Cada mañana, tras
apagar el reloj y pensar que algún día sería suficientemente rico como para no
tener que trabajar, se levantaba para enfrentarse a su realidad, una realidad
en la que los enemigos estaban tan perfectamente identificados que eran lo
segundo que ocupaba sus pensamientos y casi toda la mañana.
La lista la encabezaba su jefe. Un hombre
tosco, demasiado pervertido para ser responsable de nada y especialmente
negativo para la vida.
Seguían doña Carmen y doña Dolores, dos
mujeres entradas en los 80 que nunca estaban satisfechas con el trabajo que se
realizaba en la lavandería en la que trabajaba, pero que no renunciaban a
seguir llevando su ropa más delicada al negocio. “Y estas viejas, ¿todavía no
se han muerto?”, se decía cada vez que el timbre de la puerta sonaba y
aparecían ellas con fundas, cortinas, colchas, chaquetas y trajes con más edad
que ellas mismas.
Estaba también el proveedor del jabón. No
tenía prejucios contra la homosexualidad, pero no dejaba de hacerle comentarios
incómodos y desagradables. “Si alguna vez yo dijera algo parecido a una mujer,
me acusarían de qué sé yo, pero si lo denuncio por acoso”, pensaba, “me van a
convertir en homófobo”.
El casero, que tenía la virtud de llegar
siempre en el peor momento para recordar que estábamos a día 20, 21, 22, 23,
24, 25… Y así hasta final de mes para que se pagase religiosamente el alquiler.
Uno tras otro, sus enemigos y sus
enemigas iban siendo reconocidos, y le acompañaban en la ducha, al vestirse y
hasta el momento de tomar el ascensor.
Ah`migo! Al llegar al ascensor,
automáticamente cambiaba el chip y sólo podía pensar en la suerte que tendría
si parase en el tercer piso y entrara la vecina.
Se podría decir que las probabilidades
andaban al 50%, y a pesar de que sólo bajaban tres pisos juntos, en más de una
ocasión habían coincidido en lugares de copas y habían intercambiado algunos
comentarios y sonrisas. Nada importante, pero lo suficiente para hacer crecer
la esperanza de que quizá… algún día…
Ella trabajaba como abogada en un
despacho de reconocido prestigio de la ciudad, así que solía vestir traje de
falda o pantalón, por lo general gris o negro, si bien no faltaban ocasiones en
que los colores más llamativos aparecían en forma de fulares, camisas o medias,
rompiendo la sobriedad del atuendo y dándole un punto mucho más informal.
Desde el momento en que él entraba en el
ascensor sólo tenía ojos para las lucecitas que marcaban el recorrido de los
pisos. 6,5,4 y las pulsaciones habían subido hasta 120 y todas sus esperanzas
quedaban pendiente de que el aparato desacelerara, la puerta se abriera y ella
entrara parando el ascensor y el mundo.
Esa mañana entró como en tantas otras
ocasiones, pero en lugar de hacer los comentarios habituales le dijo tras el
protocolario saludo:
“Qué suerte. A ti que quería ver yo. El
próximo sábado tengo una cena de compañeros y compañeras de trabajo, esas cosas
a las que hay que ir pero, y aquí es el favor que si puedes hacerme te lo
agradezco, está organizado con acompañante, y si no te importa acompañarme…”
“¿El sábado?”, dijo, “No hay problema.
Estupendo”- y mientras intentaba aparentar normalidad, se dio cuenta de que
sonreía como un niño que ve su bicicleta nueva desde la ventana de su
habitación, y que las pulsaciones golpeaban desde los tobillos a la nuca con
una fuerza desorbitada.
A partir de ese momento y de forma
inexplicable se volvió especialmente torpe en sus gestos y sus palabras. Ya
fuera del ascensor intercambiaron teléfonos para ajustar los detalles, y no
pudo evitar un cierto temblor en la mano al escribir su nombre.
