671__yrgc&p=Ya+no+te+espero+silvio

jueves, 17 de septiembre de 2015

Kryptonita

Por mucho que no queramos, todos tenemos nuestra kryptonita en forma de ser humano. Alguien que con sola su presencia nos desarma, nos deja desnudos de habilidades y palabras, nos hace sentirnos torpes y no solo nos impide las reacciones normales sino que, además, nos nace una virtud invertida (no podría decir que es un defecto) que convierte lo simpático en ridículo y cualquier intento de aproximación en una Via Crusis.

A veces es por amor; otras, por odio o rencor; las menos, por admiración; y quizá, alguna, por agotamiento.

Como le sucede al super-hombre con la kryptonita, en la mayoría de las ocasiones es más efectiva cuando menos te lo esperas, y por mucho que uno trate de prepararse para que no ocurra de nuevo, ahí nos vemos metiendo la pata, desarmados de palabras y de hechos, al descubierto en medio del fuego cruzado...

Y cuando lo pensamos, no hay ni una sola razón objetiva que nos lleve a esa situación, pero ahí nos vemos en cada una de esas ocasiones.

Cuando es por admiración o agotamiento, la situación se convierte en cómica, pero cuando es por amor o rencor, roza lo ridículo. Pero en cualquiera de los casos, y como característica común con Clark Kent, solo nosotros somos conscientes de esa influencia, por lo que todo lo que se ve desde fuera es valorado desde la incomprensión.

No nos salen ronchas ni cambiamos de forma ni nos dan espasmos. Quizá seamos más lentos de reflejos al actuar o al hablar, o nos volvemos sensiblemente más torpes, o cometemos pequeños errores imperceptibles pero que miramos al microscopio para sobredimensionarla.

Si Superman no se creyera que tiene poderes especiales y se considerara un hombre más, probablemente la Kryptonita no le supondría nada, y podría vivir a su lado. Pero ya solo sería un fotógrafo más bien torpe viviendo una vida normal, y no por ello menos feliz.



viernes, 11 de septiembre de 2015

Bahía de luna


http://www.goear.com/listen/a52bae3/Claro-de-Luna-debussy

martes, 8 de septiembre de 2015

Intentarlo sobre todo

Intentarlo. Al menos, intentarlo. Evitar caer en la duda de lo que pudo haber sido si no lo hubiéramos intentado. Intentarlo a pesar del orgullo y del miedo, por encima de la esperanza del éxito o el temor al fracaso. Al menos, volver a intentarlo una y otra vez hasta el mismo día en que se convierta en obsesión, hasta que nuestro ánimo se vea perturbado. Pero hasta entonces hay que intentarlo. 

No siempre o casi nunca el mundo girará como queríamos en todos sus aspectos, pero sabemos que sabemos en qué sentido gira y hacia dónde se dirige.

Solo si lo intentamos podemos ser arrogantes con nuestras cicatrices. Podemos enseñar nuestros cardenales, nuestros miembros amputados, nuestros huesos rotos, los orificios de entrada y los de salida, nuestras ropas hechas jirones de caer y levantarnos, nuestras uñas sangrantes de plantar semillas que quizá nunca florezcan.

Así nos reconoceremos, porque nuestros harapos no son signo de pobreza sino de esperanza. Y coincidiremos en la vida pero también en la muerte, lejos de las camisas planchadas y las manos limpias de tierra y sucias de pasividad ante el mundo propio y el ajeno.

Ahí, estaremos, intentado de nuevo que algo cambie, intentado que el mar nos devuelva a los ahogados, que la tierra nos regrese a los muertos, que la Justicia nos devuelva la esperanza, que el Cielo y en Infierno hagan las paces para siempre, que el amor no haga rehenes, o que algún día me eches de menos.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Y llorar

Hemos construido un mundo en el que los contrastes y la diversidad han terminado formando parte del paisaje. Nos despertamos con cientos de migrantes subidos a la valla de un campo de golf y el mismo día, antes de irnos a la cama, miramos en la televisión cómo se bombardea Bagdad o a los pocos palestinos que quedan en su territorio mientras terminamos la cena.

Nos hemos acostumbrado a vivir las miserias humanas como si realmente no fuéramos humanos, como si todo nos fuera ajeno, como el que mira a un cocodrilo comerse un antílope, y concluimos que así es la vida y la muerte.

Consideramos, en general, que no somos responsables de nada. Al fin y al cabo, lo fácil es creer que nada tenemos que ver con esa gente que huye de sus países porque no han sabido resolver sus problemas, porque no han sabido dar la cara en su país para conseguir paz y democracia, como lo hemos hecho nosotros.

Y ahí volvemos a encontrarnos con nuestro mundo de contrastes. Mientras los "incivilizados" y "cobardes" que huyen lo hacen porque su vida está en juego, por hambre y, en muchas ocasiones, ambas cosas son consecuencia de su decisión de no doblegarse al dictador de turno, nosotros, los "comprometidos", vemos como se recortan nuestros derechos civiles y laborales, se evita que miles de familia puedan enterrar a sus familiares fusilados durante una guerra civil, nos llevan a la indefensión en nombre de la Seguridad Nacional... Y nos ponemos de ejemplo.

