domingo, 1 de septiembre de 2013

Difícil de olvidar

Desde el minuto uno ya sabía que aquel no iba a ser un buen día.

Como si se tratara de un aviso a navegantes, pasados unos segundo de las 00.00 horas de la fecha en cuestión, la televisión dio un pequeño quejido en forma de cortocircuito y se apagó. "Ya te dije yo que la tele estaba haciendo cosas raras", me dijo ella, "pero tú, como siempre, como si hablara con las paredes. Ahora estarás un mes para llevarla a reparar y otro mes para recogerla", me espetó.

La verdad es que no podía contradecirla. Lo había dicho, como lo había dicho de la lavadora, la nevera, el grifo del baño y también sobre el de la cocina, del vecino de arriba, de la vecina de enfrente... Era difícil que algo saliera mal sin que ella no lo hubiese anunciado. Daba igual que fuera una catástrofe natural o un error humano de dimensiones desorbitadas o nimiedad entre las nimiedades.

"La energía nuclear nos va a causar un disgusto", decía, pero también lo decía de los coches, de los móviles, del cine, del teatro, de los periódicos, del progreso, de la medicina, de los impuestos, del gobierno entrante y del saliente de cualquier país, de los bancos, de los medianos inversores, de los estudiantes, de los militares... En fin, no había nada en este mundo que no tuviera su profecía.

Claro que ella jugaba sobre seguro. Primero, porque lo malo siempre estaba por pasar y sólo si ocurría podía confirmarse. Por ejemplo, se inauguraba una tienda. "Este negocio terminará cerrando", era el vaticinio. Si a los dos años no había cerrado y alguien se lo recordaba, la respuesta era, "ya veremos si tengo razón. ¿No lo ves?". Cuando tras la muerte de los propietarios, unas décadas después los herederos traspasaban el negocio, allí estaba ella para decir eso de: "¿Te lo dije o no te lo dije?".

Por otra parte, eran tantos los augurios, que cualquier cosa negativa que pasara era prácticamente imposible discernir si ella lo había anunciado o se le había pasado.

Así que aquel día comenzamos con la tele, pero le siguió la luz del dormitorio que se fundió tras cuatro años y unos meses de uso -"ya te dije cuando compraste esos bombillos, que no eran buenos"-, y con la mesilla de noche cuando me quedé con el pomo del cajón en la mano -"si ya lo sabía yo que te iban a engañar en aquella tienda"-, y con el despertador cuando al ponerlo en hora se me cayó al suelo y se convirtió en un desmontable imposible de montar -"si es que haciendo las cosas como las haces ya te había dicho que ibas a romperlo"-.

Quise creer que sólo era un mal final para un día y ame dormí cuanto antes. Pero al despertar la mala fortuna también lo hizo junto con toda la retahíla de profecías siniestras. La cafetera se rompió, el pan para las tostadas presentaba moho, con la noche que tuvimos no nos acordamos del cambio de hora y por lo tanto íbamos una hora tarde a todo, el perro del vecino se había meado en el felpudo y, nada más arrancar el coche y ponerlo en marcha, por algún motivo desconocido, se inflaron los airbag, provocando que me fuera de frente contra la valla de la rampa del garaje, partiéndola y cayendo a la planta inferior, destrozando mi Volvo y los dos coches sobre los que caer y que, probablemente, me salvaron la vida.

Salí por mi pié, llamé por teléfono al trabajo y conté lo sucedido antes de que dos enfermeros me metieran en la ambulancia que el encargado del aparcamiento había mandado llamar.

-"¿Avisamos a alguien? ¿A su mujer?", preguntaron. "
-"A mi mujer no hace falta que seguro que ya lo sabe",
contesté yo asustado de que ella apareciera allí y comenzara a hacer apología de sus advertencia y augurios, y convencido como estaba de que mi señora en algún momento me habría anunciado una caída sobre los coches de los vecinos provocado por el salto sin motivo aparente de los airbag, a lo que le añadiría sus advertencias sobre cafeteras, la necesidad de cambiar el horario de verano y de dar un escarmiento al perro del vecino y al vecino por dejarlo mear en el felpudo, y no sé cuantas cosas más que iban a pasar o ya habían pasado.

Así que llegué más nervioso al hospital pensando en que mi mujer se presentara allí que por mi estado de salud. Así que negué cualquier relación que no fuera con mi madre o mis hermanos, y falseé la dirección de mi vivienda y el teléfono fijo.

 A medida que pasaban las horas y los días, mi recuperación se iba haciendo cada vez más evidente, pero nadie se explicaba aquellas subidas de tensión extraordinarias, aunque yo sabía que se trataba del estado de estrés al que estaba sometido pensando en que mi mujer aparecería en cualquier momento como la reencarnación de Casandra de Troya por la puerta e la habitación.

Tan pronto me dieron el alta me escondí en casa de un hermano, hasta que encontré un lugar dónde vivir y allí me instalé hasta ahora. De eso hace ya más de siete años.

He oído que cuenta que ella ya había dicho que un día yo me iba a ir de casa y que ni siquiera me despediría, y también había anunciado que con tal de no compartir el coche, yo terminaría por tirarlo por cualquier sitio y cosas así.

Pero la verdad es que, después de tanto tiempo, después de valorar las cosas que he ganado y que he perdido, tengo que reconocer que sigo echándole de menos, que es verdad que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde, que más vale malo conocido que bueno por conocer. ¡Ah, cómo he echado de menos ese Volvo!

2 comentarios:

  1. Hola Yiyo,

    Cuando leí el relato no pude evitar acordarme de mi madre, salvando la gran diferencia, claro.

    Según voy leyendo, da agobio pensar en tener alguien así a tu lado cada día, y muchas horas del día, un dolor!!!!!

    Pero el recordar a mi madre va más bien por aquello de que nos advertía todo aquello que no debíamos hacer, y que ignorábamos, y cataplash, se vaticinaba aquello que nos había dicho, o aún algo peor. Trastadas de niños, cómo no, con la consiguiente "paliza" (no era tanto) por haberte caído, por haberte hecho una herida, por haberte perdido, por haber hecho un fuego dentro de tu casa, por ... en definitiva haber hecho sufrir a tus padres.

    En fin, me recordó a ella, pero cariñosamente, y hasta con mucha nostalgia de aquellos tiempos.

    En fin, los recuerdos que están ahí, esperando a que alguien o algo los haga aflorar, jejeje.

    Un abrazo grande.

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    1. Hola, morena.

      Pues sí. Decía Benedetti que el olvido estaba lleno de memoria. A veces basta un simple gesto, un olor o una frase para que recuperemos esa memoria del olvido.

      Recordar es, de alguna manera, volver a vivir. Por lo menos es volver a sentir, y si el cuento te ha ayudado a ello, pues no sabes lo que me alegra.

      Un fuerte abrazo.

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