lunes, 30 de diciembre de 2013

Limpieza general

Siempre llega un momento en el que ante el armario, la zapatera, la cocina, el salón  o la mesa de trabajo, uno decide hacer una limpieza general. El detonante suele ser que uno se da cuenta de que hay cosas que ya no tienen sentido en su vida si quiere seguir avanzando.

Por mucho que seas ordenado o meticulosa, siempre queda una lata que caducó, una camisa que hace años que no te pones, unos papeles que nunca llegaste a resolver o un colchón en el que dormir se convierte en un tormento.

No hay plazo ni plan trazado, sólo se puede uno remangar y mirar cosa por cosa para decidir qué va al cubo de la basura o al del reciclaje y, por supuesto, qué salvamos de la quema. Es un trabajo intransferible. No hay cuestiones puramente objetivas en todas y cada una de esas cosas, pues de una manera u otra son ya parte de la vida y, sobre todo, de la historia propia.

Unas, las consideramos imprescindibles y no estamos dispuestos a renunciar a ellas; otras son completamente prescindibles y no nos cuesta nada apartarlas de nuestro lado; podríamos decir que otro grupo lo forman aquellos elementos que no sabemos si se quedan o se van, ya que dudamos si nos harán falta o nos supondrán una carga. Pero de todos los “paquetes”, el que más me impresiona es el que se configura con las cosas que sobrevivieron a todas las limpiezas anteriores y, sin embargo, ya han dejado de tener ese valor que las hacían diferentes, dejaron de retener ese trocito de historia que tanto significó para convertirse en algo que ya puede salir de nuestra vida.

Claro que hay gente que puede prescindir de cualquier cosa en cuestión de segundos, que puede cambiar la fotografía de un portarretratos sin esperar siquiera a que la que va a sustituirla esté impresa.

Yo no, yo cada cierto tiempo me enfrento a la cucharita de plástico con que compartí mi primer helado con mi primera novia, unas cintas que escuchaba con mis amigos en el coche recién sacado el carné, unas servilletas con poemas, una camisa que me regaló una amiga antes de partir, unos zapatistas de barro que han ido perdiendo brazos y piernas tras cada mudanza, unas cámaras de fotografía que se jubilaron hace años y unas cientos de cosas más que me recuerdan cuan buena ha sido la vida conmigo.

Claro que cuando uno la limpieza la hace en el alma, escoger lo que uno deja en el camino es bastante más sencillo de decidir, pero mucho más doloroso decidir sobre los sueños que apartamos y los odios que dejamos hasta la próxima limpieza general. 

PD: Que cada un de los días del 2014 les valga la pena vivirlo. Feliz año.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Una pareja de circo

No saben bien como fue, pero desde el momento en que los presentaron la magia se hizo presente. Durante varias semanas estuvieron escondiendo la bolita entre las copas que les servían de excusa para aparecer y desaparecer de la vida del otro.
Los primeros meses vivieron el mejor espectáculo del mundo, y daban triples mortales sin red seguros de que al otro lado estaba el otro para atraparle. Era el tiempo en el que la frescura y la inconsciencia permitían retar a la ley de la gravedad.
Pero no faltó mucho para que se pusieran a hacer equilibrios en la cuerda floja.
Ella hacía malabares para que no cayera ni en la rutina ni en el cansancio. Él sacaba del sombrero todas las sorpresas que escondían la verdad en agujeros oscuros. Ambos se habían dado cuenta de que la mano era más rápida que el ojo, pero el ojo más lento que el corazón, pero como buenos artistas, mantuvieron sus secretos durante todo el espectáculo.
Cuando el payaso rozaba el ridículo, se dieron cuenta de que había llegado el momento en el que las luces debían apagarse y las palomas y los conejos, volver a sus jaulas, y ya no quedaron más cartas en las mangas ni más mentalistas para tratar de adivinar los pensamientos del otro.

La despedida, como debía ser, también fue mágica. Echaron unos polvos y desaparecieron para siempre.

jueves, 21 de noviembre de 2013

domingo, 17 de noviembre de 2013

La despareja

Nunca había querido encontrar un príncipe azul. De hecho, adoraba su independencia. Esa libertad para ser y hacer lo que le apetecía en cada momento era impagable. Sin miedo a nada, sin problemas de pareja, sin calenturas de cabeza, sin interpretaciones, sin “tú dijiste” ni “tú sabrás”...

Si tenía ganas de salir, salía; si quería quedarse en casa, se quedaba; si quería poner la radio, ver la tele, leer un libro, estar sola o bien acompañada, no tenía que consultarlo, compartirlo, discutirlo. Lo hacía si podía y ya está.

Así que hacía años que tenía claro que en su mundo no había uno más uno sino una y otro, y ahí se acababa la cosa. Por supuesto que sus amistades, la familia, los compañeros y compañeras de trabajo le implicaban compromiso, buscaba encontrar lazos personales y se vinculaba con ellos, pero otra cosa era proyectar un futuro, compartir el día a día, las vacaciones, la cama, la casa y besos. No tenía sitio para otra decepción más.

El, por el contrario, buscaba una reina para su mundo. Seguía creyendo que, a pesar de los desengaños, en alguna parte debía encontrarse con alguien que tuviera ganas de compartir sus sueños. No se trataba de soñar lo mismo, sino de que uno y otra u otro y una, hicieran posible que el amor no fuera sólo una idea sino que fuera parte de su vida.

Entendía que cuanto pasa en la vida había que compartirlo, y que la única forma de que esa realidad fuera plena consistía en vivirla con alguien a quien abrazar por la noche, a quien mimar por las mañanas, a quien ilusionar cada día.

Cuando se conocieron, sólo les costó tomar dos cervezas y una copa para llegar a esa parte de la conversación en la que los hombres y las mujeres marcan más miedos que diferencias. Y ya en el segundo “mojito” de ella y el tercer cubata de él, se dieron cuenta de que para cada conflicto que ella auguraba, él construía una solución, y que a cada solución de él, ella enfrentaba un problema.

A la quinta copa se dieron cuenta de que estaban a punto de ceder no sólo a sus convicciones sino que también a sus cuerpos. Así que pagaron y fueron a complicarse la vida con soluciones o a solucionársela con complicaciones, según hablara una u otro.

Al llegar a casa, la de él, encontraron un punto de encuentro sobre su sofá, y otro más en la cocina, y un tercero en el colchón, en donde dieron por terminada la discusión.


Por la mañana, ambos se miraron, se besaron de nuevo, ella apoyó la cabeza sobre el hombro de él y pensó: “Tiene razón. Ciertamente no creo en el Príncipe Azul, pero sí es posible que haya alguien con quien pueda compartir mi vida”, y se alegró de tenerlo a su lado porque ya sabía lo que pensaba y no se darían malas interpretaciones. Él, mientras la abrazaba, también pensó que ella tenía razón, que no había ninguna necesidad de complicarse la vida ni de establecer lazos que siempre terminaban siendo frágiles, y se alegró de tenerla a su lado porque ya sabía lo que pensaba y no se darían malas interpretaciones.


