sábado, 29 de octubre de 2011

La duda


Sabía que la conocía desde el mismo momento en que apareció atravesando el pub. Yo estaba apostado en la barra y ella hizo su aparición entre risas y gestos rodeada por amigas. Cuando nuestras miradas se cruzaron me hizo un gesto con la mano y, unos instantes después llegaba hasta mí para darme dos besos y preguntarme por la vida.

-”Bueno, ya ves, como siempre”, dije intentando recordar de qué la conocía. “¿Y tú?”, añadí intentando descubrir alguna pista que me sirviera para conocer quién era.
-”Pues ya ves, con estas amigas después de cenar. Pero qué casualidad encontrarte después de tanto tiempo”.

Era evidente que hacía tiempo que no la veía, así que la pista no me sirvió de mucho. Supuse que ahí acabaría el encuentro, pero contra todo pronóstico, me presentó por mi nombre a sus compañeras de copas, añadiendo un breve resumen de mi vida lúdico-profesional.

Casi no pude concentrarme en las conversaciones pensando de qué conocía yo a aquella muchacha que tanto sabía de mí y de la que, sin embargo no recordaba ni su nombre.

Pasaron las horas y las amigas fueron retirándose con la excusa de los niños, los maridos y los quehaceres matutinos, por lo que allí, en aquel local de tenue luz azul, comencé a enamorarme de ella.

Su número de teléfono lo apunté como “desconocida”. Nos llamamos en varias ocasiones y compartimos cines y teatros. Nos prestamos libros, intercambiamos postres e hicimos juntos roscas antes de que se quedara por primera vez en mi casa.

Con “cariño”, “amor”, “cielo”, “tesoro”, “ángel”, etcétera, fui escapando sin preguntarle su nombre, siempre atento a que alguien la llamara o se refiriera a ella. Puede ser que en alguna ocasión algún conocido o conocida me preguntara por mi pareja, y que yo contestara cualquier cosa sin saber a quién se refería pero, por increíble que parezca, la verdad es que hasta el momento en que rellenó la solicitud de matrimonio no supe ni su nombre ni sus apellidos. Habían pasado tres años desde el encuentro en aquel local.

Pasaron los años, tuvimos dos hijos y una hija, nos amamos con locura antes de tenerlos y con ternura después de que vinieran al mundo. Cambiamos dos veces de casa y compartimos lo bueno y lo malo de la vida. Realmente fuimos felices.

Nuestra hija y nuestro hijo crecieron, se fueron de casa y uno se casó, otro vive solo y la niña, con su pareja. A nosotros nos dio por viajar y descubrir mundo. Vivimos como soñamos que podíamos hacerlo.

Después de más de 40 años juntos, un infarto me trajo hasta este hospital. Tras el susto decidí que si mi hora estaba cerca, tenía que despejar la única duda que tenía respecto a mi mujer, así que en un momento en el que nos quedamos solos, la miré a los ojos y le pregunté:
-”¿De qué nos conocemos?”

Ella me miró y en sólo unos segundos dos lágrimas corrieron por sus mejillas. No fui capaz de decir nada. Sólo atiné a limpiárselas con la mano. Justo en ese momento el doctor entró y ella, entre sollozos le dijo.

-”Doctor, creo que también tiene Alzheimer”.

Y aunque quise explicarme, me aumentaron el número de pastillas.

domingo, 23 de octubre de 2011

sábado, 22 de octubre de 2011

25 años


La conocí mientras estudiábamos una de esas etapas escolares que hoy ya no se recuerdan en los planes del Ministerio de Educación, aunque en aquel entonces se vendió como se vendieron todos los planes posteriores en el tiempo.

        Ambos veníamos de otro centro y ambos comenzábamos el apellido con la misma letra y, por tanto, tocaba compartir fila. Ambas cuestiones -ser nuevos en clase y sentarnos juntos- facilitaron la relación de amistad entre ambos.

        Cierto es que si a la casualidad añadimos las hormonas a los 15 años, los escotes de los 15 años, la risa fácil de los 15 años y una extraña afición a la ópera para jóvenes de 15 años, el resultado era una terrible confusión entre sentimientos y sexo.