Hace unos meses la Selección Española de Fútbol jugaba un partido en Guinea. Hubo una importante polémica sobre si debía o no jugar una selección democrática de un país civilizado jugar contra un país corrupto y dictatorial. Preguntado un jugador guineano sobre el asunto respondió algo así como: "Es cierto que hay gran polémica por ello, pero creemos que los españoles no tienen culpa de la financiación ilegal de sus partidos, de los sobresueldos, de que se cambie arbitrariamente a los jueces que llevan los casos que afectan a políticos, de que en Andalucía se haya robado ayudas o que ya no puedan tomar imágenes a la policía cuando se extralimita en sus funciones ni ir al juzgado si eres pobre".

Somos así, hacemos grandes cenas para recaudar fondos para combatir el hambre, torneos de golf para construir escuelas que cuestan menos que el torneo y nos manifestamos multitudinariamente para salvar a un equipo de fútbol pero apenas llega al cuarto de centenar las personas que protestan en la calle contra la violencia de género.

Y así llegamos al penúltimo capítulo. Una barca que vuelca y en donde mueren, entre otros, varios menores, uno de ellos de tres años. Y mientras debatimos si unos tienen que dimitir o si todos son iguales, el niño de tres años está acostado en la orilla a unos cuantos metros de su madre y de su hermano en una playa turca, una imagen casi bucólica de verano si no fuera porque los tres están muertos.

Sobre la cabeza del niño -Aylan Kurdi se llamaba-, las olas no saben si acariciarlo o empujarlo tierra a dentro hasta que nos llegue a las entrañas.

No faltan los que mientras se toman unas cañas en el bar después de un "duro" trabajo, quizá de funcionario, quizá con media hora de desayuno que se convierten en 120 minutos, quizá con vacaciones pagadas, quizá con plus de productividad por hacer su trabajo, quizá mientras ve la tele en horas laborales, comenta eso de "qué padres más irresponsables".

Es ahí, justo en ese momento, en el que a un servidor le entran muchas ganas de llorar: por la mierda de mundo en la que vivimos, por la comodidad propia y la desgracia ajena, por los y las listas de turno que tienen soluciones para todo menos para su vida, pero sobre todo, porque hay un padre sin hijos y sin mujer que aún no sabe si lo que ha sucedido es lo mejor que podía sucederles, pero sí sabe que él sigue aquí, solo, a pesar de nosotros.

https://es.search.yahoo.com/yhs/search?hspart=visicom&hsimp=yhs-panda1&type=vmn__pandasecuritytb__2_3__ya__ds_671__yrgc&p=cancion+en+harapos+silvio

miércoles, 26 de agosto de 2015

Digamos que acurrucados

Digamos que se conocían desde hacía media vida. No es que hubieran compartido grandes secretos ni que se llamarán para saber del otro. Salvo algunos encuentros fortuitos que se acompañaban de balances generales de la vida y de sonrisas sinceras de alegría, poco más parecía unirles.

Digamos que los encuentros no se convirtieron en más frecuentes, pero sí más intensos. De unos breves segundos pasaron a un buen puñado de minutos, y el balance general pasó con el tiempo a un inventario detallado en donde las preguntas mostraban no solo un conocimiento de lo que les ocurría sino que, también, una sincera preocupación por conocer al otro y a la otra.

Digamos que los encuentros fortuitos dejaron de ser "fortuitos", y que cada vez que uno de ellos necesitaba un consejo o quería compartir aquello que le preocupaba, recorría una y otra vez la calle en la que solían cruzarse como si no lo esperaran pero como si sí lo quisieran.

Digamos que de tanto verse, contarse y dilatar los encuentros, una vez tuvieron que tomar algo; y unas semanas después, cenar; y en menos de un mes, echar unas copas; y al fin de semana siguiente, unos bailes.

Digamos que las copas no hicieron perder los papeles, pero trajeron la responsabilidad de evitar coger coche. Y dado que uno vivía muy cerca y otra demasiado lejos, ¡cómo no iba a ofrecerle casa y cama!

Digamos que ella no quiso dormir sola y que él tampoco quiso que lo hiciera, y ya compartiendo habitación, colchón y techo, él trató de ser un caballero y ella, una señora.

Digamos que ella necesitaba sentir un poquito de cariño y él necesitaba darlo. Por eso cuando ella pidió que la acurrucara él lo estaba deseando.

Digamos que, esa noche, ella se sintió querida.

Digamos que, ese día, él se sintió salvado.

jueves, 20 de agosto de 2015

Comenzar a odiarte

Cómo lo hemos hecho no lo sé, pero de alguna forma hemos conseguido que nada sea como debía haber sido.

Preferimos desear lo que no es nuestro a disfrutar lo que sí tenemos, nos causa más placer divagar sobre cómo conseguir la felicidad que ganarla, ponemos al frente de las escuelas a quienes miden los éxitos por un balance económico y no por el personal pero ponemos al frente de los bancos a los que miden el beneficio personal pero no el económico.

