jueves, 24 de mayo de 2012

A descubierto


Lo conocí una noche de lluvia. Muy probablemente lo debía haber conocido antes, pero al fin y al cabo sólo era uno más entre tantos, ni mejor ni peor que nadie a simple vista. Fue la primera noche de tormenta cuando se reveló diferente.

            Ahí, bajo la lluvia, cubierto por un cielo tenebroso, el hombre caminaba, saltaba, corría, abría los brazos, tragaba agua, miraba al cielo dejándose empapar como si aquello fuera parte de un parque de atracciones.

            No fue difícil reparar en él. El resto del mundo se refugiaba del aguacero bajo los toldos y las marquesinas, mirábamos el mundo desde nuestras ventanas, al otro lado del cristal, sobre seco.

            Por el contrario, él permaneció allí durante horas, con la ropa tan empapada que parecía haberla sacado del río. Todos y todas le mirábamos y nos mirábamos, y en nuestras caras y nuestros gestos parecía que coincidíamos en el diagnóstico: No estaba bien de la cabeza.

            Había pasado algo más de una hora cuando llegó el coche de la policía. Al parecer alguien había llamado a las fuerzas del orden para que pusieran orden a la fuerza, y dos armarios vestidos de uniforme salieron del vehículo con premura. Sin mediar palabra lo tomaron de los brazos e hicieron hueco entre un grupito de personas que nos agolpábamos en un soportal.

            Los agentes empezaron a hacer las preguntas de rigor sobre dónde vivía, si tenía familiares, si estaba recibiendo algún tratamiento… “No, nada de eso”, les contestó el hombre. “Ustedes creen que estoy loco porque me dejo mojar por la lluvia mientras ustedes se esconden, y creen que es malo andar bajo el agua porque se sienten vulnerables, por eso han elegido quedarse en seco, ahí, bajo ese techo que creen que les protege pero que alguien que también tenía miedo a mojarse lo puso para evitar enfrentarse a la lluvia”.

            Ciertamente allí estábamos todos y todas escuchándole, mirando al techo y asegurándonos a nosotros mismos que el hombre estaba peor de lo previsto.

            “Yo no les he pedido que salgan a mojarse. Cada uno ha elegido si quiere cubrirse o descubrirse, estar a cubierto o al descubierto… Y sí, estar al descubierto implica que me voy a mojar y estar al descubierto significa que gente como ustedes, señores agentes, me van a ver, pero también muchos otras personas, y que yo y el mundo nos encontremos en muchas formas”.

            Los agentes no esperaron más. Lo metieron en el coche y desaparecieron con él. Los demás, nos quedamos allí y esperamos a que escampara.

            Días después, otro chaparrón descargó su ira sobre la ciudad. La primera intención fue correr hacia una parada de guaguas cercana a refugiarme, pero recordé a este hombre y decidí seguir caminando bajo la lluvia. Entonces sentí la misma sensación de estar descubriéndome, la misma sensación de estar al descubierto, y salté sobre los charcos y canté bajo la lluvia, y no tuvo que pasar mucho tiempo para sentir la misma sensación de estar detenido por los mismos policías.

martes, 15 de mayo de 2012

Calor

Por tercera vez salgo de la ducha. No me seco. El agua fría me da un respiro y mientras se evapora de la piel el cuerpo lo agradece, pero sólo un ratito. Demasiado calor para que dure. Están todas las ventanas abiertas y nada se mueve ni dentro ni fuera de casa. No ha viento ni corrientes de aire ni nada más que calor y la música de una radio que suena desde otra ventana abierta.

Me tumbo en una hamaca desde la que diviso la ciudad. No hay nadie en la calle. El asfalto ha dejado su estado sólido para convertirse en una especie de río de regaliz.

El calor agobia, me agota. Bebo de una lata recién sacada del congelador pero que ya se ha calentado. Trato de pensar en ti, pero también tu imagen se derrite. Por suerte no hay nadie en casa. Tampoco lo espero.

Temo que la noche siga igual y me siento náufrago.

La nevera está a unos pocos metros y la ducha unos pasos más allá. Los miro con deseo desde mi hamaca pero las ganas de moverme también se han evaporado con el calor.

"Quizá puedo dormir aquí", pienso, y vuelvo a mirar a la calle pensando quién será el primero que se atreva a salir y cruzarla.

De la radio salen las primeras notas de "Turn me on", y la voz de Norah Jones me trae de nuevo tu recuerdo que pasa tan rápido como llegó. Y decido abandonarme al termómetro.

lunes, 7 de mayo de 2012

La casa


He de reconocer que me extrañó la prisa con la que los propietarios abandonaron la casa. Prácticamente no se llevaron nada más que la ropa y fotos familiares que el día que visité la vivienda por primera vez, adornaban algunos muebles y una pequeña repisa sobre una falsa chimenea.