viernes, 8 de noviembre de 2013

A quién se le ocurre

Cuando la temperatura de los cuerpos comenzó a descender y sus pieles se separaron casi por completo, unidos sólo por las palmas de la mano, él le preguntó:
"Con una sola palabra ¿cómo me definirías?"
Ella, tumbada en el lecho boca arriba, lo miró. Él permanecía desnudo con los ojos perdidos entre las humedades del techo y con algunas gotas de sudor corriendo aún por su sien. Ella comprendió la trascendencia de su respuesta en aquellos momentos, después de que el amor y el gozo hubieran llenado la habitación. Así que se tomó su tiempo para contestar.
"En el fondo", pensó, "sólo necesita escuchar algo bonito, así que lo que debo decir debe ser  directo y claro, algo no demasiado obvio pero sí claro, algo que le haga sentirse especial, que le diga que para mí no es uno más".
Sin dejar de mirarlo contestó: "Amor".
Él sonrió y, por primera vez, apartó la mirada del estucado para contemplarla desnuda y volver a sonreír.
"Y tú a mí", preguntó curiosa ella.
Sin apartar la mirada, él vio en ella a la mujer que siempre había esperado, el cuerpo en que siempre deseó sumergirse, el manantial donde se cumplían todos sus deseos, el lugar de encuentro de su presente y su pasado, el espacio donde celebrar la victoria sobre la vida y sobre la muerte, la alegría del agua brotando en su boca...
"Fuente", dijo él, "eres mi fuente".
Ella se dio la vuela y respondió: "Qué simple has sido siempre. Fuente. ¡A quién se le ocurre!".

lunes, 28 de octubre de 2013

Una pareja civilizada

Civilizada. Si a cualquiera que los conociera les hubiesen preguntado, con toda seguridad los habrían calificado como una pareja “civilizada”. Nunca una discusión. Nunca una mirada inquisidora. Nunca una corrección en público. Todo era tan civilizado que cuando ambos decidieron que lo que en otro momento fue amor ahora era cansancio, lo hicieron sentados en el salón, ella con un gin-tonic en la mano y él, con una copa de su mejor whisky.
No hubo escenas ni gritos ni lágrimas ni lamentos, sólo algunos recuerdos que comentar, unas risas que recuperaron del pasado y alguna mirada con la que decirse lo que sabían que, civilizadamente, no debían explicarse en ese momento.
Y así pasó el primero, el segundo y el tercer día de separación.
En el cuarto, ella trató de ser civilizada al decirle:
-Si vas a llegar tarde todos los días, lo mejor es que te mudes cuanto antes.
Él, que trataba de mantener la civilizada relación que tenían le explicó:
-Si llego tarde es porque no tengo nada aquí que me haga venir antes. Y si tienes prisa porque me marche, también te puedes ir tú.
Ninguno de los dos quiso insinuar nada sobre el comportamiento del otro, sólo querían rehacer sus vidas cuanto antes, pero la civilización todavía no había llegado a la interpretación de los mensajes. No fue extraño que tras un civilizado silencio ella dijera:
-Creo que he hecho por esta casa mucho más que tú, pero no hay ningún problema, quédate tú con la casa que yo me iré mañana mismo.
-No es eso lo que he querido decir -dijo él-, sólo que no sé a qué viene tanta prisa en que me vaya, como si ya tuvieras tu vida rehecha.
Ella quería decirle que no tenía más prisa que volver a tener una vida propia ahora que todo había terminado, pero en cambio, lo que dijo fue:
-Si tengo mi vida hecha o no es cosa mía. No como tú, que hiciste lo que querías cuando quisiste.
Él pensó que lo más sensato era explicarle que nunca hizo su vida, que sólo trató de hacer lo mejor para todos, pero que el día a día, que la vida, que lo cotidiano, hace que las cosas sean como son y no como uno quiere que sea, que la distancias se crean poco a poco, sin un motivo, que cuando uno ve el problema, por lo general, no ve las soluciones, que ya es tarde. En cambio de su boca salieron frases como “pues bien que tú tenías tus cenas y tus amigos con los que llegar a las tantas”, “de hacer su vida y amargar la del otro  bien que sabes”, “estoy cansado de tanto reproche”, “haz lo que te dé la gana”.
El resto fue recordar de memoria todo aquello que civilizadamente habían callado y hacerlo incivilizadamente, como toda pareja civilizada.

viernes, 18 de octubre de 2013

El hombre que hablaba con las sombras

Tuvo que esperar a su adolescencia para descubrir que tenía un grave problema: todo aquello que no era auténtico perdía densidad ante su vista.

       Podía ser un don, pero desde que tomó conciencia de lo que sucedía, su vida parecía el guión de una tragedia griega.

       Él siempre había pensado que las cosas eran así, y punto. Hasta los 14 años no comprendió que ese extraño fenómeno sólo le ocurría a él y que, a pesar de que había hablado de este tema en numerosas ocasiones, todo el mundo pensó siempre que se trataba de que “el niño es muy maduro y ya habla con metáforas”.

       No le extraño a su padre, por ejemplo, que un día el niño, tras una discusión con su mujer, le planteara que le veía más “transparente”, o que prefiriera no ver la televisión “por que no hay nada que ver”.

       La pérdida de visión iba en aumento, así que a los 14 años la criatura acudió al oculista. Allí no le detectaron nada extraordinario, sólo que sonrió cuando descubrió que la enfermera perdía color y el cuerpo del oculista nitidez cada vez que se cruzaban miradas.

       A medida que fue creciendo se habituó a mirar a las sombras, pues ellas seguían siendo auténticas. Los amigos pensaban que era timidez, pero era sólo necesidad de identificar a las personas, pues a medida que iban creciendo, todas perdían densidad y se volvía vaporosas.

       Tardó algo más de 30 años en encontrar a una mujer que fuera totalmente nítida. Por fin había alguien a quien mirarle a los ojos.

       Ella comía justo en la mesa que había junto a la venta del restaurante en el que solía almorzar. A pesar del contraluz, lucía nítida como la línea del horizonte al atardecer. Su perfil, su pelo, sus manos al coger la copa de vino… Era imposible no verla allí, nítida, opaca, completamente entera.

       Lo pensó varias veces y por fin se decidió a acercarse.

       -“Disculpe señorita”, -le dijo-.


       Ella levantó la cabeza y, tras mirarle a la cara, bajó los ojos para mirar a su sombra.

lunes, 7 de octubre de 2013

Circunstancias

-“¿Le importa si me siento?”, preguntó el anciano al joven que leía los últimos folios de lo que parecían ser unos apuntes universitarios.

-“No, no. Siéntese”, le dijo el muchacho después de dudar un poco al ver que habían más mesas vacías a su alrededor.

Volvió la mirada de nuevo a los papeles y, cuando iba a empezar a concentrarse el señor le interrumpió.

-“¿Le molesto si le robo unos minutos?”.

-“La verdad es que estoy bastante ocupado, pero si le puedo ayudar en algo y van a ser sólo unos minutos…”

No había terminado de hablar cuando comprendió que el hombre ya había tomado el “pero” como una invitación a la tertulia.

-“No vaya usted a creer que voy sentándome por ahí contándole mi vida a todo el que me encuentro”, comenzó diciendo. “Sólo es que viéndolo aquí corrigiendo exámenes recordé mi etapa de profesor universitario. También a mí me gustaba corregir las pruebas en un local similar a éste y sentado junto a la ventana. Me hacía sentir más cercano a la realidad, y no aislado en mi despacho de la facultad”.

El muchacho se sorprendió. Sabía qué era lo que trataba de explicar porque sentía lo mismo.

-“¿Fue usted también profesor universitario?¿Hasta cuándo?”, preguntó.

Fue entonces cuando comenzó a fijarse en que no se trataba de un anciano en el sentido más estricto. Quizá anduviera entre los 65 y los 70 años, así que realmente era un hombre de edad, más que viejo.

-“Sí. Trabajé varios años como profesor titular y durante otros pocos, como director de departamento. Antes, en la Escuela de Magisterio fui profesor adjunto. Aún trato de seguir poniéndome al día en mi materia a pesar de que intento convencerme cada día que ya soy un hombre jubilado”.

-“¿Y hace mucho tiempo de eso?”.

-“Pues realmente casi una década”, contestó sin dudar, dando la impresión de que podría decir el día exacto, la hora concreta y la climatología existente el día en que recogió sus cosas para salir de la Universidad.

-“Nueve años llevo yo”, contestó el más joven. “Pero no parece usted tan mayor”, añadió pensando en alto más que por curiosidad.

