lunes, 7 de mayo de 2012

La casa


He de reconocer que me extrañó la prisa con la que los propietarios abandonaron la casa. Prácticamente no se llevaron nada más que la ropa y fotos familiares que el día que visité la vivienda por primera vez, adornaban algunos muebles y una pequeña repisa sobre una falsa chimenea.

            También me sorprendió que no entraran a negociar el precio. A mi entender, un chalé de tres habitaciones, dos baños, un salón de casi 90 metros cuadrados y una cocina de otros 60 metros, debía costar más de los 200.000 euros que me pedían, máxime cuando se incluía un terreno con frutales y un pequeño estanque vacío pero en perfectas condiciones. Aún así, como comprador tenía que intentar conseguir mejor precio, y utilicé la crisis y la mala marcha de la economía personal para ofrecer 150.000 euros, con el propósito de poder bajar hasta los 175.000 ó 180.000 euros. Ni lo pensaron. Dijeron que sí, firmaron, tomaron el dinero y les vi desaparecer en un familiar gris metalizado con más prisa por ir que yo por llegar.

            Los primeros días fueron difíciles. Demasiado ruidos nuevos, demasiadas maderas crujiendo, demasiados proyectos en la cabeza para poder conciliar el sueño, y la ilusión por hacer los pequeños arreglos que hacen que una casa se convierta en tu hogar.

            Durante esos días pasaron cosas poco explicables. Por ejemplo, resultaba imposible llenar el estanque. Daba igual que abriese la tubería por las mañanas. Al día siguiente la tubería de abasto estaba cerrada; la de salida, abierta y el estanque vacío. O el perro, que nunca entraba a los dormitorios, amanecía debajo de mi cama.

            Di por supuesto que lo del estanque se debía a algún vecino desquiciado y lo del perro, a un periodo de adaptación. No le di mayor importancia.

            Fue la noche del decimoctavo día cuando desperté sobresaltado. Literalmente me sentaron en la cama lo que parecían unos petardos, quizá unos tiros de postas, realmente me asusté y corrí hacia la ventana para mirar. Quise salir a fuera, y fue entonces cuando me percaté que el perro no salía de debajo de la cama. Traté de calmarlo para que dejara su escondrijo y me acompañara, pero cada vez que le agarraba el lomo o las patas delanteras para tirar de él, el animal se ponía a temblar. Así que decidí dejarlo y, a la vez, pensé que igual no era buena idea salir yo solo de casa.

            Me fui a la cocina, tomé un cuchillo especialmente grande, y comprobé que las ventanas y las puertas estuvieran cerradas.

            A medida que el tiempo pasaba, la situación me iba acojonando más y más. Ya no sabía si era autosugestión o realmente comenzaba a sentir pasos y hasta voces en el exterior de la casa. Decidí llamar a la policía.

            -“Buenas noches”, dije. “Le llamo porque me ha despertado un ruido que bien podían ser tiros o petardos, pero tengo la sensación de que hay gente fuera. Oigo voces y ruidos. La casa está cerrada, pero la verdad es que estoy bastante asustado, porque si la gente que está fuera tiene armas, yo estoy aquí indefenso, ¿sabe?”.

            -“Tranquilo, señor”, me dijo la voz desde el otro lado. “Comience por darme su dirección”.

            -“Sí, claro, disculpe”, le contesté cayendo en la cuenta de que no le había dicho nada. Al explicarle dónde estaba la casa el agente me dio una nueva sorpresa:

            -“Conocemos la casa, conocemos los ruidos, hay muchas denuncias sobre ello, pero es algo que se nos escapa. No sólo no podemos hacer nada sino que órdenes superiores nos impiden que acudamos a las llamadas por ese motivo”.

            -“¡Cómo!”, exclamé sobresaltado. “¿Qué quiere decir que no vendrán?¿Qué significa eso de que conocen los ruidos?¿De qué denuncias habla?”.

            Quise seguir preguntando, pero el agente desde el otro lado de la línea me interrumpió.