        Pero ese flujo de sensaciones no era mutuo, o al menos yo no sentí que fluyera en dos direcciones. Así que poco a poco nuestro círculo se amplió, ella con sus nuevas amigas y yo, con los míos.

        Seguimos juntos unos años más, y pasamos de compañeros a confidentes tan fácilmente como de confidentes a amigos, pero nunca hubo nada más que alguna mirada furtiva buscando más respuestas que preguntas.

        Igual que la vida nos sentó en la misma fila, tres años más tarde nos colocó en ciudades distintas con el mismo pretexto: los estudios.

        La vida es así. Nos fuimos porque tocaba, y si en los años siguientes años nos cruzamos, la alegría no ocultaba el paso del tiempo, tanto en cuanto a la frescura de la relación como al proceso físico –y digo proceso y no deterioro porque ella cada vez parecía más hermosa. Más madura, pero más hermosa-.

        Casi sin darnos cuenta tocó la cena que nos recordaba que hacía 20 años todos habíamos dejado el colegio. Allí nos reencontramos también. Quizá el volver a rodearnos de antiguos compañeros y compañeras nos despertó cierta nostalgia del tiempo en que fuimos más confidentes que amigos, y aunque no era el momento para contar mucho, sí estábamos ya en la era del móvil, así que intercambiamos números, además de risas, anécdotas y un breve resumen de cómo nos había tratado la vida.

        Ya de amanecida, de regreso a casa, hice un repaso general de lo vivido y comprobé en el móvil que el teléfono de ella se había grabado. Curiosamente tomé varios números esa noche, pero sólo comprobé el suyo.

        Pasé unos días recordando el encuentro, intercambiando fotos por e-mail, pero sin ganas reales de llamarla. Yo tenía mi vida ya perfectamente organizada, y no dejaba de reconocer que aquella mujer seguía ejerciendo una cierta atracción sobre mí.

        Pero quiso el destino que me encontrara con dos entradas a la ópera y sin nadie con quien compartirlas. Me pareció una buena idea darle un toque. Sabía que se había separado hacía algo menos de un año y que si tenía alguna relación no debía ser muy estable, partiendo de lo poco que pudimos hablar en el encuentro post-escolar.

        -“Hola, que tal. ¿Cómo van las cosas?¿Sabes quién soy?”- Pregunté.
        -“¡Hombre! Qué tal tú. Andaba por llamarte, porque tengo dos entradas para la ópera y pensé que igual te apetecía acompañarme”.

        Tardé varios segundos en contestar. Si creyera en el destino estaría obligado a pensar que quiere asegurarse de que nos encontremos; claro que si creyera en la mala suerte, al decirle que yo también tenía dos entradas, quizá buscaría a otra persona.

        -“Vaya”, dije, “yo también tengo dos entradas y…”
        -“Bueno”, interrumpió ella, “otra vez será”.
        -“No, no…”, expliqué casi gritando, “por eso te llamaba, por si no tenías ningún compromiso e íbamos juntos”.
        -“Qué casualidad, ¿no? Claro que sí…”

        El resto de la conversación no sirvió más que para quedar en que me recogería –se le hacía de paso-, acordar que las entradas sobrantes serían para unos amigos míos, intercambiar algunas frases hechas y terminar la llamada con una sonrisa que hacía tiempo había perdido.

        Y llegó el día. Yo elegí chaqueta, camisa y vaquero (elegante pero informal), bajé unos minutos antes de la hora y esperé como un adolescente en su primera cita.

        Ella se retrasó unos minutos, pero llamó para advertirme.

-“Llevo todo el día corriendo. Dejé a los niños con su padre, pero ya sabes como son: si se quedan con el padre, quieren estar con la madre, pero cuando se quedan conmigo, no dejan de incordiar al padre para que vaya a buscarlos”, dijo.
        -“Tranquila. Yo estoy saliendo de casa –mentí-. Si quieres pido  un taxi y te veo en el teatro”.
        -“No, no. Estoy ahí en dos minutos. Te veo en nada”, mintió, pues se retrasó más de dos minutos, lo que me dio tiempo a repasar el guión dos o tres veces hasta que, por fin, llegó al volante de un Picasso gris metalizado.