-“Bueno, me acogí a una jubilación anticipada. Digamos que me marché antes de hora”.

-“Agotado, supongo”.

-“No, no crea. ¿Cansado? Quizá, pero podría haber seguido. De hecho no fue una decisión fácil”.

-“Perdone que me meta en algo que quizá no me convenga, pero alguna enfermedad, tal vez…”

-“La vida”.

-“Circunstancias personales, intuyo”.

-“Bueno, se puede decir así. La vida está llena de circunstancias personales. Todo cuanto hacemos tiene bastante que ver con nuestra realidad. Pero no siempre tiene que ver esa realidad con uno mismo, los compromisos que adquieres hacia otros, las decisiones que tomas en un momento determinado y que no sabes hasta dónde te condicionarán la vida, el mundo que te rodea, las normas explícitas y las tácitas… Tantas cosas son las que determinan las decisiones que uno adopta, que al final se da cuenta de que vivimos envueltos en situaciones que tenemos que resolver según cada circunstancia y echando mano de las habilidades de cada uno”.

-“También uno toma decisiones de por dónde ir o no. Las circunstancias importan, pero no son definitivas, podemos asumir el mando de nuestro destino, no estamos predeterminados”.

-“Sí, algo así enseñaba yo también en psicología”, dijo el hombre mayor. “Y en parte es cierto, si bien en una parte muy pequeña. Usted…”

“Tú, por favor”, le interrumpió.

“Te lo agradezco de verdad”, le dijo. “Tú, por ejemplo, cómo has llegado a ser profesor, cómo llegaste a esa plaza, cuánto has hecho tú por llegar a dónde estás y cuánto han hecho otros u otras. ¿Te has preguntado cómo habría sido tu vida si tus circunstancias o las de las personas que te rodean o rodearon hubieran sido otras?”.

-“Evidentemente he dependido de otras personas, pero en mi caso puedo decir que he conseguido llegar a donde he llegado a base de esfuerzo y trabajo. No sé por qué le cuento esto, pero yo soy hijo de madre soltera. Mi madre es maestra, tiene un buen sueldo pero no cobraba tanto como para pagarme la carrera. Así que desde que terminé el Bachillerato trabajaba todos los veranos para poder reunir algo de dinero que me permitiera estudiar. Durante los cursos también iba haciendo algunos trabajitos. Es cierto que mi madre me mandaba dinero y que hizo un gran esfuerzo porque pudiera estudiar en una universidad privada, pero yo también hice mi parte del trabajo. Después, al terminar la carrera y volver a casa, tuve la suerte de que alguno de mis profesores se pusiera en contacto con la Universidad y que en ese momento quedara vacante una plaza. Así es como he terminado dando clases. Es cierto que tuve suerte al quedarse vacía la plaza, pero también es cierto que si no hubiera trabajado duro, no habrían hablado de mí”.

El hombre calló durante unos segundos.

-“Nada es lo que parece”, dijo. “En este mundo, nada es exactamente igual a lo que nos parece”, puntualizó. “Uno crece en la creencia de que la gente es buena, que se muestra tal y como es, sin aristas ni medias verdades. Pero no es así. Ya te habrás dado cuenta que no hay nadie que al ser presentado diga: Soy un tipo antipático, carezco de sentido del humor y siempre que puedo trato de medrar allí en donde la vida me coloque. Lo normal es que en las relaciones personales más íntimas, este patrón se repite. Tratamos de conquistar a la otra persona mostrando lo que no somos. Sí, ya sé que vas a decirme que parte de lo que mostramos somos también nosotros, pero el conjunto, lo que la otra persona ve porque tú se lo haces creer, no existe. Si tratas de conquistar a una mujer o a un hombre, contarás lo que intuyes que a la otra persona puede seducirle. Por eso, cuando la relación se vuelve cotidiana empezamos a sentir que nos han engañado. “Cuando lo conocía no le gustaba el fútbol”, “cuando la conocí era la mujer más puntual del planeta”, “cuando empezamos, me iba a recoger cada vez que se lo pedía y no le molestaba”… Frases como esas las debes haber oído unas cuantas veces, y sólo reflejan que nunca mostramos lo que éramos. Dos cosas: es verdad que hay gente que se adapta porque vas conociendo a la persona y eso que no te mostraba lo relativizas y lo asumes porque te compensa, pero también es cierto que hay veces que las actitudes y los proyectos de vida llevan caminos distintos. La disposición al diálogo, la comprensión, el nivel de exigencia, el concepto de orden o de limpieza, los gustos por los animales, la exigencia de compromiso en la pareja, el posicionamiento político, los niveles de compromiso social, los planteamientos de vida hacia el dinero, los amigos/as o hacia la familia en sí… Es probable que cada cosa por separado no sea un argumento, pero todo junto hace que un día te preguntes: “qué tenemos en común la persona que vive junto a mí y yo”, y digo “vive” y no con la que “comparto la vida”, porque qué es lo que realmente compartes. Encontrar a una persona que te lleve a “compartir vida” no es sencillo, y tiene bastante de suerte pero también de saber qué buscamos. ¡Las líneas son tan finas..! Puede que encuentres a esa persona y sería maravilloso. No quiero que entiendas que digo que no sea posible, sólo que mi experiencia dice que es difícil. Hoy es común empezar una relación con alguien con quien crees tener esa unión, convivir con ella, mantener una relación afectiva importante hasta que comienzan a aparecer las grietas. Esas grietas sólo tienen dos destinos, o se apuntalan los muros hacia ellas o terminan creciendo hasta derrumbar la casa. A veces eso pasa tras tener hijos y/o hijas, otras, a los pocos meses o semanas, a veces, tomas la decisión una mañana cuando ves que la persona con la que te despiertas hace gris cada día. Al final tienes que tomar decisiones sabiendo que eres víctima de circunstancias a la vez que tus decisiones crearán otras circunstancias que determinaran a otras personas. Por ejemplo, si te soy sincero, en mi caso, cuando la aluminosis afectiva terminó con una de mis parejas, ella estaba esperando un hijo. Nunca me lo dijo, pero me enteré meses después de dar a luz por un mero cálculo. Hablé con ella pero prefirió que yo no asumiera ningún papel, sólo aceptó que ayudara al chico desde la distancia. Así que durante muchos años pasé un dinero para el mantenimiento. Por su madre supe que quería trabajar en verano para ganar dinero e irse fuera, así que hablé con personas conocidas para que le encontraran un trabajo adecuado, sin demasiados riesgos pero en donde supiera que la vida no es fácil. También tuve que tirar de contactos para que le permitieran estudiar en la universidad privada que había elegido, y cuando terminó, habiendo estudiado lo mismo que yo y ante la imposibilidad de encontrarle trabajo, decidí jubilarme anticipadamente para que las plazas de la Universidad corrieran y él pudiera entrar en el puesto que quedaba vacante. Como ves, mis circunstancias me han llevado por un camino al igual que las de mi hijo le ha llevado por otro, aunque él crea que lo ha elegido libremente”.

El profesor jubilado suspiró y miró a la calle a través del escaparate.

-“Pues igual debería presentarse un día a su hijo y explicarle todo esto”, dijo el más joven.

Ambos permanecieron callados unos cuantos segundos hasta que el profesor jubilado se levantó. De pie, junto a la mesa le estrechó la mano.


-“Gracias por escucharme”, señaló. “Como te dije, nada es como parece, hijo mío”.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Una de piratas

Todos y todas deberíamos tener un pasado bucanero al que regresar cuando sentimos que la armada del mundo aprovisiona pólvora para limpiar los mares de quienes se sienten sin patria. Cada uno (o una) debería tener una isla perdida de Dios y de los mapas, con una playa de arena blanca en la que poner pie a tierra con la certeza de que no hay amenaza más allá que el olvido, con una caleta a la que cualquier navío tenga querencia y dibuje su reflejo al atardecer sobre mansas aguas.