Nos armamos para evitar la guerra, buscamos a los más desequilibrados para que nos den equilibrio, y a los que solo ven su ombligo para que busquen el bien común. Tenemos más miedo a perder un trabajo que nos hace infelices a perder una familia que nos quiere, dedicamos más tiempo a buscar la diferencia en lo banal que a encontrarnos en lo importante, perdemos antes los papeles cuando nos enfadamos que cuando nos queremos, nos damos cuenta de lo que amamos cuando lo perdemos pero no luchamos por cuidarlo.

Amarramos a los perros pero no a los dueños que les enseñan a ser agresivos, dejamos que los menores practiquen sexo pero les prohibimos ver películas "porno", nos escandalizamos con los niños soldados pero ingresamos nuestro dinero en bancos que invierten en diamantes de sangre y armas...

Queremos no ser así, pero somos; queremos afrontar el problema, pero miramos para otro lado; queremos ser voz, pero nos callamos...

Así que comenzaré a odiarte y quizá, así, me quieras.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Echar de menos

Se toma como verdad la curiosa teoría que postula que no se puede echar de menos nada que no hayas conocido. A simple vista tiene su lógica. Si no lo conoces, ¿cómo lo vas a echar de menos?

Nadie echaba de menos la quinta marcha de un coche cuando solo habían cuatro ni añora el campo o la playa si nunca ha ido. Probablemente no haya quien extrañe tomar café por las mañanas si nunca lo ha hecho, o dormir en un colchón de agua sin haberlo experimentado.

Claro que a todo esto hay que añadir un condicionante fundamental: la experiencia tiene que ser placentera. El motivo también parece obvio, no vas a echar de menos nada que te resulte desagradable.

Pero la teoría no se ajusta a la verdad, o al menos las excepciones, aunque no numerosas, son las que podríamos considerar más importantes en la vida.

Amar, ser libre, tener hijos o hijas, sentirse solo o acompañado, la amistad... De alguna manera no necesitas tener la experiencia para sentir que lo echas en falta.

Puede que no sepas el nombre de lo que te falta, pero seguro que sabes qué es lo que te falta y hasta podrías definirlo como si lo buscaras en el diccionario.

Hace poco, por ejemplo, una persona cercana me explicaba que ya se hacía mayor, que notaba que le faltaba algo, que los días se le iban sin llenar su vida, que necesitaba enseñar lo que ella había aprendido, que quería volcar todo su amor en alguien a quien entregarse sin condiciones, etcétera. ¿Podemos identificar lo que echa de menos?

El Kaiser Guillermo el Grande de Alemania -dicen que muy amante de las artes y las ciencias- quiso saber cómo se podrían a llegar a comunicar niños y/o niñas a los que jamás se les enseñara a hablar.
Para ello ideó un terrible experimento con bebés abandonados en un orfanato (alemán, por supuesto), dando instrucciones explícitas a las personas encargadas de sus cuidados: tenían que preocuparse de alimentarlos debidamente, asearlos, vestirlos y abrigarlos, pero no podían hablarles, sonreírles ni mostrarles ningún tipo de afecto. La consecuencia del experimento fue que absolutamente todos los pequeños fallecieron.

Hoy se sabe que los niños pueden entrar en depresión por falta de amor o cariño, y que esa depresión les lleva a rechazar alimentos, crea enfermedades y termina como los niños y niñas del pseudocientífico "cabrón".

Y uno se pregunta: Si nunca experimentaron el amor, el cariño, la cercanía de otra persona... ¿Por qué lo iban a echar de menos?

Tampoco han tenido la experiencia del trabajo los varios miles de jóvenes que se encuentran en el paro sin ninguna experiencia laboral, pero no por ello dejan de echar de menos el poder independizarse, crear su propia vida, tener rutinas y horarios, realizarse en una labor para la que se han formado... o sea, trabajar.

Por todo ello no es una locura que yo te eche tanto de menos a ti, que aún no has entrado en mi vida.

jueves, 30 de julio de 2015

Loco de amor

Amar no es algo que uno elija. Digamos que, en líneas generales, es una afirmación en la que todas y todos podemos estar de acuerdo. Hay veces que nos gustaría querer y no, y otras en las que nos gustaría no amar y lo hacemos hasta la locura. Es así.

Siempre habrá un quisquilloso o una quisquillosa que crea que si nos empeñamos en una cosa u otra, con el tiempo... Quizá... Pero si somos sinceros, cuando amamos o no, los argumentos nos dan lo mismo. Algo en nuestra cabeza nos dice que el corazón -que no siente- va y se pone a sentir por su cuenta y riesgo, sin encomendarse a ninguna lógica ni principio activo o reactivo conocido.

Algunos dicen que se trata de una reacción química adictiva. Para quienes sostienen esto, parece ser que en el hipotálamo comienza segregarse dopamina, lo que provoca en la persona una sensación de euforia. O sea, alguien ve a alguien, una hormona llamada feniletilamina obliga a segregar la dopamina que provoca en el cerebro los siguiente síntomas: Intenso deseo de intimidad y unión física con el individuo o individua, deseo de reciprocidad, temor al rechazo, frecuentes pensamientos sobre la persona en cuestión que interfieren en su actividad diaria, pérdida de la concentración, fuerte actividad fisiológica ante la presencia del semejante quien , además, se convierte en un pensamiento único, así como la idealización del individuo o individua.