        Nos saludamos, hablamos de sus niños y nos preguntamos por las cosas cotidianas. Tuvimos suerte al aparcar y entramos al teatro. Habíamos elegido, de los dos pares de entradas, las que nos sentaban en la decimosegunda fila, ya que las otras se situaban bastante más adelante, pero tan cerca del escenario y el foso que perderíamos acústica.

        Al apagarse las luces, ambos nos concentramos en el escenario y lo que allí sucedía. Casi me había olvidado de que ella estaba allí cuando Madama Butterfly -que ya había renunciado a su religión y había adoptado la de un teniente de la marina estadounidense por amor (“quiero compartir arrodillada los mismos ruegos”, cantaba) enfrentándose a su familia, que la rechaza por ello- comenzaba a cantar sus primeras notas del dúo “É notte serena. Guarda dorme ogni cosa”, con el que ambos contemplan la noche estrellada.

Fue en ese momento, justo antes de terminar el primer acto, cuando noté que ella lloraba.

“Bendito Puccini”, pensé, “que me permite compartir sus lágrimas. Maldito Puccini”, seguí pensando, “que sabe cómo llegarle al corazón”.

A partir de ese momento, lo mismo me dio que Pinkerton (el teniente de la marina norteamericana) abandonara a la geisha, que ella rechazara a todos los pretendientes convencida de su amor, que apareciera un hijo de la nada, que el oficial tuviera la desfachatez de aparecer con su esposa americana meses después y que la enamorada se quitase la vida con el mismo cuchillo con que su padre se había hecho el hara-kiri. ¡Qué más me daba toda esa tragedia! Ella estaba allí, a mi lado, 20 años después llorando al compás de Puccini.

Me habría gustado cogerle la mano, consolarla y decirle que la quería, que yo también la había estado esperando, que había algo en mí que siempre fue de ella, y que su sola presencia provocaba tanta paz en el alma que lo mismo me daba que el suicidio de la soprano fuera real o ficticio.

Me habría gustado, pero lo único que acerté a decirle fue: “¿Qué te pareció?”, para después intercambiar un par de impresiones técnicas sin mayor interés.

Aprovechando que tenía la noche libre de niños, nos fuimos a cenar. Compartimos una ensalada verde con una salsa de mostaza y miel y mientras ella pidió un pescado yo, que también había perdido el hambre, me conformé con unas costillas de cordero.

No tengo muy claro que fuera el vino o su sonrisa y su mirada lo que me hizo decirle que después de tanto tiempo, estar con ella no me resultaba extraño, que había gente con la que salía a menudo pero con los que no lograba diluirme.

“No me entiendas mal”, le dije. “No quiero incomodarte ni enrollarme contigo –sí, lo sé, en parte mentí- ni proponerte nada. Sólo trato de decir que es curioso que 20 años después me traigas la misma paz que te llevaste”.

Mantuvo la mirada baja unos segundos. “Yo también me alegro mucho de que nos hayamos vuelto a encontrar”, dijo al levantarla.

No hubo ni postre ni más palabras que las necesarias para pedir la cuenta y pagarla, no sin una pequeña discusión sobre el modo de pago que terminé ganando yo al advertir a la camarera que ella no dejaba nunca propina.

-“Me dejarás que te invite a una copa entonces”, me propuso ella.
-“Y hasta a dos”, contesté. “Con lo que me ha salido la cena…”, bromeé.

No habíamos dado más que unos pocos pasos en la calle cuando noté que sus dedos se enlazaban con los míos y mientras con la mano libre me tomaba del mismo brazo y apoyaba su cabeza, dijo: “Yo también me siento muy bien contigo. Antes y ahora”.

Hasta ese momento, la levitación me había parecido un curioso truco de magos sin mucha imaginación, pero gracias a que ella me tomaba del brazo, no despegué más de 10 o 12 centímetros del suelo.

