La conocí mientras
estudiábamos una de esas etapas escolares que hoy ya no se recuerdan en los
planes del Ministerio de Educación, aunque en aquel entonces se vendió como se
vendieron todos los planes posteriores en el tiempo.
Ambos veníamos de otro centro y ambos comenzábamos el
apellido con la misma letra y, por tanto, tocaba compartir fila. Ambas
cuestiones -ser nuevos en clase y sentarnos juntos- facilitaron la relación de
amistad entre ambos.
Cierto es que si a la casualidad añadimos las hormonas a los
15 años, los escotes de los 15 años, la risa fácil de los 15 años y una extraña
afición a la ópera para jóvenes de 15 años, el resultado era una terrible
confusión entre sentimientos y sexo.
Pero ese flujo de sensaciones no era mutuo, o al menos yo no
sentí que fluyera en dos direcciones. Así que poco a poco nuestro círculo se
amplió, ella con sus nuevas amigas y yo, con los míos.
Seguimos juntos unos años más, y pasamos de compañeros a
confidentes tan fácilmente como de confidentes a amigos, pero nunca hubo nada
más que alguna mirada furtiva buscando más respuestas que preguntas.
Igual que la vida nos sentó en la misma fila, tres años más
tarde nos colocó en ciudades distintas con el mismo pretexto: los estudios.
La vida es así. Nos fuimos porque tocaba, y si en los años
siguientes años nos cruzamos, la alegría no ocultaba el paso del tiempo, tanto
en cuanto a la frescura de la relación como al proceso físico –y digo proceso y
no deterioro porque ella cada vez parecía más hermosa. Más madura, pero más
hermosa-.
Casi sin darnos cuenta tocó la cena que nos recordaba que
hacía 20 años todos habíamos dejado el colegio. Allí nos reencontramos también.
Quizá el volver a rodearnos de antiguos compañeros y compañeras nos despertó
cierta nostalgia del tiempo en que fuimos más confidentes que amigos, y aunque
no era el momento para contar mucho, sí estábamos ya en la era del móvil, así
que intercambiamos números, además de risas, anécdotas y un breve resumen de
cómo nos había tratado la vida.
Ya de amanecida, de regreso a casa, hice un repaso general de
lo vivido y comprobé en el móvil que el teléfono de ella se había grabado.
Curiosamente tomé varios números esa noche, pero sólo comprobé el suyo.
Pasé unos días recordando el encuentro, intercambiando fotos
por e-mail, pero sin ganas reales de llamarla. Yo tenía mi vida ya
perfectamente organizada, y no dejaba de reconocer que aquella mujer seguía
ejerciendo una cierta atracción sobre mí.
Pero quiso el destino que me encontrara con dos entradas a la
ópera y sin nadie con quien compartirlas. Me pareció una buena idea darle un
toque. Sabía que se había separado hacía algo menos de un año y que si tenía
alguna relación no debía ser muy estable, partiendo de lo poco que pudimos
hablar en el encuentro post-escolar.
-“Hola, que tal. ¿Cómo van las cosas?¿Sabes quién soy?”-
Pregunté.
-“¡Hombre! Qué tal tú. Andaba por llamarte, porque tengo dos
entradas para la ópera y pensé que igual te apetecía acompañarme”.
Tardé varios segundos en contestar. Si creyera en el destino estaría
obligado a pensar que quiere asegurarse de que nos encontremos; claro que si creyera
en la mala suerte, al decirle que yo también tenía dos entradas, quizá buscaría
a otra persona.
-“Vaya”, dije, “yo también tengo dos entradas y…”
-“Bueno”, interrumpió ella, “otra vez será”.
-“No, no…”, expliqué casi gritando, “por eso te llamaba, por
si no tenías ningún compromiso e íbamos juntos”.
-“Qué casualidad, ¿no? Claro que sí…”
El resto de la conversación no sirvió más que para quedar en
que me recogería –se le hacía de paso-, acordar que las entradas sobrantes
serían para unos amigos míos, intercambiar algunas frases hechas y terminar la
llamada con una sonrisa que hacía tiempo había perdido.
Y llegó el día. Yo elegí chaqueta, camisa y vaquero (elegante
pero informal), bajé unos minutos antes de la hora y esperé como un adolescente
en su primera cita.
Ella se retrasó unos minutos, pero llamó para advertirme.
-“Llevo
todo el día corriendo. Dejé a los niños con su padre, pero ya sabes como son:
si se quedan con el padre, quieren estar con la madre, pero cuando se quedan
conmigo, no dejan de incordiar al padre para que vaya a buscarlos”, dijo.
-“Tranquila. Yo estoy saliendo de casa –mentí-. Si quieres pido
un taxi y te veo en el teatro”.
-“No, no. Estoy ahí en dos minutos. Te veo en nada”, mintió, pues
se retrasó más de dos minutos, lo que me dio tiempo a repasar el guión dos o
tres veces hasta que, por fin, llegó al volante de un Picasso gris metalizado.
Nos saludamos, hablamos de sus niños y nos preguntamos por
las cosas cotidianas. Tuvimos suerte al aparcar y entramos al teatro. Habíamos
elegido, de los dos pares de entradas, las que nos sentaban en la decimosegunda
fila, ya que las otras se situaban bastante más adelante, pero tan cerca del
escenario y el foso que perderíamos acústica.