Fue así como empezó mi historia, preguntándole a mi doctor de cabecera si podía recetarme algo de dopamina para enamorarme.

"Pero hombre de Dios", -me dijo-, "esto no funciona así".

"Discúlpeme, doctor", -le espeté-, "yo soy un asiduo lector del Muy Interesante y de Wikipededia, y en ambos referentes se afirma que el amor no deja de ser un proceso químico que provoca una serie de cambios tanto físicos como químicos, y quisiera yo vivir esa experiencia".

"Pero caballero", -insistía el médico-, "aunque fuera tan sencillo, la Seguridad Social no es el sitio en el que pudiéramos ofrecer dopamina para que la gente vaya enamorándose por ahí...".

"Pues no entiendo por qué", -insití-. "Estadísticamente, según el Muy Interesante y los breves del Hola, las personas enamoradas tienen menos posibilidades de caer enfermas, viven mejor, no son propensas a depresiones... Realmente se trata de una política preventiva. No entiendo por qué se puede vacunar a la gente contra una cepa de no sé qué virus de la gripe pero no con un buen chute de dopamina que nos solucionaría muchos más males".

Tras tan contundente respuesta, el galeno dudó por unos momentos antes de abrir un cajón, sacar un talonario de recetas, rellenarlo sin mediar palabra, arrancar el papelito, ponerle un selló y ofrecerme la receta con el brazo extendido.

"Tómese dos de estas pastillas cada seis horas".

Tomé el documento, agradecí los servicios y me despedí educadamente dando las gracias. Pero justo cuando agarraba el pomo de la puerta, me percaté de que lo que me recetaba era Prozac.

"Disculpe", -le dije al doctor volviéndome hacia él-, "hay un error. Me ha recetado usted un antidepresivo y no una dosis de dopamina, como le solicité. Mi caso no es tratar una depresión sino conseguir que me enamore y pueda experimentar lo que los grandes poeta, los músicos románticos y la mayoría de mis vecinos ya han hecho".

Sin decir nada, descolgó el teléfono, marcó cuatro números y solicitó la presencia de otro colega.

"Siéntese", -me dijo-.

Unos minutos después y sin que nadie dijera nada, dos golpes precedieron a la apertura de la puerta de la consulta apareciendo un señor de mayor edad, vestido con una bata blanca y una placa identificativa que colgaba del bolsillo superior en donde se podía leer: "Dr. Yuste. Jefe de Psiquiatría".

"Pasa y siéntate un momento", -dijo mi doctor-.

"Disculpe", -interrumpí antes de que se pudiera dar algún malentendido-. "Quisiera dejar claro que, salvo que su colega tenga acceso a la dopamina y usted no, la presencia de un jefe de psiquiatría en nuestra conversación no me parece adecuada".

Pero dos doctores que tratan de dar sentido a su vida no podían conformarse con una afirmación de un paciente al que uno daba por loco y otro comenzaba a dar por desequilibrado. Así que antes de decir nada, se miraron como si no necesitaran nada más para entenderse y me preguntaron por boca del recién llegado:

"Dígame usted, ¿para qué quiere enamorarse?".

La pregunta, la verdad, me pareció demasiado simple para un "jefe de Psiquiatría", pero consideré que me daba pie para explicar mi realidad. Así que mirándolos como el que sabe que solo tiene una oportunidad para ser entendido, dije:

"Señores, ya no soy un niño. He vivido grandes experiencias personales y enamorarme fue una de ellas. Pero desde hace años ya no siento nada similar, no he podido volver a sentir lo que sentí, ni he podido siquiera mirar a otra mujer con la ilusión, las ganas y la pasión con que hace años lo hice. Así que he llegado a la conclusión de que tengo un déficit de dopamina, y que, por tanto, la mejor solución será que me recete. Creo que no hago mal a nadie".

"Entonces", -dijo el psiquiatra- "quiere unas cuantas dosis para volver a sentirse enamorado".

"Más o menos", -respondí.

"¿Y cuando se le haya acabado?", -preguntó.

"No pasará nada. Según las mismas autoridades científicas que firman este tipo de estudios", -les recordé-, "el cuerpo humano deja de segregar esa sustancia y ya las parejas siguen por otros motivos como cariño, compromiso, imagen, hijos...".

"¡Pero usted no se da cuenta que las cosas no son así!", -exclamó mi galeno quitándole la palabra de la boca al especialista.

"¡Lo ha probado!¡Lo ha probado!", -Le espeté.

No hubo más preguntas. Descolgaron el teléfono y a los pocos minutos estaba atrapado en una camisa de fuerza custodiado por dos culturistas que me llevaron en volandas hasta la ambulancia y de ahí a esta habitación.