Tomamos las dos copas anunciadas y otra más. Nos pusimos al día con nuestras vidas, explicamos lo que fue, lo que pudo ser y lo que no era. Me explicó su relación con sus hijos, con el padre de estos y cómo le había afectado la situación. Nos confesamos los pensamientos que nunca nos habíamos contado cuando compartíamos fila y lo que sentimos el día en que nos volvimos a ver en el encuentro de antiguos alumnos. “Al llegar a casa”, me dijo, “comprobé que tu número de teléfono estaba grabado”. Me habría gustado decirle que yo hice lo mismo, pero preferí callarme.

Esa noche, después de una veintena de años, no tuvimos que despedirnos. Se quedó en casa. Nada puedo decir que explique los sentimientos que también se quedaron en casa esa noche. No hubo sexo, esa noche no, pero sí abrazos y reencuentros, no con ella, a la que había reencontrado hacía unas cuantas semanas, sino reencuentro con mis sentimientos, con la fe, con la confianza, con el bien, con los sueños…

Por una noche fuimos Adán y Eva, el alfa y la omega, fuimos únicos y fuimos todos, por una noche fuimos mucho más de lo que pudimos ser en toda nuestra vida. Y no sólo nos reencontramos con los niños que fuimos y los adultos que somos, también nos reconocimos como lo que queríamos ser. Y allí estábamos los dos, cuerpo a cuerpo, mano a mano, labio a labio…

Hace pocos días recibí el correo que me convoca al nuevo encuentro de antiguos alumnos para celebrar que hace 25 años que dejamos el colegio. El e-mail me recuerda también que hace cinco años mi vida cambió. Hoy duermo todos los días con mi antigua compañera, pero también compartimos la vida, el tiempo libre, los proyectos y, como no, el gusto por la ópera.

Somos felices. No cómodamente felices sino realmente felices. Y alguna vez lo hemos hablado: quizá, si hubiéramos intentado esto cuando íbamos al colegio, hoy no estaríamos aquí. Y bendigo cada curva del camino que me llevó hasta ella y cada recta del atajo que la trajo hasta mí.

lunes, 17 de octubre de 2011

La carretera


“Aunque la encuentres pobre, Ítaca de ti no se ha burlado” (Kavafis)

Cuando nos conocimos, la vida era una autopista en una sola dirección. No había día que los límites de velocidad se respetaran. Las normas se dictaban para incumplirlas, para llevarlas al límite, para olvidarlas sobre la marcha…

         Pero un día la autopista llegó a su fin, y allí descubrimos no sólo que tenía que terminar sino que también a dónde nos llevaba. Nadie lo preguntó nunca, pero allí estábamos, con la obligación de cambiar de vehículo y, por primera vez, con la posibilidad de elegir modelo y copiloto. Pudimos elegir incluso la ruta, si bien tampoco estaba tan claro hacia dónde iba cada camino, pero sí podías ver que unos subían montañas otros, bajaban a la playa y muchos, se perdían entre la sabana y la selva.

         En los primeros kilómetros de ruta, encontramos coches destrozados que condujeron personas que creyeron seguir por la autopista, escuchamos historias de quienes pasaron antes y seguimos rodaduras que dejaron quienes llegaron más lejos que nosotros y nosotras.
         
En las áreas de descanso nos cruzamos con quienes dejamos kilómetros atrás, y por el camino tuvimos accidentes pero también vimos amanecer. Dudamos en algunos cruces, pero en otros ni siquiera nos bajamos para ver bien la señalética. Unos se perdieron y otros seguimos una ruta que reconocimos a medida que iba avanzando.

         Y tuvimos que decidir si viajar solos o acompañados. En las estaciones, en el momento de repostar, quienes viajaban solos envidiaban a quienes lo hacían en compañía maldiciendo las horas de carretera en soledad, sin nadie para entretener las noches o para simplemente turnarse al volante los momentos más agotadores. Los que viajaban acompañados también tenían argumentos para envidiar a quienes iban solos, especialmente la libertad para parar dónde cuándo quisieran, el poder disfrutar de su propia soledad, los largos silencios en la carretera…

         A veces, nos encontramos gente que se quedó a esperar al borde de la carretera cuando dejaron el coche en que viajaban a la espera de otro que le recogiera. Otros, por el contrario, decidieron seguir a pie con su equipaje. Bastantes prefirieron comprar su propio coche.