En lo que quedaba de semana no hubo
enemigos, y hasta doña Dolores y doña Carmen se convirtieron en dos venerables
ancianas.
No hubo esperanza mayor en el mundo
durante esos días ni semana más larga.
Tampoco volvieron a coincidir en el
ascensor por la mañana, pero casi que no le importó, al fin y al cabo, de lo
que se trataba realmente era que el sábado llegara cuanto antes.
La única vez que se vieron, él llegaba de
comprar una chaqueta, una camisa y unos zapatos con los que pretendía dar una
imagen “elegante pero informal”, pues si se trataba de un encuentro con
abogados, lo lógico es que los caballeros fueran de traje oscuro.
Al encontrarse en el descansillo ante la
puerta del elevador ambos sonrieron. Ella no quiso preguntar, pero fue evidente
lo que su mirada decía al verle cargado, y él volvió a la torpeza que le
invadía y le confirmó lo que ella no había preguntado: “Aquí vengo, a ponerme
guapo para el sábado”, dijo.
Y el sábado llegó. Por primera vez bajaba
en el ascensor con la certeza de que en esa ocasión el aparato se detendría en
el tercero, pero en lugar de que ella entrara, él saldría a buscarla.
Tocó en la puerta y ella abrió tras unos
segundos colocándose el último pendiente. “Pasa. Termino enseguida”, le dijo
mientras le daba la espalda y desaparecía tras la pared del dormitorio.
Ella vestía un traje negro, muy elegante,
con los hombros desnudos y aguantado por unas tirillas casi imperceptibles
desde la distancia. Los zapatos, abiertos y con varios centímetros de tacón,
ayudaban a formar una piernas largas y elegantes. En el aíre sonaba la voz de
Sinatra cantando Fly me to the moon, y se respiraba un perfume que enseguida
asoció al elevador.
“Ya está. ¿Nos vamos?”, dijo ella al
entrar en el salón tan bella como había desaparecido hacía unos segundos pero
portando un bolso de mano que le añadía otro toque de elegancia.
Al salir y ponerse ante la puerta del
ascensor él pensó que esa era la imagen que ella tenía cada día al salir de
casa, y que quizá, sólo quizá, algún día esperaría que al abrirse la puerta él
estuviera al otro lado.
La fiesta fue lo de menos. Ella siempre
estuvo atenta a él y él no tuvo ojos ni palabras para nada ni para nadie que no
fuera ella, y si bien saludó y hasta parecía estar entretenido en las
conversaciones, dedicó todo su ser a conocer a aquella mujer que con cada frase
y con cada sonrisa le conquistaba.
Las copas ayudaron a ampliar las
sonrisas, y hasta en una ocasión le pareció que ella le guiñaba un ojo.
No estaba mal, pero Dios, ¡deseaba tanto
saber qué iba a pasar después!
Y la paciencia tuvo su recompensa. Llegó
la hora de marcharse y por tanto de definir intenciones, pero salvo un “que tal”,
“bien”, “gracias por venir”, “faltaba más”, “espero que no te hayas aburrido”, “que
va, todo lo contrario”, y un centenar de frases similares, no parecía que ninguno
estuviese dispuesto a dar ningún paso que no fuera estrictamente correcto.
Fue al cerrarse el ascensor cuando ella dio
el primer beso; él, el segundo; y como no hay dos sin tres, llegaron al cuarto
y mitad. Así alcanzaron el quinto pino, y se saltaron el sexto mandamiento
para, sin tener casa ni piso, quedarse a vivir en el séptimo cielo.
De esto hace ya varios años. Hoy la
comunidad cuenta con una escalera automática ante la imposibilidad de usar el
ascensor, que cada día sube y baja ininterrumpidamente y desde el que sólo
salen ruidos extraños.
Ñosssssssss qué chulo, nos has regalado una alegría, un final feliz!