Pero cuando uno (o una) es pirata, sabe que esa isla es sólo de paso, la calma que precede a la tempestad, porque ningún Barba Negra ni ningún Capitán Garfio ni siquiera Jack Sparrow, quisieran morir en semejante paraíso. Sus cicatrices en el pecho, sus aretes en las orejas, su pata de palo y sus tesoros escondidos les recuerdan que antes que sentarse a esperar la muerte es preferible salir a su encuentro.

Así que con "diez cañones por banda" y con "viento en popa a toda vela", enarbolan dos tibias y una calavera anunciando que no ha sido una retirada, sino el paso previo que le permite volver al mar, listo para el naufragio pero, sobre todo, listo para dar guerra, para abordar, para mancharse de sangre propia y ajena, y sentir que el viento trae el olor de la pólvora de sus enemigos y el de el temor de quienes naufragan en tierra firme.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Álvaro y Káiser

Desde que enfermó su perro, le era imposible sacarse de la cabeza la idea de que un día llegaría a casa y se lo encontraría muerto.

"Le pueden quedar unos cuantos meses o unas pocas semanas", le había comentado la veterinaria. Algo que había comido de la calle, alguna enfermedad extraña que no merecía la pena indagar, la edad... El caso es que después de 13 años compartiendo la vida, Káiser había tocado fondo.

Káiser era un gran danés azul, de más de un metro de altura hasta la barbilla y de unos 95 kilos de peso. Pero no siempre fue así. Recordaba su dueño el día que se lo regalaron.

-"Álvaro", le dijo un amigo por teléfono, "¿tú que eres medio ecologista, no conocerás a alguien que quiera un perro?".
-"¿Qué raza?", preguntó él.
-"Un gran danés. Se lo regalé a mi hija que estaba loca por uno, pero mi mujer al ver en internet lo que come y lo que miden estos bichos, ha dicho que el perro o ella, y no veas cuando la chiquilla discutía que se quedaba el perro cómo se ha puesto. Nada, que o me deshago del perro hoy o me cuesta el divorcio".

En zapatillas salió de la casa para recoger al perro y tratar de buscarle un dueño apropiado. Hizo algunas llamadas por el camino. "Si me lo dices hace unas semanas... Acabo de comprar un perro"; "carajo, es un perro muy grande, cuando crezca..."; "tú quieres que mi marido me mate"; " mi hijo es asmático, por eso no tenemos perros"... Fueron las respuestas que fue recibiendo a medida que iba avanzando en la agenda.

Finalmente tuvo que volver a casa con una bolsa de comida, un collar, una correa y algún juguete en una mano y al perrito en la otra. Al cogerlo, el dejó caer las patas traseras a ambos lados de la muñeca y apoyó la cabeza sobre las delanteras, que recogió entre el índice y el meñique.

Al llegar a casa Kaiser seguía durmiendo.

-"Qué hago ahora contigo", le preguntó Álvaro sin esperar respuesta, pero el chucho levantó la cabeza, le miró y volvió a apoyarla, como si le fuera a contestar pero se hubiese arrepentido a última hora.

Desde entonces hasta ahora las cosas no habían cambiado demasiado. Era cierto que hacía tiempo que no había manera de levantarlo del suelo, pero seguía durmiendo en el mismo lugar que eligió hacía 13 años, mantenía la mirada de quien se calla las respuestas para que uno solito las descubra y seguía a su dueño como si fuera un apéndice.

Ambos habían perdido algo de peso. Uno por la enfermedad y, el otro, porque había perdido el apetito. Así que para cenar abrió la nevera y sacó una tarrina de helado. Al principio pensó en prepararse un pan con jamón serrano salpicado con un poquito de aceite, pero sabía que a su compañero de piso le gustaba lamer el envase de helado cuando él terminaba.

Se sentó en el suelo apoyando la espalda en el sofá. Káiser se tumbó a su lado y estiró el cuello para ver cuánto helado quedaba.

Mientras veía el informativo, Álvaro decidió que no iba a esperar simplemente a verlo morir. Así que en cuanto terminó de comer (dejó algo para que le quedara más que lo pegado al envase y que tanto le gustaba lamer a Káiser), mandó un e-mail a su jefe pidiéndole los días de vacaciones que le correspondían y buscó por internet una casa rural cerca del mar a la que irse los dos a pasar esos días.

No era un perro que se metiera en el agua, pero disfrutaba corriendo por la orilla salpicando y lanzando arena tras de sí. Cuando se cansaba, se echaba sobre la arena mojada y miraba al horizonte como si esperara la llegada de algún pariente emigante. El contraluz que formaba con el cielo dejaba a Álvaro embelesado, y como si el perro lo supiera, de pronto se daba la vuelta y corría a lamerle la cara y a llenarle la toalla de arena. Con su peso y su tamaño, era imposible pararlo, así que lo único que se podía hacer era esperar a que se le pasara el rapto de cariño.

"Para lo que le queda", pesó Álvaro, "que coma lo que le apetezca", así que compró chuletas para los dos, helado para los dos, queso para los dos y agua para los dos. Un hueso enorme de vaca que pidió al carnicero para Káiser y cerveza, vino y una botella de ron Zacapa para él.

A los pocos días de estar, Káiser dejó de comer chuletas y abandonó el hueso. Sólo conseguía alzar la cabeza para lamer algo de helado y las manos de su dueño.

Cuando llegó el momento de desalojar la casa, la señora de la limpieza se encontró a ambos en el suelo, él con la espalda en el sofá, Káiser tumbado con la cabeza sobre su muslo y una tarrina de helado de Hacendado derretida a su lado.

Las autopsias detectaron que ninguno murió de muerte natural. Ambos lo hicieron de pena. Álvaro primero y Káiser, como siempre, lo siguió allá a donde fuera.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Difícil de olvidar

Desde el minuto uno ya sabía que aquel no iba a ser un buen día.

Como si se tratara de un aviso a navegantes, pasados unos segundo de las 00.00 horas de la fecha en cuestión, la televisión dio un pequeño quejido en forma de cortocircuito y se apagó. "Ya te dije yo que la tele estaba haciendo cosas raras", me dijo ella, "pero tú, como siempre, como si hablara con las paredes. Ahora estarás un mes para llevarla a reparar y otro mes para recogerla", me espetó.

La verdad es que no podía contradecirla. Lo había dicho, como lo había dicho de la lavadora, la nevera, el grifo del baño y también sobre el de la cocina, del vecino de arriba, de la vecina de enfrente... Era difícil que algo saliera mal sin que ella no lo hubiese anunciado. Daba igual que fuera una catástrofe natural o un error humano de dimensiones desorbitadas o nimiedad entre las nimiedades.

"La energía nuclear nos va a causar un disgusto", decía, pero también lo decía de los coches, de los móviles, del cine, del teatro, de los periódicos, del progreso, de la medicina, de los impuestos, del gobierno entrante y del saliente de cualquier país, de los bancos, de los medianos inversores, de los estudiantes, de los militares... En fin, no había nada en este mundo que no tuviera su profecía.

Claro que ella jugaba sobre seguro. Primero, porque lo malo siempre estaba por pasar y sólo si ocurría podía confirmarse. Por ejemplo, se inauguraba una tienda. "Este negocio terminará cerrando", era el vaticinio. Si a los dos años no había cerrado y alguien se lo recordaba, la respuesta era, "ya veremos si tengo razón. ¿No lo ves?". Cuando tras la muerte de los propietarios, unas décadas después los herederos traspasaban el negocio, allí estaba ella para decir eso de: "¿Te lo dije o no te lo dije?".

Por otra parte, eran tantos los augurios, que cualquier cosa negativa que pasara era prácticamente imposible discernir si ella lo había anunciado o se le había pasado.