         Yo, durante un tiempo, anduve acompañado. La idea, dijimos, era compartir el camino, hacer la ruta más agradable. El que no conducía debía contar cómo era el paisaje y mirar los mapas. El piloto tenía como obligación estar pendiente a los baches de la carretera y a controlar el consumo del vehículo. Vamos, lo que se dice “un equipo”.

         Lo cierto es que, como sucedió en muchos otros “equipos”, quien debía estar atento a los baches no logró evitar alguno, y el copiloto olvidó contar cosas que ocurrían fuera. Así que cuando cambiamos de posición en el coche, casi estábamos más pendientes de corregir al otro o a la otra para demostrar lo humano de nuestros errores, pero esa demostración finalizaba siempre con un reproche.

         Así que dejamos de ver el paisaje y de estar pendientes a la carretera, por lo que el vehículo cada vez estaba en peor estado y no había forma de disfrutar del viaje.

         En ocasiones, el silencio era tan alto que nos impedía oír la amortiguación rota, o la música la utilizábamos como muro para no tener que mirarnos a la cara.

         Con el tiempo descubrí que en muchos coches pasaba lo mismo.

         Ahora descubro que el coche nunca fue mío y me lo pueden quitar cuando quieran; que los caminos no están para llevarnos a ningún sitio, sino para transitarlos; que lo que dimos en el kilómetro 13 nos lo devolvió otra persona en el 69; que la carretera es bonita, pero los merenderos son geniales; que nadie llegó más lejos que nadie, pero sí hubo quien entró en todos los museos y quien nunca se bajó del coche.

         Así que sigo conduciendo sin saber a dónde, pero dejando que sea la carretera quien me lleve a lugares, a cruzarme con la gente e incluso a la meta de salida o a la línea de llegada.

lunes, 10 de octubre de 2011

Lo que se llevó


Yo era un tipo normal que se conformaba con respirar, ver salir el sol, recibir alguna palmadita en la espalda y desear que los zarpazos que lanza la vida sólo me rozaran.

        No faltaba quien aseguraba que mi vida era cómoda, y hasta quien me acusaba de no vivir, de no mojarme, de no implicarme en el día a día. “Quien no conoce las espinas no sabe lo que es una rosa”, me decían. Y quizá tuvieran razón. Pero yo era un tipo feliz, sin más pretensión que respirar y llegar a fin de mes, y a fe que lo conseguía, que lograba estar ahí, que los días pasaban sin que las cosas no fueran más difíciles que lo que ya lo eran por su propia naturaleza.

        Así era mi vida de ciudadano cero. Un tipo feliz de vivir en su miserable nivel afectivo.

        Pero un día llegó ella, con todas sus ilusiones, con sus compromisos sociales y sus tragedias personales, con sus manos encallecidas de andar escarbando por el mundo, con su sonrisa que auguraba anticiclones y sus lágrimas que traían vientos huracanados y nubarrones.

        Cuando mi mundo perdió el equilibrio abandoné mi reino de tranquilidad monocolor para adentrarme en tierras pantanosas y selvas pobladas de animales peligrosos. Olvidé que respiraba y los zarpazos de la vida me arrancaban las extremidades que, sin saber cómo, volvían a crecer al día siguiente, y si un día pisaba una mina mortal al día siguiente otra me resucitaba.

        Y allí, siempre, estaba ella, con la palabra precisa, con el alma limpia, con su independiente independencia que le permitía ser de todos para no ser de nadie.

        No tardó mucho en trasladar su ejército a otra batalla. “Evolución”, lo llamó ella. “Traición, abandono, inmadurez”, lo llamé yo, el más damnificado en la cola de los damnificados, aunque no puedo decir que me engañara. Ella que siempre estaba en todo, nunca estuvo.