Y aquí estoy, loco de atar por querer estar loco de amor.



sábado, 4 de julio de 2015

Por un café

Hacía tanto tiempo que no se veían que ella no pudo decir que no al café al que él le había invitado. No es que estuviera especialmente animada. Una ruptura sentimental hacía poco más de diez meses le había dejado las ganas de vivir en stand by. No era que se hubiera anclado en el pasado, solo de una carencia de interés por cuanto podía pasarle. Así que dijo que "sí" igual que podía haber dicho que "no", pero el tiempo que les distanciaba le empujó a ese café que no prometía más que unas cuantas preguntas cuyas respuesta no iban a interesarle, y otras cuantas respuestas a preguntas que no le iban a llevar a nada. Al final, un beso y los mejores deseos para los próximos dos, tres o cinco años. Ya se vería.

Para él, el encuentro había sido una maravillosa casualidad. Se trataba casi de un regalo de la vida que respondía a uno de los deseos que siempre había tenido. Los meses en que habían compartido cierta intimidad no habían terminado como él habría querido. El trabajo, algunos problemas familiares y una relación acabada que no terminaba le habían distanciado poco a poco hasta que ya no sonaron los teléfonos ni los mensajes. Pero nunca la había olvidado. Para él, pues, no solo se trataba de tomar un café, era volver a abrir la puerta, era comenzar el segundo tomo de un libro al que se había enganchado.

En algo sí que coincidían: muy poco sabía actualmente el uno de la otra y la otra del uno. Si había familias, hijos, fallecido familiares, pareja o parejas, trabajo o una vida mejor o peor, era un misterio al que tendrían que enfrentarse.

Ella fue respondiendo con pocas palabras las muchas preguntas que él realizaba, y él aportaba el interés que ella no ponía. Ella se había casado con el "hombre de su vida", con el que había tenido dos hijos, se había comprado una casa y con quien había vivido algo menos de seis años. Él, había tenido una relación de la que solo quedaba una niña y muchos reproches.

Dado que el café se hizo corto, ella pidió una cerveza, y él no quiso que bebiera sola, así que se pidió otra.

Antes de que la espuma de la Chimay hubiera desaparecido, ella ya era parte de la conversación y de las risas, lo que trajo a la memoria de él por qué se había enamorado de ella; y antes de que ambos apuraran el último buche, ella volvía a ser ella y él, el joven que la había conocido hacía una treintena de años atrás.

En esas condiciones coincidieron que lo mejor era tomar otra cerveza, pero "habrá que comer algo", dijo ella. Así que se fueron a un restaurante que recomendó él para pedir lo que a ella le apetecía. Ella quiso brindar por el reencuentro (el de ella con ella misma) y él por los latidos del corazón (aunque no lo dijo). Y sin saber por qué ni cómo, antes de que el sonido del choque de las copas se disipara en el aire, las miradas se habían perdido en los ojos del otro y de la otra.

La cena fue el punto en el que descubrieron que los años sin verse solo habían sido un paréntesis, y que por primera vez en muchos años, la vida les ponía por delante más futuro que pasado. Pero ninguno quiso decir nada de lo que pensaba, claro que tampoco iban a irse.

De esta forma llegaron a las copas, y después al desayuno, a la comida y de nuevo a la cena.

Llevan así más de diez días, sin dormir, completamente enamorados en silencio, compartiendo la vida y los sueños, abriendo puertas y ventanas, inventando sus propios paisajes. Y cuando alguien les pregunta por qué no duermen, ellos responden al unísono: "Porque nos tomarnos un café".

sábado, 20 de junio de 2015

Frases hechas

Cuando se sentó frente a su hijo no tenía claro ni lo que le iba a decir ni cómo se lo diría. Al día siguiente, su único vástago partiría a otra ciudad a estudiar aún siendo poco más que un adolescente. Realmente solo era una nueva etapa, pero él sabía lo que eso significaba: unas pocas llamadas de teléfono que se irían espaciando en el tiempo, algunas visitas a casa en vacaciones más destinadas a dar tiempo a los amigos y novias con un par de conversaciones breves -casi comentarios- sobre cómo les va la vida y que siempre terminarían con la billetera vacía, y poco más.

Lo sabía bien. Él también lo había hecho, al igual que lo hicieron sus compañeros, sus amigos y casi todos los que le acompañaron en su viaje por la vida.

Así que pensó en lo que su padre le había dicho: "Vas a vivir una de las etapas más hermosas de la vida. Aprovéchala. Disfruta pero sé responsable. No te quedes con ganas de nada, pero no derroches. Para tus padres esto es un sacrificio: que esto no te limite pero no lo olvides".

Recordó que entonces todo le habían parecido frases hechas. ¿Qué podía saber su padre sobre lo más hermoso de la vida si siempre había sido un "viejo" preocupado de llegar a final de mes?¿Cómo se podía disfrutar de la vida con responsabilidad?¿Por qué no iba a derrochar si quería quedarse sin ganas de nada? Y en cuanto a lo del sacrificio... Y pensó que a lo más, un gasto. Nadie se iba a quedar sin comer ni les iban a cortar la luz. Y bueno, eran cinco años o seis, tampoco sería para tanto.