            -“Trate de tranquilizarse. Esta noche no podemos hacer nada, pero venga mañana por aquí y trataremos de explicarle las cosas. ¿Nadie le ha contado nada?¿Cómo compró usted esa casa?”.

            -“Disculpe, pero no sé qué tienen que ver estas preguntas con lo que está sucediendo”.

            Quise decir algo más, pero los cristales de la ventana del salón saltaron por los aires regando el piso de cristales.

            -“Sigue ahí, sigue ahí”, oí a través del teléfono.

            Tardé en contestar lo que tardó el corazón en colocarse en su sitio. Sólo atiné a decir eso de: “Lo ha oído, lo ha oído”.

            -“Sí. Pero tranquilícese. Hoy no tiene porqué pasarle nada. Son fenómenos extraños. Venga mañana y se lo explicamos con detalle”.

            No me preocupó tanto oír lo de fenómenos extraños o que me pidiera tranquilidad en estas condiciones. Lo que realmente me dejó atónito fue eso de “hoy no tiene que pasarle nada”. Me fui al dormitorio y cerré la puerta.

            Sobre las seis de la mañana los ruidos cesaron. A veces se oyeron gritos desgarradores, otras como si alguien arrastrara algo, las más de las veces llantos e incluso algún portazo que no quise ir a comprobar.

            No pude descansar. A las siete en punto estaba en la puerta de la comisaría del pueblo.

            Puede que fuera mi disposición a ver cosas raras, pero lo cierto es que cuando llegué y me presenté como el propietario de la vivienda, la mirada de los agentes se transformó en algo que no sé si estaba más cerca de la burla o del miedo. Me pidieron que esperar la llegada del comisario, “como una media hora”, señaló el oficial de guardia.

            La espera fue entretenida, pues cada agente que pasaba era informado puntual y discretamente por alguno de los compañeros de quien era yo, y continuaba con una mirada menos discreta.

            “Pase por aquí”, me dijeron, y atravesando las mesas me llevaron hasta una sala presidida por una gran mesa en donde esperaban cuatro hombres y una mujer uniformados. Nada más pasar la puerta, el de mayor edad se me acercó con la mano extendida y se presentó como el comisario.

            “Durante muchos años la casa que usted compró estuvo deshabitada”, me explicó otro de los agentes que daba la impresión de ser el que mejor conocía la materia. “Durante la Guerra Civil esa casa fue el cuartel de la Guardia Civil. Según se cuenta en el pueblo, todos los detenidos por los falangistas y por el ejército golpista eran llevados allí y torturados. La gente mayor asegura que los gritos se oían durante días y noches durante semanas. No se sabe cuánta gente pudo morir allí, pero se veía entrar camiones con presos que nunca salieron”.

            Hizo una pequeña pausa para asegurarse que iba digiriendo todo lo que me decía. “Como sabe, la casa cuenta con muchísimos metros de finca y muchos árboles frutales. Según cuentan algunos, obligaron a los presos vivos a plantarlos sobre las fosas de los compañeros y compañeras que morían en los interrogatorios o fusilados”.

            “Terminada la guerra, el cuartel fue trasladado a otra zona y la casa, abandonada. Fue con la llegada de la democracia cuando el Ministerio del Interior decidió enajenar la finca junto a la casa, pero nadie del pueblo quiso comprarla por muy barata que fuera, ya que se hablaba de ruidos y visiones inexplicables”.

            La charla siguió explicando que toda esta historia había hecho que la Guardia Civil tuviera que abandonar la región y que la fuerza del orden encargada era la Policía Nacional, que a partir de estos hechos las leyendas sobre las cosas que ocurrían allí o estaban relacionadas con gente que había vivido en la casa se multiplicaba y me advirtieron que no podían hacer nada más por mí que informarme.

            Les di las gracias y di la mano a cada uno de ellos, creando en mí el sentimiento de que algo me ocultaban. Salí del despacho acompañado de aquel hombre que parecía haber estudiado el caso.
            “Qué puedo hacer”, le dije. “No puedo vender como han hecho conmigo, pero tampoco puedo quedarme. Usted parece conocer este asunto mejor que nadie. ¿Qué me aconseja?”

