Ruanda


Llegamos al aeropuerto de Nairobi a primera hora de la mañana. Los vuelos de Naciones Unidas prohibían el traslado de periodistas, algo que habían hecho durante meses. Así que nos encontrábamos a unos centenares de kilómetros de nuestro objetivo pero sin posibilidad aparente de llegar a Goma.

Nos ofrecieron la posibilidad de alquilar una avioneta, algo que probablemente la CNN o TVE hubiera podido permitirse, pero nuestros recursos eran mucho más escasos, así que buscamos alguna alternativa.

Todo hacía presagiar que tendríamos que ponernos en contacto con otros colegas en circunstancias similares para reunir un presupuesto que nos permitiera alquilar el dichoso aparato, pero tardaríamos, al menos, uno o dos días en partir. Decidimos buscar un hotel que nos sirviera de centro de operaciones. Desde él hicimos algunas llamadas, no antes de pedir algo de comer al servicio de habitaciones, y comunicamos con algunas organizaciones humanitarias por si nos colaban en alguno de sus vuelos.

No habían subido aún la comida cuando una llamada de teléfono desde la sede de Naciones Unidas nos comunicaba que en dos horas saldría un vuelo de Air Zaire con destino al aeropuerto de Goma. Volvimos a hacer las mochilas, llegó la comida que engullimos como pudimos, pedimos un taxi, pagamos la habitación y volamos hacia el aeropuerto. En una rotonda el taxi chocó con otro vehículo, accidente que solucionaron pi-diéndonos dinero el conductor para pagar la cantidad acordada con el propietario del otro vehículo. Después nos quedamos sin gasolina. El chófer se apeó con toda la naturalidad del mundo, sacó un bidón de gasolina y dijo ""wait for me"". Después desapareció en una carrera no sin antes asegurarnos que llegaríamos a tiempo al aeropuerto y de pedirnos que, en ningún caso, cogieramos otro vehículo y le abandonásemos. Diez o doce minutos más tarde el taxista llegó con cara de preocupación, pero que tornó a felicidad cuando comprobó que allí estábamos aún.

Por fin llegamos al aeropuerto. Compramos los billetes, pagamos las tasas y nos sentamos a esperar el aviso para embarcar. Mientras hacíamos planes de qué y cómo hacer al llegar a Goma, iban pasando ante nosotros algunos periodistas que, sólo por su olor, intuimos que venían de un territorio maldito.

Bastante polvo en las botas, tierra por todas partes y un olor común, distinto al de cualquiera otro que paseara por el aeropuerto keniata los identificaba. Nunca habíamos olido antes algo similar, así que no podíamos identificarlo pero era un olor pesado, denso, una mezcla de sudor y basura mezclado con tierra húmeda, algo así como el tufo que debe dejar el vómito en medio de una floristería cerrada por duelo. Tan espeso se tornaba el olor que llegaba a instalarse en los pulmones de manera que a cada bocanada de aire el estómago se emplomaba, y el aroma permanecía durante tiempo interminable dentro de él hasta el punto de que la comida o la bebida cambiaban de sabor.

Ese olor se hizo permanente desde que pisamos Goma hasta varias semanas después de regresar. Era el aroma de la parca, del cólera, de la cal sobre los cuerpos podridos, de las diarreas, de la tierra, del humo, de las sangre coagulada en los vómitos de la muerte. Todavía, años después, a veces me parece sentir de nuevo ese olor, esa fragancia densa que terminó instalándose en el propio cerebro. Con el tiempo los detalles olfativos se han ido perdiendo, y nunca parece tan fresco como en aquellos días, pero aún así, al recordarlo, el estómago se vuelve rígido y pesado.

Me acerqué a unas de las zanjas que habían abierto ese día. Ya habían llenado otras tres, quizá cuatro, nos informaron, pero todas estaban ya tapadas salvo dos, una completa de cadáveres y otra, la más grande y más profunda, aún a medias. Cuando llegué al borde de la segunda la imagen era escalofriante, muchos de los muertos aún mantenían los ojos abiertos.

Recuerdo que pensé que no debía mirarlos a la cara, que no debía impresionarme. Cerré los ojos y traté de pensar para qué estaba allí, qué tenía que hacer, cuál era mi trabajo. Los volví a abrir, todos los muertos seguía allí, a mis pies, esperando que yo les quitara incluso la intimidad de la muerte. Cambié el objetivo, me coloqué el cuerpo de la cámara junto a la cara, hice una pasada sobre el montón de cadáveres y volví a reencuadrar aquéllos que me parecieron más expresivos para contar qué era lo que pasaba.

Ninguna imagen me parecía bastante buena. No encontraba la forma de captar el hedor, los insectos volando sobre los cadáveres, las moscas posadas en las bocas y entrando por las orejas, la tierra removida, la cal sobre los cuerpos, las costras, los cadáveres hinchados de tanto podrido...

Hubo veces que tuve que apartar la vista y sacudir la cabeza como hacen los perros cuando el escalofrío les recorre el cuerpo, pero seguí andando entre los muertos y colocando la cámara entre ellos y yo. Esperanza volvió al coche, yo me quedé para hacer la última, tomar esa imagen que recogiera la tragedia que veía, elegir ese rostro, ese cuerpo, esos ojos que pudieran hacer comprender el holocausto, la sinrazón, que quitara el anonimato a aquellas víctimas de la guerra, y no sólo de aquélla, de todas.

En ello estaba cuando llegó un camión cargado de cadáveres. Sabíamos que las autoridades pagaban por cada cuerpo que se recogiera y se llevara a la fosa, una medida para paliar la ola de infecciones y enfermedades. Cambié el carrete de dos de los cuerpos que llevaba y busqué un lugar desde donde poder disparar. Llegué a pensar en entrar incluso dentro de la fosa pero no tuve ni fuerzas ni estómago, así que elegí un lateral donde la luz me era propicia.
El camión aparcó junto a la fosa. Si hubiera sido con volquete habrían echado todos los cuerpos dentro sin contemplaciones, igual que como se descarga un camión de cebollas, pero como éste no tenía el rápido e higiénico sistema había que vaciarlo a mano, así que varios jóvenes pertrechados con mascarillas y guantes fueron tirando los muertos, uno a uno, a la fosa. Algunos iban envueltos en una esterilla, otros completamente desnudos. Desde mi sitio compuse la imagen y me limité a disparar una y otra vez. Vi cómo los cadáveres eran asidos por los brazos y los pies y, tras balancearlos, lanzados lo más lejos posible. Entre ellos estaba el de un niño, un cuerpo totalmente deforme por la hinchazón. Como a los demás, lo remaron y lo tiraron al aire. El cuerpo se quebró por el abdomen antes de caer al montón que le esperaba produciendo un sonido hueco y corto, sucio y corto, sordo y corto. Un montón de restos humanos salieron de su tripa y salpicaron indiscriminadamente, como también salpicó su olor.

No pude apretar el disparador. Los jóvenes seguían lanzando cuerpos sobre cuerpos, también sobre el niño que quedó cubierto enseguida por los cadáveres que le llovían. Yo no aparté la cámara de la cara pero no pude disparar más, la imagen del cuerpo quebrándose en pleno vuelo se me repetía una y otra vez. Por fín di la vuelta y me dirigí al coche. Al entrar sólo pude decir: ""Joder, joder, joder"". Y volví a sacudir la cabeza con la cara entre las manos.