        Se fue, pero se quedó en mí, y si se llevó sus sueños y sus proyectos, también arrancó con mi paz y mi ignorancia. Por eso ando dolorosamente agradecido. Ahora veo los colores, pero no sé de qué me sirven, salvo para saber que respirar no tiene importancia.

viernes, 7 de octubre de 2011

10.000 gracias

Pues entre unas cosas y otras, hemos llegado a las 10.000 visitas a este blog, lo que no sólo me sorprende sino que me alegra.

Como es habitual, propongo fiesta. Si alguien de fuera de Las Palmas se apunta, que lo diga ahora o calle para siempre. La cuestión es si hay propuesta de fecha para que nos veamos o, al menos, compartamos espacio.

Ya me dirán.

Un abrazo a todos y a todas y muchas gracias por compartir estos ratitos.

jueves, 6 de octubre de 2011

El ascensor


Cada mañana, tras apagar el reloj y pensar que algún día sería suficientemente rico como para no tener que trabajar, se levantaba para enfrentarse a su realidad, una realidad en la que los enemigos estaban tan perfectamente identificados que eran lo segundo que ocupaba sus pensamientos y casi toda la mañana.

       La lista la encabezaba su jefe. Un hombre tosco, demasiado pervertido para ser responsable de nada y especialmente negativo para la vida.

       Seguían doña Carmen y doña Dolores, dos mujeres entradas en los 80 que nunca estaban satisfechas con el trabajo que se realizaba en la lavandería en la que trabajaba, pero que no renunciaban a seguir llevando su ropa más delicada al negocio. “Y estas viejas, ¿todavía no se han muerto?”, se decía cada vez que el timbre de la puerta sonaba y aparecían ellas con fundas, cortinas, colchas, chaquetas y trajes con más edad que ellas mismas.

       Estaba también el proveedor del jabón. No tenía prejucios contra la homosexualidad, pero no dejaba de hacerle comentarios incómodos y desagradables. “Si alguna vez yo dijera algo parecido a una mujer, me acusarían de qué sé yo, pero si lo denuncio por acoso”, pensaba, “me van a convertir en homófobo”.

       El casero, que tenía la virtud de llegar siempre en el peor momento para recordar que estábamos a día 20, 21, 22, 23, 24, 25… Y así hasta final de mes para que se pagase religiosamente el alquiler.

       Uno tras otro, sus enemigos y sus enemigas iban siendo reconocidos, y le acompañaban en la ducha, al vestirse y hasta el momento de tomar el ascensor.

       Ah`migo! Al llegar al ascensor, automáticamente cambiaba el chip y sólo podía pensar en la suerte que tendría si parase en el tercer piso y entrara la vecina.

       Se podría decir que las probabilidades andaban al 50%, y a pesar de que sólo bajaban tres pisos juntos, en más de una ocasión habían coincidido en lugares de copas y habían intercambiado algunos comentarios y sonrisas. Nada importante, pero lo suficiente para hacer crecer la esperanza de que quizá… algún día…

       Ella trabajaba como abogada en un despacho de reconocido prestigio de la ciudad, así que solía vestir traje de falda o pantalón, por lo general gris o negro, si bien no faltaban ocasiones en que los colores más llamativos aparecían en forma de fulares, camisas o medias, rompiendo la sobriedad del atuendo y dándole un punto mucho más informal.

       Desde el momento en que él entraba en el ascensor sólo tenía ojos para las lucecitas que marcaban el recorrido de los pisos. 6,5,4 y las pulsaciones habían subido hasta 120 y todas sus esperanzas quedaban pendiente de que el aparato desacelerara, la puerta se abriera y ella entrara parando el ascensor y el mundo.

       Esa mañana entró como en tantas otras ocasiones, pero en lugar de hacer los comentarios habituales le dijo tras el protocolario saludo:

       “Qué suerte. A ti que quería ver yo. El próximo sábado tengo una cena de compañeros y compañeras de trabajo, esas cosas a las que hay que ir pero, y aquí es el favor que si puedes hacerme te lo agradezco, está organizado con acompañante, y si no te importa acompañarme…”

       “¿El sábado?”, dijo, “No hay problema. Estupendo”- y mientras intentaba aparentar normalidad, se dio cuenta de que sonreía como un niño que ve su bicicleta nueva desde la ventana de su habitación, y que las pulsaciones golpeaban desde los tobillos a la nuca con una fuerza desorbitada.