Así que aquel día comenzamos con la tele, pero le siguió la luz del dormitorio que se fundió tras cuatro años y unos meses de uso -"ya te dije cuando compraste esos bombillos, que no eran buenos"-, y con la mesilla de noche cuando me quedé con el pomo del cajón en la mano -"si ya lo sabía yo que te iban a engañar en aquella tienda"-, y con el despertador cuando al ponerlo en hora se me cayó al suelo y se convirtió en un desmontable imposible de montar -"si es que haciendo las cosas como las haces ya te había dicho que ibas a romperlo"-.

Quise creer que sólo era un mal final para un día y ame dormí cuanto antes. Pero al despertar la mala fortuna también lo hizo junto con toda la retahíla de profecías siniestras. La cafetera se rompió, el pan para las tostadas presentaba moho, con la noche que tuvimos no nos acordamos del cambio de hora y por lo tanto íbamos una hora tarde a todo, el perro del vecino se había meado en el felpudo y, nada más arrancar el coche y ponerlo en marcha, por algún motivo desconocido, se inflaron los airbag, provocando que me fuera de frente contra la valla de la rampa del garaje, partiéndola y cayendo a la planta inferior, destrozando mi Volvo y los dos coches sobre los que caer y que, probablemente, me salvaron la vida.

Salí por mi pié, llamé por teléfono al trabajo y conté lo sucedido antes de que dos enfermeros me metieran en la ambulancia que el encargado del aparcamiento había mandado llamar.

-"¿Avisamos a alguien? ¿A su mujer?", preguntaron. "
-"A mi mujer no hace falta que seguro que ya lo sabe",
contesté yo asustado de que ella apareciera allí y comenzara a hacer apología de sus advertencia y augurios, y convencido como estaba de que mi señora en algún momento me habría anunciado una caída sobre los coches de los vecinos provocado por el salto sin motivo aparente de los airbag, a lo que le añadiría sus advertencias sobre cafeteras, la necesidad de cambiar el horario de verano y de dar un escarmiento al perro del vecino y al vecino por dejarlo mear en el felpudo, y no sé cuantas cosas más que iban a pasar o ya habían pasado.

Así que llegué más nervioso al hospital pensando en que mi mujer se presentara allí que por mi estado de salud. Así que negué cualquier relación que no fuera con mi madre o mis hermanos, y falseé la dirección de mi vivienda y el teléfono fijo.

 A medida que pasaban las horas y los días, mi recuperación se iba haciendo cada vez más evidente, pero nadie se explicaba aquellas subidas de tensión extraordinarias, aunque yo sabía que se trataba del estado de estrés al que estaba sometido pensando en que mi mujer aparecería en cualquier momento como la reencarnación de Casandra de Troya por la puerta e la habitación.

Tan pronto me dieron el alta me escondí en casa de un hermano, hasta que encontré un lugar dónde vivir y allí me instalé hasta ahora. De eso hace ya más de siete años.

He oído que cuenta que ella ya había dicho que un día yo me iba a ir de casa y que ni siquiera me despediría, y también había anunciado que con tal de no compartir el coche, yo terminaría por tirarlo por cualquier sitio y cosas así.

Pero la verdad es que, después de tanto tiempo, después de valorar las cosas que he ganado y que he perdido, tengo que reconocer que sigo echándole de menos, que es verdad que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde, que más vale malo conocido que bueno por conocer. ¡Ah, cómo he echado de menos ese Volvo!

viernes, 23 de agosto de 2013

Cuestión de espacio

Después de tantos años, al final habían decidido que cada uno debía seguir su camino. Él peinaba canas y ella, una melena castaña que solía ocultar recogiéndola en un moño. Ambos habían conocido la felicidad juntos, pero la llegada de los niños, las complicaciones económicas que llevaron a la búsqueda de trabajos menos trascendentes desde el ámbito personal pero mejor remunerados, la convivencia que iba presentando aluminosis en los cimientos, y los pequeños detalles que hacen que las cosas sean de un color u otro, empañaron los cristales de pareja y comenzaron a ver el horizonte en lugar de caminar sobre él, tal y como habían hecho hasta hacía unos años.
Hablar con una o con otro se convertía en un estudio sociológico de por qué fracasan las parejas. Distanciamiento, falta de entendimiento, metas distintas, y una pequeña incomodidad al sentir la presencia del otro.
Cuándo empezaron los síntomas, ninguno lo sabe. En cambio coincidían en un aspecto: aseguraban que se trataba de un problema de espacios.
Ella, por ejemplo, sentía que el mundo se le venía encima cuando abría el ropero y se encontraba la ropa de él junto a la suya, así que comenzó a separarla apretando cada vez más los percheros; le costaba compartir mesa hasta el punto de que había decidido comer y cenar la mayoría de los días fuera; evitaba compartir el fin de semana buscando excusas laborales que la alejaban de casa; perdía el tren conscientemente para tratar de tener unas horas más para ella… En definitiva, traba de alejarse tanto como le era posible de él y de su vida.
Él, por su parte, reconocía que también había problemas de espacios. Cuando se encontró a su mujer tratando de poner aire de por medio en el armario, sacó cuanto no necesitaba y lo llevó a una organización especializada en el reciclaje de ropa. Porque las cosas pasan, allí conoció a una mujer que no sólo recogió su ropa, también recogió las horas de espera, las comidas, las cenas y los fines de semana de asueto.
No fue difícil que ella asumiera que él había conocido a otra persona, lo que realmente le incomodó fue descubrir que el espacio que ella iba creando él los había ido rellenando.

Ahora, una tiene espacio en el armario, todas las horas del mundo para trabajar, puede comer sin que nadie le espere y una cama tan ancha como quería. El otro, por su parte, sigue peleando por meter las cosas en los cajones, espera y le esperan para comer, trata de trabajar menos para vivir más y, por ahora, tiene una cama igual de ancha que la de su mujer, pero no duerme solo. A veces, ni duerme.

domingo, 30 de junio de 2013

Se acabó

Acudo a mi funeral por puro morbo.

Aquí, desde el mismo coro de la iglesia, contemplo mi entrada a hombros y el tremendo esfuerzo que hacen quienes me llevaban. Lo primero que pienso es que si se hubieran esforzado un poquito más cuando estaba vivo, quizá ahora no tendrían que estar lamentando mi ausencia. Porque realmente no les apena que me hayan dejado de ver sino que lamentan no haber acudido cuando les llamé.

Me asombro de la cantidad de gente que viene conmigo. Me sorprende la solemnidad que me demuestran. Me indignan las muestras de tanta condolencia cuando sabían de antemano que mi fallecimiento era la consecuencia lógica de sus decisiones.

Los asistentes hablan como si me conocieran, como si de verdad no encontraran explicación a este funeral. Sólo un pequeño grupo formado por mi familia y amigos reivindica lo que he sido. El resto mira y asiente cuando pasan, pero cuchichean y se ríen a sus espaldas.

El sacerdote recuerda mi nombre y algunos detalles de mi vida, muy pocos, pero trata de dejar claro que pertenecía a otra raza, a otro tiempo...

Realmente las caras revelan una seriedad que pocas veces había visto, como tampoco había visto la cara de la inmensa mayoría de los y las asistentes. "La calma que precede a la tormenta", pienso.

Ahora soy yo quien sonríe. Después de muchos años, ahora soy yo quien de verdad se ríe. Y le pido a Dios que me deje unos días para pasear por este mundo, ahora que he muerto, ahora que ha muerto el último ciudadano que no cobraba del Estado.

martes, 18 de junio de 2013

Las manos

Supe que me había vencido y ganado (vencido a mis miedos y ganado a mi alma) desde el momento en que me tocó.

Yo me encontraba sobre la típica camilla de masajes, escuchando la típica música preparada para facilitar la relajación, con la típica toalla que tapaba desde más abajo de las caderas hasta más arriba de medio muslo, en la típica penumbra, sumido en los típicos pensamientos de obligaciones pendientes. No era la primera vez que las hernias o las contracturas (la edad) me obligaban a acudir a un quiromasajista para solucionar mis males.

