Supe que me había vencido y ganado (vencido a mis miedos y ganado a mi alma) desde el momento en que me tocó.
Yo me encontraba sobre la típica camilla de masajes, escuchando la típica música preparada para facilitar la relajación, con la típica toalla que tapaba desde más abajo de las caderas hasta más arriba de medio muslo, en la típica penumbra, sumido en los típicos pensamientos de obligaciones pendientes. No era la primera vez que las hernias o las contracturas (la edad) me obligaban a acudir a un quiromasajista para solucionar mis males.
Así que no fue extraño que cuando oí cerrarse la puerta (no sé por qué nunca la oyes abrir), siquiera despegara los párpados. Cierto es que en esa situación percibí corrientes de aire que anunciaban la presencia de un cuerpo en movimiento.
Sin una palabra siquiera, unas manos se posaron sobre mis tobillos y se mantuvieron allí durante algo más que 10 minutos, asiéndome con delicadeza. Sin abrir los ojos, fui imaginando quién se había propuesto convertirse en una extensión de mi cuerpo.
Manos frías, piel suave, dedos no demasiado largos, extremada delicadeza a pesar de que transmitía una fuerte energía... Cuando estuve a punto de abrir los ojos, las manos comenzaron a moverse lentamente.
Primero la planta de los pies, después los maleolos, los gemelos, las rodillas, los muslos y, con una sutileza indiscriptible, me giró para recorrer los glúteos, los lumbares, los dorsales, los omóplatos, las cervicales, el cuero cabelludo, la sien y cada uno de los brazos por separado.
Dicho así suena a paseo por el cuerpo, suena a un masaje normal, a un trabajo profesional, pero nada de eso. Fue un encuentro con cada uno de mis músculos, con mis hernias, con mis huesos, con mis cartílagos, con mis cicatrices, pero también con mis heridas, con mis miedos, con mi vida, con mis recuerdos, con mis anhelos, con mis alegrías, con mis sueños...
Cuando soltó mi último dedo quise darle las gracias. Nunca nadie me había tocado y, mucho menos, me había tratado así, pero las lágrimas me impedían abrir los ojos y un imperceptible sollozo hizo imposible articular palabra alguna.
Volví a sentir cierto movimiento por la habitación. Quise levantarme y abrazarle, pero mi cuerpo ya no era mío.
No sé cuanto tiempo pasó. Creo que horas. De hecho me extrañó que nadie entrara a preocuparse por mí, pensé que quizá se habían olvidado. Así que, lentamente me fui incorporando, respirando hondo, y volviendo en mí. Me vestí, me sequé la cara y salí de la sala de masaje.
Cuando me acerqué a la recepción a pagar, la administrativo me preguntó: "¿Algún problema, señor Padilla?". "Ninguno", contesté yo.
Mientras sacaba la cartera para pagar pregunté: "¿Quién me dio el masaje?¿Es un quiromasajista nuevo?".
La muchacha sonrió. "Disculpe el retraso, estamos un poquito liados porque tenemos a un compañero de baja".
"¿Cómo?", respondí, "¿a qué retraso se refiere?".
"A estos 10 minutos que lleva ahí dentro", contestó, "normalmente siempre le hemos atendido enseguida, pero ya le digo, hemos tenido que ajustar un poco los tiempos para no dejar a ningún cliente sin cita".
Miré el reloj. Eran las 18.40 horas y yo había llegado a las 18.30 horas.
"Disculpe", le dije, "¿no ha entrado ninguna mujer en este tiempo?".
"No", me contestó con mirada extraña, "es que no tenemos a ninguna mujer dando tratamiento, pero tampoco ningún hombre".
Miré de nuevo a un lado y a otro. No podía explicar nada. Realmente sólo tenía una pregunta: ¿Qué ha pasado?, pero a nadie a quien hacérsela.
"¿Se encuentra bien, caballero?", preguntó la administrativo, "está usted sin color. ¿Quiere sentarse?".