            El hombre calló durante unos segundos, y esperó hasta alcanzar la misma puerta de la comisaría para hablar. Mientras bajábamos una pequeña pendiente que iba hasta el aparcamiento dijo:

            “Hay una parte que no le hemos contado. De hecho, no se lo debo contar como policía, pero creo que tiene derecho a saberlo. Todos los propietarios desde que se enajenó del patrimonio nacional, han muerto en circunstancias violentas y extrañas. Incluso el propio ministro que firmó la venta, falleció en un atentado. No sabemos si es casualidad o tiene algo que ver, pero así ha sido. Sin ir más lejos, el accidente de tráfico ocurrido hace unas semanas a la salida del pueblo en el que murió una familia completa a ser arrolladas por un tren en un paso a nivel, fueron los vendedores al que usted compró. Como nadie se ha quedado, no sabemos qué puede pasar, pero tampoco quiere decir que si vende usted tenga que morir. Sólo se lo digo porque a mí me habría gustado que me lo dijeran si estuviera en su lugar”.

            Ya junto a mi coche volvió a estrecharme la mano. Antes de soltarla dijo: “Cuente con nosotros para lo que necesite, salvo que se la compremos”, y se despidió con la mirada con que un médico trata de tranquilizar a un enfermo con las horas contadas.

4 comentarios:

  1. :-O Joer!
    Así se le quitan a una las ganas de comprar una casa...
    Imagina que se me va a quitar la costumbre de regatear hasta en el mercadillo! ;-)
    Bsitos y recuerdos del jefe

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  2. Buenas noches, morena.

    Supongo que lo que hay que hacer es ver todos los programas de cuarto milenio para conocer los fenómenos extraños en todas las casas del Estado.

    De todas formas, el "jefe" siempre estará atento, salvo que esté buscando lapas en Agaete.

    Un besote grande

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  3. Dios, qué miedo, quita, quita, ni un día aguantaba yo en esa casa!!!.

    Esa sensación/presentimiento/certeza de que algo va a ocurrir y estar a la espera de que ocurra, no es nada agradable.

    A mi me recuerda a lo que se siente en algún tipo de trastorno del sueño, algo que ocurre cuando estás profundamente dormido. Cómo se va notando que vienen los síntomas: el cuerpo se va paralizando, te empiezas a poner nervioso porque percibes que llega y que no te puedes mover, nada, absolutamente ninguna parte de tu cuerpo. Quieres encender la luz, pero es imposible. Ni abrir los ojos, ni gritar pidiendo ayuda. Te das cuenta de cómo tu corazón se acelera por el miedo y de que te empapas de sudor. A veces va acompañado de una especie de visión/sueño que asusta. No se sabe a ciencia cierta cuánto dura, pero parece una eternidad.

    Sólo cuando ya has aceptado que te ocurre de vez en cuando, adoptas mecanismos para sobrellevarlo mejor. Percibes que empieza y te dices: tranquila tú sólo respira profundamente y despacio, observa lo que va ocurriendo y ten paciencia, en un rato pasará. En ocasiones es aterrador, pero termina y tú sigues ahí. Te recuperas y te quedas dormida enseguida, como si nada hubiera ocurrido. Lo curioso es que estás dormida, pero eres consciente, y recuerdas.

    Tu relato me hizo pensar de manera automática en ello. Y cómo una cosa así lleva a pensar en lo otro? Pues supongo que por lo aterrador, porque no puedes hacer nada para evitarlo, sólo esperar a que pase. Claro que en el caso de la casa, te vas y ya está. Lo otro puede volver a ocurrir cuando menos te lo esperas.

    Hay que ver lo que da de sí la lectura de algo.

    En fin...Besos.

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  4. Joder, me ha acojonado más tu historia que la mía. Eso de soñar que estás paralizado y quedarte así durante un tiempo, sólo de pensarlo me agobia una barbaridad.

    Lo que sí se confirma es que, cuando alguien lee algo, lo primero que hace es extrapolarlo a su realidad. Supongo que es una forma de identificarse.

    Un abrazo y dos besos.

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