            También me sorprendió que no entraran a negociar el precio. A mi entender, un chalé de tres habitaciones, dos baños, un salón de casi 90 metros cuadrados y una cocina de otros 60 metros, debía costar más de los 200.000 euros que me pedían, máxime cuando se incluía un terreno con frutales y un pequeño estanque vacío pero en perfectas condiciones. Aún así, como comprador tenía que intentar conseguir mejor precio, y utilicé la crisis y la mala marcha de la economía personal para ofrecer 150.000 euros, con el propósito de poder bajar hasta los 175.000 ó 180.000 euros. Ni lo pensaron. Dijeron que sí, firmaron, tomaron el dinero y les vi desaparecer en un familiar gris metalizado con más prisa por ir que yo por llegar.

            Los primeros días fueron difíciles. Demasiado ruidos nuevos, demasiadas maderas crujiendo, demasiados proyectos en la cabeza para poder conciliar el sueño, y la ilusión por hacer los pequeños arreglos que hacen que una casa se convierta en tu hogar.

            Durante esos días pasaron cosas poco explicables. Por ejemplo, resultaba imposible llenar el estanque. Daba igual que abriese la tubería por las mañanas. Al día siguiente la tubería de abasto estaba cerrada; la de salida, abierta y el estanque vacío. O el perro, que nunca entraba a los dormitorios, amanecía debajo de mi cama.

            Di por supuesto que lo del estanque se debía a algún vecino desquiciado y lo del perro, a un periodo de adaptación. No le di mayor importancia.

            Fue la noche del decimoctavo día cuando desperté sobresaltado. Literalmente me sentaron en la cama lo que parecían unos petardos, quizá unos tiros de postas, realmente me asusté y corrí hacia la ventana para mirar. Quise salir a fuera, y fue entonces cuando me percaté que el perro no salía de debajo de la cama. Traté de calmarlo para que dejara su escondrijo y me acompañara, pero cada vez que le agarraba el lomo o las patas delanteras para tirar de él, el animal se ponía a temblar. Así que decidí dejarlo y, a la vez, pensé que igual no era buena idea salir yo solo de casa.

            Me fui a la cocina, tomé un cuchillo especialmente grande, y comprobé que las ventanas y las puertas estuvieran cerradas.

            A medida que el tiempo pasaba, la situación me iba acojonando más y más. Ya no sabía si era autosugestión o realmente comenzaba a sentir pasos y hasta voces en el exterior de la casa. Decidí llamar a la policía.

            -“Buenas noches”, dije. “Le llamo porque me ha despertado un ruido que bien podían ser tiros o petardos, pero tengo la sensación de que hay gente fuera. Oigo voces y ruidos. La casa está cerrada, pero la verdad es que estoy bastante asustado, porque si la gente que está fuera tiene armas, yo estoy aquí indefenso, ¿sabe?”.

            -“Tranquilo, señor”, me dijo la voz desde el otro lado. “Comience por darme su dirección”.

            -“Sí, claro, disculpe”, le contesté cayendo en la cuenta de que no le había dicho nada. Al explicarle dónde estaba la casa el agente me dio una nueva sorpresa:

            -“Conocemos la casa, conocemos los ruidos, hay muchas denuncias sobre ello, pero es algo que se nos escapa. No sólo no podemos hacer nada sino que órdenes superiores nos impiden que acudamos a las llamadas por ese motivo”.

            -“¡Cómo!”, exclamé sobresaltado. “¿Qué quiere decir que no vendrán?¿Qué significa eso de que conocen los ruidos?¿De qué denuncias habla?”.

            Quise seguir preguntando, pero el agente desde el otro lado de la línea me interrumpió.

            -“Trate de tranquilizarse. Esta noche no podemos hacer nada, pero venga mañana por aquí y trataremos de explicarle las cosas. ¿Nadie le ha contado nada?¿Cómo compró usted esa casa?”.

            -“Disculpe, pero no sé qué tienen que ver estas preguntas con lo que está sucediendo”.

            Quise decir algo más, pero los cristales de la ventana del salón saltaron por los aires regando el piso de cristales.

            -“Sigue ahí, sigue ahí”, oí a través del teléfono.

            Tardé en contestar lo que tardó el corazón en colocarse en su sitio. Sólo atiné a decir eso de: “Lo ha oído, lo ha oído”.

            -“Sí. Pero tranquilícese. Hoy no tiene porqué pasarle nada. Son fenómenos extraños. Venga mañana y se lo explicamos con detalle”.