       A partir de ese momento y de forma inexplicable se volvió especialmente torpe en sus gestos y sus palabras. Ya fuera del ascensor intercambiaron teléfonos para ajustar los detalles, y no pudo evitar un cierto temblor en la mano al escribir su nombre.

       En lo que quedaba de semana no hubo enemigos, y hasta doña Dolores y doña Carmen se convirtieron en dos venerables ancianas.

       No hubo esperanza mayor en el mundo durante esos días ni semana más larga.
       Tampoco volvieron a coincidir en el ascensor por la mañana, pero casi que no le importó, al fin y al cabo, de lo que se trataba realmente era que el sábado llegara cuanto antes.

       La única vez que se vieron, él llegaba de comprar una chaqueta, una camisa y unos zapatos con los que pretendía dar una imagen “elegante pero informal”, pues si se trataba de un encuentro con abogados, lo lógico es que los caballeros fueran de traje oscuro.

       Al encontrarse en el descansillo ante la puerta del elevador ambos sonrieron. Ella no quiso preguntar, pero fue evidente lo que su mirada decía al verle cargado, y él volvió a la torpeza que le invadía y le confirmó lo que ella no había preguntado: “Aquí vengo, a ponerme guapo para el sábado”, dijo.

       Y el sábado llegó. Por primera vez bajaba en el ascensor con la certeza de que en esa ocasión el aparato se detendría en el tercero, pero en lugar de que ella entrara, él saldría a buscarla.

       Tocó en la puerta y ella abrió tras unos segundos colocándose el último pendiente. “Pasa. Termino enseguida”, le dijo mientras le daba la espalda y desaparecía tras la pared del dormitorio.

       Ella vestía un traje negro, muy elegante, con los hombros desnudos y aguantado por unas tirillas casi imperceptibles desde la distancia. Los zapatos, abiertos y con varios centímetros de tacón, ayudaban a formar una piernas largas y elegantes. En el aíre sonaba la voz de Sinatra cantando Fly me to the moon, y se respiraba un perfume que enseguida asoció al elevador.

       “Ya está. ¿Nos vamos?”, dijo ella al entrar en el salón tan bella como había desaparecido hacía unos segundos pero portando un bolso de mano que le añadía otro toque de elegancia.

       Al salir y ponerse ante la puerta del ascensor él pensó que esa era la imagen que ella tenía cada día al salir de casa, y que quizá, sólo quizá, algún día esperaría que al abrirse la puerta él estuviera al otro lado.

       La fiesta fue lo de menos. Ella siempre estuvo atenta a él y él no tuvo ojos ni palabras para nada ni para nadie que no fuera ella, y si bien saludó y hasta parecía estar entretenido en las conversaciones, dedicó todo su ser a conocer a aquella mujer que con cada frase y con cada sonrisa le conquistaba.

       Las copas ayudaron a ampliar las sonrisas, y hasta en una ocasión le pareció que ella le guiñaba un ojo.

       No estaba mal, pero Dios, ¡deseaba tanto saber qué iba a pasar después!

       Y la paciencia tuvo su recompensa. Llegó la hora de marcharse y por tanto de definir intenciones, pero salvo un “que tal”, “bien”, “gracias por venir”, “faltaba más”, “espero que no te hayas aburrido”, “que va, todo lo contrario”, y un centenar de frases similares, no parecía que ninguno estuviese dispuesto a dar ningún paso que no fuera estrictamente correcto.

       Fue al cerrarse el ascensor cuando ella dio el primer beso; él, el segundo; y como no hay dos sin tres, llegaron al cuarto y mitad. Así alcanzaron el quinto pino, y se saltaron el sexto mandamiento para, sin tener casa ni piso, quedarse a vivir en el séptimo cielo.

       De esto hace ya varios años. Hoy la comunidad cuenta con una escalera automática ante la imposibilidad de usar el ascensor, que cada día sube y baja ininterrumpidamente y desde el que sólo salen ruidos extraños.