Por eso de las asociaciones de ideas recordó también todas esas frases hechas a las que sólo la madurez dotó de sentido. "Todo tiene su proceso", "vísteme despacio que tengo prisa", "otros vendrán que bueno te harán", "la experiencia es un grado", "lo que no mata te hace más fuerte", "el tiempo lo cura todo", "no ofende el que quiere sino el que puede", "todo tiene solución menos la muerte", "solo el amor es capaz de generar cosas hermosas" y lo que se le antojó la frase más compleja para explicarle a alguien que se abría a la vida: "el tiempo vuela".

Pensó que los hijos deberían venir con una entrada USB en la que conectar un disco duro que contuviera todas las experiencias que un padre quiere transmitir. Pensó también  en todo lo que le quedaba a su hijo por descubrir: el amor, el dolor, el sexo, la frustración, el desengaño, la camaradería, la amistad, la vida y la muerte.

Fue así como se dio cuenta de que "la mejor escuela es la vida", y que él solo podía estar, y volvió a recordar las frases que le sonaron a "hechas" que su padre le decía. Y comprendió que una vez más llegaba tarde, y que probablemente su hijo se daría cuenta tarde también de todo cuanto él quería decirle.

Cuando el hijo llegó, el padre lloraba.

-"Papá. Que no me voy para siempre", le dijo el joven.

Y papá lo abrazó sin decir nada y comprendió entonces que los abrazos que su padre le había dado hacía tantos años atrás y que a él le parecieron "abrazos hechos", guardaban mucho más que cariño.

domingo, 31 de mayo de 2015

Nadie pregunta por mí

Mis recuerdos de infancia son los de un niño preocupado porque su hermano y su hermana no se perdieran al volver del colegio. Siempre he sentido esa responsabilidad hacia ellos. No sé si me impusieron, me la transmitieron o es que simplemente soy así.
Deduzco que no era un chico problemático. Si alguna vez lo fui, debí ser demasiado discreto porque nadie lo recuerda. Guardo en mi mente ciento de conversaciones de mi madre sobre mi padre, de mi padre sobre mi madre, de mis padres sobre mis hermanos y de mis hermanos sobre mi padres, pero no guardo ni uno solo de ellos hablando de mí que no fuera un breve: "le va bien, es feliz".
Así crecí. Cuidé de mis hermanos, colaboré con mis padres, nunca di un grito ni monté una escena. Comía lo que me ponían, ordenaba mi cuarto, recogía mi ropa, respetaba a los mayores, llegaba a mis horas, cumplía con cuanto se suponía que eran mis obligaciones...
Y es probable que me fuera bien. Al menos de forma general. Pero tuve muchos momentos en los que habría querido una mano, un hombro, unos brazos enteros que me acogieran. Nada de eso me habría cambiado la vida, pero me habría servido para saber que existía. Y ciertamente, no creo que eso pudiera valer para ser feliz. Pero debía parecerlo.
En la universidad seguí siendo ese ejemplo que nunca nadie pone, ese problema matemático que se da por resuelto sin hacer cálculos, ese alumno que todo profesor quiere porque ni da trabajo ni conflictos pero sirve para aumentar las mejores estadísticas.
Fui el novio ideal y, después, el marido perfecto, el yerno deseado, el cuñado que nunca sobra y, por fin, el padre correcto.
Tuve dos hijas que mientras estuvieron en casa recibieron estrictamente lo que necesitaban. La cantidad justa de cariño, la medida adecuada de disciplina, los bienes necesarios para que vivieran bien... Podría decir que era un padre al que se respetaba, pero al que no se molestaba con problemas ni con nada que pudiera llevar una contrariedad o una preocupación. Al fin y al cabo, para ellas era un padre feliz al que le iba bien.
Tenían motivos para creerlo. Nunca discutí de política ni me posicioné ante los abusos sociales. Nunca me quejé ni me entretuve a mirar las cosas que pasaban a mi alrededor. Para qué. Mi vida ya era perfecta y, diría, yo también.
Ahora soy un abuelo perfecto. Cuido de mis nietos cuando me lo dicen, me tomo las medicinas que me mandan, no me quejo aunque me duela la vida que no he vivido y quizá llegue a los 90 años sin haber dicho nada inconveniente.
Desde mi cama veo el mundo girar, pero escucho que nadie pregunta por mí.

martes, 26 de mayo de 2015

Sus ojos

Tardé más de 25 años en regresar a aquel lugar. Lo intenté miles de veces, pero siempre tuve miedo. A penas tenía 20 años cuando llegué por primera y única vez. Hasta ahora. Trataba de curar alguna contractura provocada por no recuerdo ya qué y, recomendado por no recuerdo ya quién, fui en busca de una tregua muscular que me devolviera a la normalidad.

Recuerdo haber dado todo tipo de explicaciones a una especie de galeno que, tras palparme la zona dolorida, me invitó a entrar en una habitación de tenue luz y olor a fragancias asiáticas mezcladas con eucalipto.

En el centro de la habitación: una camilla acolchada, cubierta por una tela que se me antojó de hilo, con un pequeño orificio que enseguida comprendí, tenía como función mantener la cabeza en una posición natural sin aplastarse la nariz ni la boca. A un lado, un pequeño mueble con unas pequeñas varitas como las de incienso de sándalo o pachulí, unos tubos de cremas perfectamente ordenados pero deformados por su uso, una pequeña palangana con agua y, en la parte baja, varias toallas del mismo color y perfectamente ordenadas como si las hubieran puesto para rodar un anuncio.