Así que no fue extraño que cuando oí cerrarse la puerta (no sé por qué nunca la oyes abrir), siquiera despegara los párpados. Cierto es que en esa situación percibí corrientes de aire que anunciaban la presencia de un cuerpo en movimiento.

Sin una palabra siquiera, unas manos se posaron sobre mis tobillos y se mantuvieron allí durante algo más que 10 minutos, asiéndome con delicadeza. Sin abrir los ojos, fui imaginando quién se había propuesto convertirse en una extensión de mi cuerpo.

Manos frías, piel suave, dedos no demasiado largos, extremada delicadeza a pesar de que transmitía una fuerte energía... Cuando estuve a punto de abrir los ojos, las manos comenzaron a moverse lentamente.

Primero la planta de los pies, después los maleolos, los gemelos, las rodillas, los muslos y, con una sutileza indiscriptible, me giró para recorrer los glúteos, los lumbares, los dorsales, los omóplatos, las cervicales, el cuero cabelludo, la sien y cada uno de los brazos por separado.

Dicho así suena a paseo por el cuerpo, suena a un masaje normal, a un trabajo profesional, pero nada de eso. Fue un encuentro con cada uno de mis músculos, con mis hernias, con mis huesos, con mis cartílagos, con mis cicatrices, pero también con mis heridas, con mis miedos, con mi vida, con mis recuerdos, con mis anhelos, con mis alegrías, con mis sueños...

Cuando soltó mi último dedo quise darle las gracias. Nunca nadie me había tocado y, mucho menos, me había tratado así, pero las lágrimas me impedían abrir los ojos y un imperceptible sollozo hizo imposible articular palabra alguna.

Volví a sentir cierto movimiento por la habitación. Quise levantarme y abrazarle, pero mi cuerpo ya no era mío.

No sé cuanto tiempo pasó. Creo que horas. De hecho me extrañó que nadie entrara a preocuparse por mí, pensé que quizá se habían olvidado. Así que, lentamente me fui incorporando, respirando hondo, y volviendo en mí. Me vestí, me sequé la cara y salí de la sala de masaje.

Cuando me acerqué a la recepción a pagar, la administrativo me preguntó: "¿Algún problema, señor Padilla?". "Ninguno", contesté yo.

Mientras sacaba la cartera para pagar pregunté: "¿Quién me dio el masaje?¿Es un quiromasajista nuevo?".

La muchacha sonrió. "Disculpe el retraso, estamos un poquito liados porque tenemos a un compañero de baja".

"¿Cómo?", respondí, "¿a qué retraso se refiere?".

"A estos 10 minutos que lleva ahí dentro", contestó, "normalmente siempre le hemos atendido enseguida, pero ya le digo, hemos tenido que ajustar un poco los tiempos para no dejar a ningún cliente sin cita".

Miré el reloj. Eran las 18.40 horas y yo había llegado a las 18.30 horas.

"Disculpe", le dije, "¿no ha entrado ninguna mujer en este tiempo?".

"No", me contestó con mirada extraña, "es que no tenemos a ninguna mujer dando tratamiento, pero tampoco ningún hombre".

Miré de nuevo a un lado y a otro. No podía explicar nada. Realmente sólo tenía una pregunta: ¿Qué ha pasado?, pero a nadie a quien hacérsela.

"¿Se encuentra bien, caballero?", preguntó la administrativo, "está usted sin color. ¿Quiere sentarse?".


domingo, 9 de junio de 2013

martes, 28 de mayo de 2013

viernes, 10 de mayo de 2013

Parafraseando a Bertolt Brecht

Hay amores que duran un día y son buenos. Hay otros que duran un año, y son mejores. Hay los que duran muchos años años, y son muy buenos. Pero hay los que duran toda la vida; esos son los imprescindibles.

domingo, 28 de abril de 2013

martes, 23 de abril de 2013

Cuando la sed aprieta


Llevaba toda la semana con el presentimiento de que iba a ocurrir alguna desgracia. A sus ochenta y pocos años, casi todas las noticias que podían interesarle llegaban en forma de esquela, así que bajó a comprar el periódico y a comprar algo de verdura fresca para la comida. Como siempre, antes de salir, se acercó hasta la solana, donde ella estaba, para dar parte de su salida, recorrido y tiempo de ausencia. Ella lo escuchó y le apuntó pan, té y “unas lonchas de jamón cocido si te da el dinero”, le dijo.
Él no comentó nada de ese mal augurio que había empezado a sobrevolarle hacía apenas unos días, y aunque tuvo la intención de darle un beso, se reprimió pensando que iba a saber a despedida.
Fue en ese beso que no dio en una de las cosas que pensó cuando la vio caída en el suelo entre la cocina y el salón, casi tras la misma puerta de la calle, con un brazo extendido y el otro en el pecho, como si hubiera intentado huir de su suerte por la escalera.
Soltó las bolsas y trató de levantarla, pero era inútil. Se dio cuenta de que el presentimiento ya no pesaba, ya se había disipado, y notó que su respiración se agitaba cada vez más al comprobar que la de ella había terminado. Pensó en pedir auxilio, llamar a urgencias, en gritar desesperadamente… Pero ¿para qué? Lo único que podía conseguir es que unos enfermeros la separaran de su lado. Nadie iba a devolverle la vida, pero al menos, ahora mismo, él podía acariciarle el pelo, abrazarla y darle el beso que se quedó en la puerta de la solana cuando salía a comprar.
Se acostó junto a ella. Siempre había pensado que la escena sería al revés, que sería él el primero en irse. Y maldijo su mala suerte y lloró. Lloró no sólo por la muerte de su compañera, lloró porque no era justo que la persona que amaba, aquel ángel que tenía entre sus brazos, hubiera muerto de aquel modo, tirada en el suelo frío, tratando de alcanzar la puerta, quizá para pedir ayuda o quizá sólo por buscarle a él. No era justo. Ella allí, sola, sin una mano que apretar, sin poder mirar por última vez los ojos que tanto la habían mirado. “No es justo”, se repitió.
Con la mano trató de secarle la mejilla empapada por sus propias lágrimas. Al verla, se dio cuenta de que en esos pocos minutos su mano había envejecido, y por ende, que también su cuerpo, y su mente, y sus ganas de vivir… Por primera vez se sentía viejo y se sabía solo.
En cambio, ella parecía simplemente dormida. Seguía igual de bella a sus ojos, quizá  más. Con la serenidad que le daba la muerte, su rostro parecía casi una pintura.
Desde el mismo suelo trató de colocarla, buscando la forma en que creyó que podía estar más cómoda. Le dio la vuelta, le cerró los ojos y la dejó boca arriba. Le estiró los brazos a ambos lados y le quitó la zapatilla que aún seguía puesta. Le estiró bien la ropa que llevaba puesta y le colocó el escote.
Por primera vez fue consciente de que nunca le había dedicado tanto tiempo a ayudarla, y pensó que el tiempo que se habían dedicado en vida no había sido suficiente.
Se acostó a su lado. La cadera le recordó la edad, pero se esforzó un poco más hasta encontrar una posición relativamente cómoda en donde quedaba mirándola.
No sabía cuánto tiempo había pasado, aunque se había hecho de noche. Pensó que quizá era el momento de avisar a los chicos. No sería fácil decírselo, pero había que hacerlo. Pensó entonces en beber agua. Durante todo el día no había bebido nada y ahora, al pensar en hablar con sus hijos, se daba cuenta de que tenía la garganta seca.
Desde el suelo miró el agua que se encontraba en la cocina y calculó cuánto tiempo necesitaría para ir allí y beber. “No pienso dejarla sola otra vez”, se dijo, y volvió a mirarla.
Se alegró de su falta de vista y de que la noche hubiera apagado la luz que entraba desde la ventana. “Ya debe haber perdido el color. Su cara debe estar mucho más pálida. Quizá ya no vuelva a verla como era”, se convenció.
Tosió varias veces y trató de tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Volvió a mirar el agua, pero la distancia seguía siendo la misma y sus brazos y su cadera ya estaban entumecidos por el frío del suelo.
“En otro tiempo te habría llevado en brazos hasta la cocina”, le dijo a su mujer en voz alta, y volvió a perder la noción del tiempo mirando.
De los tres vástagos, fue la única hija la que acudió al domicilio familiar ante la ausencia de noticias. Al entrar el panorama fue desolador. Padre y madre yacían muertos sobre el suelo.
Las autopsias revelaron dos cuestiones. Ella murió de un infarto; él, de sed.