            No me preocupó tanto oír lo de fenómenos extraños o que me pidiera tranquilidad en estas condiciones. Lo que realmente me dejó atónito fue eso de “hoy no tiene que pasarle nada”. Me fui al dormitorio y cerré la puerta.

            Sobre las seis de la mañana los ruidos cesaron. A veces se oyeron gritos desgarradores, otras como si alguien arrastrara algo, las más de las veces llantos e incluso algún portazo que no quise ir a comprobar.

            No pude descansar. A las siete en punto estaba en la puerta de la comisaría del pueblo.

            Puede que fuera mi disposición a ver cosas raras, pero lo cierto es que cuando llegué y me presenté como el propietario de la vivienda, la mirada de los agentes se transformó en algo que no sé si estaba más cerca de la burla o del miedo. Me pidieron que esperar la llegada del comisario, “como una media hora”, señaló el oficial de guardia.

            La espera fue entretenida, pues cada agente que pasaba era informado puntual y discretamente por alguno de los compañeros de quien era yo, y continuaba con una mirada menos discreta.

            “Pase por aquí”, me dijeron, y atravesando las mesas me llevaron hasta una sala presidida por una gran mesa en donde esperaban cuatro hombres y una mujer uniformados. Nada más pasar la puerta, el de mayor edad se me acercó con la mano extendida y se presentó como el comisario.

            “Durante muchos años la casa que usted compró estuvo deshabitada”, me explicó otro de los agentes que daba la impresión de ser el que mejor conocía la materia. “Durante la Guerra Civil esa casa fue el cuartel de la Guardia Civil. Según se cuenta en el pueblo, todos los detenidos por los falangistas y por el ejército golpista eran llevados allí y torturados. La gente mayor asegura que los gritos se oían durante días y noches durante semanas. No se sabe cuánta gente pudo morir allí, pero se veía entrar camiones con presos que nunca salieron”.

            Hizo una pequeña pausa para asegurarse que iba digiriendo todo lo que me decía. “Como sabe, la casa cuenta con muchísimos metros de finca y muchos árboles frutales. Según cuentan algunos, obligaron a los presos vivos a plantarlos sobre las fosas de los compañeros y compañeras que morían en los interrogatorios o fusilados”.

            “Terminada la guerra, el cuartel fue trasladado a otra zona y la casa, abandonada. Fue con la llegada de la democracia cuando el Ministerio del Interior decidió enajenar la finca junto a la casa, pero nadie del pueblo quiso comprarla por muy barata que fuera, ya que se hablaba de ruidos y visiones inexplicables”.

            La charla siguió explicando que toda esta historia había hecho que la Guardia Civil tuviera que abandonar la región y que la fuerza del orden encargada era la Policía Nacional, que a partir de estos hechos las leyendas sobre las cosas que ocurrían allí o estaban relacionadas con gente que había vivido en la casa se multiplicaba y me advirtieron que no podían hacer nada más por mí que informarme.

            Les di las gracias y di la mano a cada uno de ellos, creando en mí el sentimiento de que algo me ocultaban. Salí del despacho acompañado de aquel hombre que parecía haber estudiado el caso.
            “Qué puedo hacer”, le dije. “No puedo vender como han hecho conmigo, pero tampoco puedo quedarme. Usted parece conocer este asunto mejor que nadie. ¿Qué me aconseja?”

            El hombre calló durante unos segundos, y esperó hasta alcanzar la misma puerta de la comisaría para hablar. Mientras bajábamos una pequeña pendiente que iba hasta el aparcamiento dijo:

            “Hay una parte que no le hemos contado. De hecho, no se lo debo contar como policía, pero creo que tiene derecho a saberlo. Todos los propietarios desde que se enajenó del patrimonio nacional, han muerto en circunstancias violentas y extrañas. Incluso el propio ministro que firmó la venta, falleció en un atentado. No sabemos si es casualidad o tiene algo que ver, pero así ha sido. Sin ir más lejos, el accidente de tráfico ocurrido hace unas semanas a la salida del pueblo en el que murió una familia completa a ser arrolladas por un tren en un paso a nivel, fueron los vendedores al que usted compró. Como nadie se ha quedado, no sabemos qué puede pasar, pero tampoco quiere decir que si vende usted tenga que morir. Sólo se lo digo porque a mí me habría gustado que me lo dijeran si estuviera en su lugar”.

            Ya junto a mi coche volvió a estrecharme la mano. Antes de soltarla dijo: “Cuente con nosotros para lo que necesite, salvo que se la compremos”, y se despidió con la mirada con que un médico trata de tranquilizar a un enfermo con las horas contadas.