En la pared de enfrente, un pequeño adorno con características orientales servía para mantener una percha muy occidental de madera.

“Quítese la ropa, cuélguela, déjese sólo la ropa interior, y colóquese boca abajo sobre la camilla. Enseguida vendrán para darle el tratamiento”, me dijo el hombre en un tono amable pero rutinario antes de cerrar la puerta y dejarme solo en aquella penumbra de la habitación y de mi inocencia.

Con algo de dolor por la contractura, me descalcé, me quité la ropa, la coloqué en la percha y reburujé los calcetines metiéndolos en los zapatos. Me tumbé sobre la camilla y traté de encontrar sentido a la colocación de mis brazos que, animados por la gravedad, insistían en salirse de mi lado para quedar colgados, como lo hacen en las imágenes los de los ahogados.

En ese pensamiento me encontraba cuando la quietud del ambiente se modificó. “Hay una perturbación en la Fuerza”, pensé como si fuera un entendido jedy y me sonreí seguro de que mi rostro era invisible para quien hubiera entrado. Por unos instantes no tuve tampoco seguridad de que alguien más se encontrara en la habitación pues, si lo había, se había asegurado de hacerlo con la mayor discreción posible. Ni había pasos ni golpes ni respiración que pudiera oir más allá de la mía. A pesar de ello, la terrible sensación de que alguien o algo se movía por la habitación era tan real como debe ser el aliento de la muerte entre el penúltimo y el último suspiro.

En mis pensamientos descarté al médico. Era demasiado corpulento como para trasladarse con tanta delicadeza. Aún no había pensado en una segunda opción cuando, por el orificio donde había colocado la cabeza, observé unos pequeños pies descalzos que caminaban hacia el mueble de las cremas y las toallas.

Eran pies de mujer. Los dedos pequeños se adaptaban con total naturalidad a la madera del piso y unos perfectos tobillos dibujaban movimientos sencillos pero armónicos sobre el aire en cada paso. Un repentino olor a sándalo me trajo a la mente la imagen del incienso sobre el mueble, aunque por los movimientos debía haberlo depositado en una esquina de la habitación y, supuse, sobre el suelo.

Sus pequeños ñoños me sorprendieron en esas elucubraciones cuando se quedaron frente a mí, diría casi que mirándome. Recuerdo, como si hubiera sido esta misma mañana, cómo pasé de ese pensamiento casi infantil al total estremecimiento de mi cuerpo cuando, sin mediar palabra, sus manos se apoyaron sobre mis hombros y colocaron mis brazos que, incomprensiblemente, alcanzaron el punto de equilibrio perfecto que yo había estado buscando durante tanto tiempo. La respiración se me cortó por algo más que un instante. Eran las mismas manos que me habían tocado hacía 25 años.

Parecía imposible, pero media vida después reconocí el tacto de los dedos por su tibieza. Casi me insulté en silencio por no haberme dado cuenta desde el primer momento de que aquellos pies que me miraban eran los mismos que ya me habían mirado y que en todos estos años solo había olvidado por unos segundos.

¿Se acordaría de mí como yo de ella?¿Me habría reconocido solo con tocarme?¿Sentiría mi piel como la sintió aquella vez?

De todas las preguntas que hacían cola en mi cabeza, una me trajo al presente. ¿Cómo podía seguir igual 25 años después? Así que traté de seguir los pies y de fijarme en algún signo del paso del tiempo, pero no había ningún síntoma. Eran los mismos pies, los mismos dedos, la misma piel.

Volví a revivir el milagro que había ocurrido un cuarto de siglo antes. Como, quien no creía en el amor a primera vista, había sucumbido al amor al primer contacto; como, aquella habitación en penumbra, había sido el lugar de mayor claridad de mi historia; como, alguien que soñaba con su futuro, se quedaba anclado en un presente que nunca logró convertir en pasado.

En aquella ocasión el instinto me hizo volverme y descubrir lo que sería el rostro de la única mujer que he amado en mi vida. Ahora, sentía las mismas ganas que entonces, pero también el mismo miedo que me había impedido volver.

¿Cómo iba a regresar?¿Qué podía decirle o darle a la muchacha que me había dado todo sin pedirme nada?¿Cómo te presentas ante el amor de tu vida cuando el corazón se acelera y la sangre te hierve y las manos no responden y los pies te tiemblan?

Pero ya estaba allí. Ya había llegado y el destino me ponía a la misma mujer delante. Más viejo yo, pero por ella parecía no haber pasado el tiempo.

Fue así como el corazón empezó a bombear más fuerte, los músculos se contracturaron y la cabeza comenzó a pesar tanto que pensé que partiría la camilla.

“¿Se encuentra bien?”, -me dijo una voz conocida.

No pude evitarlo. Todo el valor que me había faltado se dio cita en ese momento para girarme y verle el rostro. El mismo pelo, el mismo cuello, la misma boca, las mismas orejas… pero no era ella.