sábado, 6 de abril de 2013

El mundo en contra


Vivía permanentemente cabreado. Le recuerdo por las calles adoquinas del casco antiguo moviendo la cabeza como si negara al aire su propia existencia. Y realmente era un tipo con suerte: buena familia, trabajo reconocido, tiempo libre para dedicar a lo que quisiera, sin problemas económicos…
Pero nada de eso parecía importante. “¿Los políticos? Unos corruptos, unos ladrones: ¿Los curas?  Un cáncer para la sociedad: ¿La juventud? Una banda de niñatos que no valoran nada y sólo piensan en emborracharse y drogarse: ¿Los ecologistas? Unos gandules que se aprovechan del sistema para quejarse de todo…”.
La lista era interminable. No había una sola acción en el mundo que, desde su prisma, no nos llevara al caos y la destrucción de la raza humana y las buenas costumbres.
Espetaba a los ciudadanos y ciudadanas que paseaban con perro; insultaba a las parejas que se besaban en la calle; maldecía el sol si estaba despejado y a la lluvia si caía; criticaba la ubicación del mobiliario urbano cuando se ponía y al ayuntamiento cuando lo quitaba; cualquier victoria era el augurio de un fracaso inminente y cualquier derrota, el inicio de una hecatombe.
Ante esta actitud, sus hijos se fueron alejando de él, y alejaron aún más a sus nietos (“siempre estuvieron mal educados”, decía). Una vez que los hijos se fueron de casa, la mujer tampoco tenía nada que hacer y se marchó, como se marcharon los amigos que preferían tertulias más reconfortantes.
Los vecinos y vecinas lo evitaban en las escaleras y cruzaban de acera si lo detectaban a lo lejos; los jóvenes del barrio, conocedores de su carácter, provocaban situaciones para irritarlo; en la concejalía de distrito le habían prohibido el acceso por los permanentes enfrentamientos que rozaban la violencia; y la policía, hacía años que había dejado de atender sus demandas cansados de tanta denuncia falsa.
Un mes de diciembre, el hombre cogió un pequeño resfriado que nunca se trató (“qué va a saber el médico si ya no saben distinguir una gripe de una pulmonía”, argumentaba) y, como era de esperar, el resfriado fue evolucionando hasta convertirse en bronquitis, y de ahí a pulmonía, y de ahí a diversas complicaciones de las que renegó argumentando que lo que único que querían en el hospital era sacarle las “perras”.
Finalmente murió solo. Poco antes de expirar, a una de las pocas enfermeras que pasaba por la habitación, le comentó que eso era lo que quería, que desde niño el mundo había estado contra él y que, evidentemente, ahora se demostraba que siempre había tenido razón: “Cada uno va a lo suyo. Ahí les dejo a su suerte sin mí”, dijo.

domingo, 31 de marzo de 2013

Cuando sobran las palabras

Soy un  fervoroso partidario de las palabras. Creo, sinceramente, que en algunas ocasiones la palabra transmite mucho más que una imagen, y que si hay voluntad, las palabras pueden dar consuelo, entendimiento, alcanzar acuerdos, transmitir alegría, llevar noticias...

Pero no siempre es así, no siempre ocurre. Hay voluntades inquebrantables por la palabra, oídos impermeables incluso cuando lo que hay en su entorno es un clamor.

Por desgracia, ejemplos no  nos faltan. Políticos (los que se niegan a salvar a los desahuciados pero regalan cientos de millones a los bancos, los que amenazan con una guerra en Corea y los que tratan de provocarla, los que en nombre de la seguridad impiden el derecho a la expresión pacífica...), integristas de cualquier religión, maltratadores, hermanos/as, vecinos/as...

Pero la cosa es más grave, realmente mucho más grave, cuando la sordera, la incomunicación, la distancia se marca en una relación de pareja, entre personas que supuestamente se quieren, entre individuos o individuas que en algún momento creyeron compartir algo más que unas risas o unas copas o un par de asientos en el cine.

Por lo general esa sordera no tiene más salida que la amputación. Y una de las personas no comprende por qué y la otra, ya no tiene palabras para explicárselo y, lo que es más triste, tampoco ganas.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Más de 25.000 gracias

Pues poco a poco ya han llegado a 25.075 las visitas a este blog. De verdad, gracias por mirar estas cosas que a uno se le ocurren, a veces a horas extrañas, pero de mirar la vida, ya sea una imagen o un texto. Especialmente a quienes con sus comentarios me hacen saber que están ahí. Gracias una vez más.

viernes, 22 de marzo de 2013

El calor de la noche

Llevaba tantas noches abrazado a ella que había olvidado lo que era dormir solo. "Ya no siento nada por ti", le había dicho y, casi sin dar tiempo a reaccionar, hizo sus maletas y se marchó.

No la podía culpar. Él sabía que las cosas eran así, que hacía tiempo que se había perdido casi todo: las confidencias, los momentos cómplices, la pasión, los proyectos... Sólo se había salvado el respeto, las formas y los gastos. Evidentemente se habían perdido.

Durante sus vigilias en la cama pensaba por qué no podía pegar ojo. Al fin y al cabo ahora era un hombre libre, con capacidad de hacer y deshacer a su antojo, sin condiciones, con la posibilidad de rehacer su vida y encontrar con quién volver a tener confidencias, momentos cómplices, pasión y proyectos. Y aunque reconocía que todo había acabado, sin embargo, le era imposible dormir.

Desde entonces hasta ahora, había tenido alguna relación esporádica con mujeres, pero tampoco se había sentido cómodo ni había conciliado el sueño tan apaciblemente como con su ex. Sólo había una explicación: echaba de menos la temperatura corporal de quien fue su pareja.

Así, obsesionado por ello, decidió salir cada día con un termómetro en el bolsillo, y antes de comenzar cualquier relación pedía a la muchacha o mujer en cuestión que se tomara la temperatura. 36,7º era el calor ideal.

No es difícil imaginar que el proyecto rozaba la locura, y que muchas de las "candidatas" huyeron desde el primer momento, aunque algunas otras se prestaron a la prueba y suspendieron.

Y pasaron días y semanas, y él, en sus trece, o mejor en sus 36,7, dispuesto a no claudicar.

Habían pasado años cuando coincidió en un curso de formación laboral con una chica. No se podía decir que fuera encantadora ni guapísima ni que físicamente estuviera más allá de lo que podía considerarse normal, pero conectaron, algo les unía y eso les permitía establecer confidencias y momentos cómplices. También podía notarse cierta atracción física y ambos estaban dispuestos a llevar a cabo proyectos con otra persona.

Por primera vez en tanto tiempo, él tuvo la tentación de no sacar el termómetro, pero seguro de que si no lo hacía lo lamentaría, sacó el aparato y le pidió que se tomara la temperatura. Dos minuto después, ella se lo devolvía. El mercurio marcaba 36,7º.

Su rostro se iluminó, y apunto estaba de contarle lo que le había costado encontrarla cuando ella, de su bolso, sacaba otro termómetro y le pedía lo mismo.