Al apagarse las luces, ambos nos concentramos en el escenario
y lo que allí sucedía. Casi me había olvidado de que ella estaba allí cuando Madama
Butterfly -que ya había renunciado a su religión y había adoptado la de un
teniente de la marina estadounidense por amor (“quiero compartir arrodillada
los mismos ruegos”, cantaba) enfrentándose a su familia, que la rechaza por
ello- comenzaba a cantar sus primeras notas del dúo “É notte serena. Guarda
dorme ogni cosa”, con el que ambos contemplan la noche estrellada.
Fue
en ese momento, justo antes de terminar el primer acto, cuando noté que ella
lloraba.
“Bendito
Puccini”, pensé, “que me permite compartir sus lágrimas. Maldito Puccini”,
seguí pensando, “que sabe cómo llegarle al corazón”.
A
partir de ese momento, lo mismo me dio que Pinkerton (el teniente de la marina
norteamericana) abandonara a la geisha, que ella rechazara a todos los
pretendientes convencida de su amor, que apareciera un hijo de la nada, que el
oficial tuviera la desfachatez de aparecer con su esposa americana meses después
y que la enamorada se quitase la vida con el mismo cuchillo con que su padre se
había hecho el hara-kiri. ¡Qué más me daba toda esa tragedia! Ella estaba allí,
a mi lado, 20 años después llorando al compás de Puccini.
Me
habría gustado cogerle la mano, consolarla y decirle que la quería, que yo
también la había estado esperando, que había algo en mí que siempre fue de
ella, y que su sola presencia provocaba tanta paz en el alma que lo mismo me
daba que el suicidio de la soprano fuera real o ficticio.
Me
habría gustado, pero lo único que acerté a decirle fue: “¿Qué te pareció?”,
para después intercambiar un par de impresiones técnicas sin mayor interés.
Aprovechando
que tenía la noche libre de niños, nos fuimos a cenar. Compartimos una ensalada
verde con una salsa de mostaza y miel y mientras ella pidió un pescado yo, que
también había perdido el hambre, me conformé con unas costillas de cordero.
No
tengo muy claro que fuera el vino o su sonrisa y su mirada lo que me hizo
decirle que después de tanto tiempo, estar con ella no me resultaba extraño,
que había gente con la que salía a menudo pero con los que no lograba diluirme.
“No
me entiendas mal”, le dije. “No quiero incomodarte ni enrollarme contigo –sí,
lo sé, en parte mentí- ni proponerte nada. Sólo trato de decir que es curioso
que 20 años después me traigas la misma paz que te llevaste”.
Mantuvo
la mirada baja unos segundos. “Yo también me alegro mucho de que nos hayamos
vuelto a encontrar”, dijo al levantarla.
No
hubo ni postre ni más palabras que las necesarias para pedir la cuenta y
pagarla, no sin una pequeña discusión sobre el modo de pago que terminé ganando
yo al advertir a la camarera que ella no dejaba nunca propina.
-“Me
dejarás que te invite a una copa entonces”, me propuso ella.
-“Y
hasta a dos”, contesté. “Con lo que me ha salido la cena…”, bromeé.
No
habíamos dado más que unos pocos pasos en la calle cuando noté que sus dedos se
enlazaban con los míos y mientras con la mano libre me tomaba del mismo brazo y
apoyaba su cabeza, dijo: “Yo también me siento muy bien contigo. Antes y
ahora”.
Hasta
ese momento, la levitación me había parecido un curioso truco de magos sin
mucha imaginación, pero gracias a que ella me tomaba del brazo, no despegué más
de 10 o 12 centímetros del suelo.
Tomamos
las dos copas anunciadas y otra más. Nos pusimos al día con nuestras vidas,
explicamos lo que fue, lo que pudo ser y lo que no era. Me explicó su relación
con sus hijos, con el padre de estos y cómo le había afectado la situación. Nos
confesamos los pensamientos que nunca nos habíamos contado cuando compartíamos
fila y lo que sentimos el día en que nos volvimos a ver en el encuentro de
antiguos alumnos. “Al llegar a casa”, me dijo, “comprobé que tu número de
teléfono estaba grabado”. Me habría gustado decirle que yo hice lo mismo, pero
preferí callarme.
Esa
noche, después de una veintena de años, no tuvimos que despedirnos. Se quedó en
casa. Nada puedo decir que explique los sentimientos que también se quedaron en
casa esa noche. No hubo sexo, esa noche no, pero sí abrazos y reencuentros, no
con ella, a la que había reencontrado hacía unas cuantas semanas, sino
reencuentro con mis sentimientos, con la fe, con la confianza, con el bien, con
los sueños…
Por
una noche fuimos Adán y Eva, el alfa y la omega, fuimos únicos y fuimos todos,
por una noche fuimos mucho más de lo que pudimos ser en toda nuestra vida. Y no
sólo nos reencontramos con los niños que fuimos y los adultos que somos,
también nos reconocimos como lo que queríamos ser. Y allí estábamos los dos,
cuerpo a cuerpo, mano a mano, labio a labio…
Hace
pocos días recibí el correo que me convoca al nuevo encuentro de antiguos
alumnos para celebrar que hace 25 años que dejamos el colegio. El e-mail me
recuerda también que hace cinco años mi vida cambió. Hoy duermo todos los días
con mi antigua compañera, pero también compartimos la vida, el tiempo libre,
los proyectos y, como no, el gusto por la ópera.
Somos
felices. No cómodamente felices sino realmente felices. Y alguna vez lo hemos
hablado: quizá, si hubiéramos intentado esto cuando íbamos al colegio, hoy no
estaríamos aquí. Y bendigo cada curva del camino que me llevó hasta ella y cada
recta del atajo que la trajo hasta mí.