ResponderEliminarLo he ido leyendo despacito, párrafo a párrafo, sin que se viera el siguiente, sin querer que acabara y esperando el momento fatídico, pero no, esta vez no llegó.
Me ha encantado. Muchas gracias caballero!!!
Un beso.
He, que lo prometido es deuda. Lo malo es que no he logrado sacarlos del ascensor ;-)
ResponderEliminarBesote
Anda que lo de la escalera automática es de lo más original.
ResponderEliminar¡y...déjales en el ascensor, que la cosa tiene su morbo! Ya saldrán cuando necesiten un poco de aire...
Bueno, y por azar, he escuchado por primera vez una canción de Serrat que me ha encantado, y que quiero compartir: "es caprichoso el azar".
Besos
Impresionante tema, especialmente la versión que tiene con Noa (no en directo sino en estudio).
ResponderEliminarPor debilidad, y sólo por incordiar ;-) propongo escuchar un tema muy poco conocido de Sabina que gira sobre lo mismo, aunque con el estuilo Sabina: Juegos de azar.
Y, porrrrrrr supuesto que no pienso sacarlos del ascensor, aunque se maten.
Besotes
Bonita historia y reflejo de la actualidad real.
ResponderEliminarFinal feliz también, pero siempre y cuando ha tenido que ser ella la que con su actitud, ante misma situación, ha tenido que tomar iniciativa para ese resultado de buen final.
Conclusiones:
Primera.- el "cambio de roles" y la evidente evolución de género.
Segunda.- el "poder de la Acción" de ella "frente al del pensamiento" de él y,
Tercera.- la actitud contemplativa del mismo ante la "creatividad" de ella.
Me pregunto, quién encontró de los dos el 7º cielo?,
y si ella no hubiera evolucionado en la realidad como en tu relato?,
¿dónde andarían? ...
¿séptimo limbo?, ¿quinto pino?...
Pues ahí creo andamos la mayoría de los protagonistas reales de la vida sin importar género.
Besazo pues, evolucionado.
Y ahora me pregunto, ¿cual será tu nivel, el que relatas o el de los del limbo?.
Y yo me pregunto, ¿realmente importa quién tome la iniciativa? Algo habrá hecho él para que ella haya tenido la iniciativa de hacerle la propuesta de salida y para que ella se haya lanzado después en el ascensor. Si no hubiera percibido que ella "le gustaba a él", quizás no hubiera sido tan decidida. Simplemente, por lo que sea, a unos les cuesta más que a otros, así que lo positivo e inteligente es hacer una simbiosis con el "lanzamiento de la una y la receptividad del otro", ¿no?.
ResponderEliminarA veces nos empeñamos en que el otro/a sea o haga como nos gustaría, y a veces, si no damos el primer pasito no pasa nada. Así que alguien tendrá que ser el primero o primera en avanzar.
Besosssssss
Hay algunas cuestiones que al parecer no se tienen en cuenta.Habían coincidido fuera del ascensor varias veces y se caían bien. Por otro lado, ella tenía un trabajo más reconocido que el de él socialmente y, tercero y más importante, ella se debía bajar antes.
ResponderEliminarDónde estarían si ella hubiera hecho otra cosa? Y si él hubiera dicho que no la acompañaba? Y si la fiesta no fuera de parejas? Y si cuando se encontraban fuera del ascensor se cayeran mal? Y si ella fuera del Opus? Y si él fuera homosexual? Y si vivieran en el Hierro y explosionara un volcán?
En el fondo creo que da lo mismo lo que habría pasado. Lo importante es que una acción lleva a otra y que los dos querían estar en el ascensor porque estaba el otro.
En cuanto en que parte ando yo, supongo que entre los que tratan de ser feliz con la mayor dignidad posible.
Y es cierto, siempre hay alguien que da el primer paso, al menos el primer paso evidente, porque hay miles de pasos que no por no ser evidentes dejan de ser importantes.
La vida, tan compleja y tan simple.
Besotes gordos y gracias por estar por aquí.