Durante los pocos minutos que tardó el aparato en avisar que había llegado a la temperatura, él pensó que realmente era su alma gemela, que ambos podían compartir más que nadie y, sobre todo, dormir, por fin, a pierna suelta.

Cuando miró la temperatura, los número digitales indicaban 36,7º. Entonces él la miró y ella le dijo: Demasiado calor para la noche, yo pedía 36,2º.

viernes, 8 de marzo de 2013

Por un segundo

Hasta ese momento su vida había sido una observación estricta de las normas y las leyes. Nunca nadie tuvo que reprocharle nada. No dejaba de reconocer que en alguna ocasión hubiera querido coger a alguien por el cuello, o mandar a callar a gritos a los conductores que perdían los papeles al volante, o decirle a su jefe cuatro cosas bien dichas. Pero nada de eso era correcto, al menos "políticamente correcto". Había sido educado para no hacer, para limitarse, para mantener el camino recto. Y así también había educado a sus hijos y se lo había exigido a su mujer. En su casa, todo era correcto y estricto. Las cosas eran como debían ser.

Hoy no sabe cómo ni por qué, el caso es que un día conoció a alguien que carecía de respeto por las normas. Se trataba de un tipo realmente curioso, simpático, con permanentes incursiones al territorio que él se había vetado. No se trataba sólo de drogas, de sexo o de cierto gamberrismo, realmente se trataba de otra forma de vida, exactamente de eso, de mirar la vida de otra forma, por la cara oculta.

Reconoce que le costó aceptarlo, pero una vez que lo hizo se descubrió el color en su vida de blancos y negros. "¡Ah!", confiesa, "¡cómo me costó dar el primer paso!". Pero lo dio. Una noche en la que estaba cenando con este -ya entonces- colega, se planteó la posibilidad de ir a un garito a tomar una copas.

"No", dijo, "tengo que volver a casa y además, ya he bebido lo suficiente". Pero la tentación fue creciendo a medida que crecían las expectativas de la noche. Compañeros que se sumaban con los que siempre quiso cambiar impresiones, pero con quienes no mantenía confianza para acercarse; compañeras a las que siempre quiso conocer mejor pero con las que no hablaba porque un hombre casado no debe intimar con la vida de otras mujeres; vecinos a los que alguna vez quiso demandar un respeto mínimo de la convivencia, pero se aguanto las ganas por evitar la confrontación; camareros con los que hubiera intercambiado chistes, aunque un hombre de su posición no debía estar en la barra de un bar...

Cuál fue el momento, quién o qué dio con el "clic", en qué segundo de su vida encendió la otra parte del mundo que había mantenido en penumbra, no lo sabe. Sólo recuerda imágenes aisladas, inconexas entre sí. Unos bailes en mitad de una pista, unas risas, unos abrazos, algún comentario de curro, dos o tres de sobre hombres y mujeres, y como llantos de su mujer y preguntas de la policía al llegar a su casa de día y sin corbata.

http://www.youtube.com/watch?v=YpfvXMiaCWo

viernes, 1 de marzo de 2013

Penélope

http://www.youtube.com/watch?v=GXGYBybj5qo


martes, 19 de febrero de 2013

No quiero ser "grande"

Supongo que como todos y como todas pensé que para disfrutar de las cosas había que tener. Me enseñaron que el dinero no daba la felicidad, pero ayudaba a conseguirla; y que el trabajo era la forma idónea de hacerme un hombre. También me explicaron que las grandes cosas del mundo se conseguían luchando, escalando, con esfuerzo. Que el sudor y la sangre nos hacía más fuertes...

En fin, me contaron que para disfrutar de la vida primero había que ganarla, había que llegar a nuestros propios límites, a defender lo mío frente al mundo entero que pretendía también disfrutar de la vida pero con mis cosas.

Tan convencido estaba que olvidé lo realmente importante, la felicidad que había en lo sencillo, en lo que la vida nos da totalmente gratis, en lo que siempre me hizo feliz... Y me convertí en un adulto.


domingo, 3 de febrero de 2013

Y ya estamos en febrero


Se había prometido un cambio de vida. Poner fin a las prisas, disfrutar de la familia, más tiempo para leer, menos horas de trabajo, practicar deporte, terminar el curso que había dejado a medias en la UNED, mirarse más el ombligo y menos al espejo…
Ese iba a ser su regalo de Navidad. Una mujer madura, de vuelta de casi todo y tras una eternidad trabajando sin descanso, ya tenía derecho a “vivir la vida”, se decía. Había sabido superar una dura separación, incluso, cuando vio que no había marcha atrás, aprovechó las circunstancias para hacer que su ex marido se sintiera más culpable, y con ello había conseguido controlar la relación en todo momento. Más culpable lo hizo sentirse cuando los niños le hablaron de la “nueva novia de papá”. No le hizo falta más que unas cuantas frases precisas en el momento oportuno para que su “ex” se sintiera vil y asumiera que su papel era facilitarle la vida tanto como ella dispusiera.
A veces hasta le daba pena.
Pero ya entonces, y hasta ahora, su vida se limitaba al trabajo, a los dos hijos que tenía y a mantener alguna que otra salida con compañeros de la oficina o algún cliente, siempre sin mayores pretensiones que convertir el trabajo en algo distendido.
Mientras esperaba el ascensor pensaba en ese cambio de vida prometido, y sin embargo, allí estaba corriendo una vez más, entre el colegio de los chicos y la reunión de primera hora con unas clientas que, temía, no iban a facilitarle el trabajo.
Pensó que cuando se prometió en Navidad un futuro, tuvo que posponerlo para Reyes, pues no podía dejar sin terminar lo que estaba pendiente. Claro que las cosas se complicaron y trajeron más cosas que le hicieron pensar que el día para romper con todo sería justo después de Carnaval. Pero el Carnaval finalizó dando paso a la Semana Santa y ésta, al cierre fiscal, y ya en estas fechas pasó a mirar hacia el verano, en donde entre el mes con los niños y las vacaciones de los compañeros de despacho nada se podría hacer, y de ahí, de nuevo se volvió a prometer el mismo regalo de Navidad.
Y así lleva un lustro, deseando cambiar lo que nunca cambia. “Y ya estamos en febrero”, se dijo mientras miraba el reloj.

domingo, 13 de enero de 2013

Tiempo y espacio

La ciencia es la ciencia. Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales, dice el diccionario y la razón. Según esto, la relación entre el el tiempo y el espacio define la velocidad. Si invertimos "X" tiempo para "Y" distancia supone que tendremos  "Y/X" de velocidad en metros por segundos, kilómetros por hora, metros por hora, kilómetros por segundo....

En buena lógica es así. Lo dice la ciencia cada vez que cogemos un metro y un cronómetro.

Claro que en casos como éste la experiencia no es la madre de la ciencia, a lo más una tía lejana, de cuarta o quinta generación. La experiencia nos dice que la distancia y el tiempo a lo que da lugar es a olvidos, a enfriamientos, a pérdidas... a nostalgia.

Y a tanto tiempo por días de distancia los metros y los kilómetros se multiplican aunque sean los mismos. Y 20 años es media vida, y Penélope se olvida por qué esperaba, y el mar nos alcanza y hasta nos cubre por mucho que creamos que somos más fuerte. Los abrazos perdidos se sienten, pero no se tienen; y los recuerdos dejan de estar en presente para "in" memoria; y los olores y los sabores se diluyen en el recuerdo, junto con los paisajes, los besos y la infancia.

De ahí que haya una "Teoría de la relatividad" mucho más antigua de lo que creemos, aunque con los años llegara Einstein y viera la luz, y decidiéramos olvidar que lo relativo, a veces, es absoluto.


https://www.youtube.com/watch?v=S22afP9wODE

jueves, 10 de enero de 2013

martes, 1 de enero de 2013