Algo en su cara no cuadraba. No era ella. Algo fallaba en ese rostro que, además, me resultaba tremendamente familiar. Podría ser su hija. Tanto parecido lo justificaba, pero en aquella penumbra no lograba identificar cuál era esa pequeña diferencia, y sin embargo me recordaba a alguien diferente.

Quise preguntarle, pero cuando la miraba volvió a decir: “¿Se encuentra bien?”.

Supongo que no pude resistir la presión. Quizá la tensión era mucho mayor de la que creía. El caso es que me puse a llorar como un niño.

Me abrazó y me sentí realmente acogido. Puede que fuera solo un minuto, a lo mejor dos, pero para mí fue toda una eternidad. Regresé a los 20 y a los 10. Me di cuenta de como había desperdiciado mi vida, como había dejado que los temores y las inseguridades me alejaran de todo lo que hubiese dado sentido a los años vividos y los que estaba por vivir.

Por fin me tranquilicé. Me sentí en la obligación de explicarle que ella me recordaba a alguien, que por un momento me había hecho retroceder 25 años y le pedí disculpas.

“No te preocupes. Ahora te reconozco”, me dijo.

No me dio tiempo a decirle nada. Según terminó de hablar, apretó mis manos entre las suyas, me besó en la frente y salió.

¿Qué había querido decir? ¿Quizá se tratara de algún tipo de frase budista que tenía algún sentido oculto para mí? Quizá ese rostro que se me antojaba familiar ya lo había visto en algún otro lado. Quizá me estuviera equivocando y estuviera autosugestionado llevado más por las ganas que por la evidencia. Quizá.

Una vez me sentí con fuerzas me vestí, no sin dejar de pensar en todo lo que había pasado. Salí de la habitación y a punto estuve de preguntar por la chica que me había atendido, pero todo el valor que me asistió en la habitación ahora me abandonaba.

No pude sacarme a la muchacha de la cabeza, y como en un juego de "encuentra las siete diferencias", traté de averiguar qué era lo que las hacía tan distintas. Evidentemente no podía ser la misma mujer, pero todo en ella era igual salvo algo que no lograba identificar, algo que conocía pero no identificaba, algo que debía ser obvio, debía tenerlo delante, pero no lo veía.

Llegué a casa y me dispuse a darme una ducha para tratar de relajarme. La cabeza seguía girando, exigía una respuesta. Así que me miré fijamente al espejo como si el yo que se reflejaba pudiese darme una respuesta. Y por raro que parezca, así fue. El pequeño detalle que las distinguía, lo que me estaba volviendo casi loco y me resultaba tan familiar y a la vez tan difícil de identificar, era que la muchacha tenía los mismos ojos que su padre.

sábado, 18 de abril de 2015

Confieso que he vivido

"Vivo" -contestó al preguntarle qué hacía-.
"Sí. Eso está claro. Si no, no estaríamos hablando" -le replicó-. "Lo que quiero saber es a qué te dedicas" -insitió ella-.

"A vivir" -insistió él-.

"Vale, vale" -dijo como el que comienza a creer las reglas de un juego-. "Pero además de vivir te dedicarás a algo que te permita hacerlo. Tendrás un trabajo..." -protestó dando por supuesto que por fin había quedado la cosa clara-.

"Sí. Lo tengo. Pero también eso lo vivo" -dijo-.

"Y familia, amigos y amigas, compañeros y compañeras, amantes... Algo tendrás que hacer..." -repitió-.

"Los vivo".

"Desamores, envidias, celos, cariños, ternura...".

"Los vivo".

"¡Venga! Me vas a decir que te sientas en una silla y todo eso te pasa y ahí estás tú sin hacer nada".

"No" -replicó-. "Precisamente porque no me quedo en la silla sin hacer nada es por lo que vivo". 

Y después de decir eso, le abrazó. Y ella, no entendió nada.

viernes, 3 de abril de 2015

Combatir la verdad

Lo normal era que fallara. Las coordenadas que me dieron solo correspondían a miedos transmitidos por otros que crearon enemigos ficticios. Era de esperar. Quienes dirigen hacia dónde deben apuntar los cañones, por lo general, tratan de vengar lo que no supieron solucionar a pecho descubierto reconociendo sus miserias. Siempre ha sido mucho más fácil aumentar el número de enemigos al enemigo que reconocer el error propio o acierto ajeno.

Así fue como una y otra vez fallé. Haciendo mía batallas de otros, sosteniendo banderas que no representaban mis colores o poniendo el pecho ante balas que nadie disparaba contra mí.

Hasta que me pregunté cuál era mi frente. Y los cañones dejaron de sonar al quedarse sin argumentos ante un enemigo que no existía.

Fue entonces cuando descubrí que las heridas que mi cuerpo presentaba respondían a guerras en las que no había luchado, siquiera en las había estado quien me lanzó al frente. Batallas que se alimentaban de la miseria, del miedo en el que habíamos sido educados.

Fue entonces cuando supe que podía abandonar la trinchera, pues las balas que me atravesaban me daban más vida. Y comprendí que la muerte no llega con la diferencia, sino cuando el miedo a estar equivocado nos impide ver la verdad y decidimos combatirla.