sábado, 29 de noviembre de 2014

Independientes, o no

Si alguien le hubiera preguntado, habría asegurado que se conocían de toda la vida, y sin embargo, era la primera vez que se veían. O no. A lo peor cara a cara y a lo mejor cuerpo a cuerpo. Lo realmente cierto es que encontraron sus almas desnudas a simple vista.
Ella, acostumbrada a hombres que solo querían justificar una noche injustificable, comprendió que su abrazo no era un atrevimiento. A lo más, una propuesta, una invitación a un mundo al que prefería ver llegar antes que ponerse a construir. Él, en el fondo de su corazón, solo quería proponer un nido en el que acoger a alguien suficientemente fuerte para entregarse y suficientemente débil para aceptarlo.
Ella, que sabía lo que era desesperar, tuvo el tiempo justo para entregarse antes de que saliera el sol, pero no quiso. Él, que no sabía serenarse, reconoció en ella el sol y la luna que esperaba, pero la perdió entre las miserias de un reino que no era de su mundo.
Quizá todo habría sido diferente si ella le hubiera pedido que esperara, o si él le hubiese rogado que no se fuera, pero ninguno dijo nada cuando la música que les unía les separó.
Él, habría hecho todo cuanto fuera posible por ver pasar la vida a través de sus ojos, pero ella no volvió a recordar los pocos minutos que sus vidas se cruzaron.
Nunca supieron lo cerca que Canarias y Galicia estuvieron de ser una república independiente. Fue sólo por unos segundos, pero completamente independientes, o no.

domingo, 26 de octubre de 2014

martes, 9 de septiembre de 2014

viernes, 5 de septiembre de 2014

Salvar los muebles

Podría haber mentido otra vez pero, la verdad, ni tenía por qué ni intención de crear una imagen diferente a la que era. "Para qué?", me pregunté. Al fin y al cabo, más tarde o más temprano tendría que mostrarme como soy y tampoco es que ella mereciera un simulacro de mi persona.

Entiéndame bien, señor agente. No quiero decir que psíquica o físicamente no mereciera la pena hacer un esfuerzo por alargar el encuentro, solo digo que no había nada en su haber como para mostrar algo que no soy.

Quizá fuera eso lo que agradeció. Quizá. El caso es que sin trucos ni mentiras (ya sean a medias o a tiempo completo), ahí pasamos el rato viendo como las diferencias nos encontraban a medida que las horas nos hacían más ella y más yo.

No puedo decir que me sintiera orgullo de mí. Al fin y al cabo se trataba de no llevar a nadie a donde nunca iría. Tampoco yo quería atravesar caminos construidos en nubes y cascadas.

La experiencia fue mejor de lo previsto. A esa noche de desencuentros le siguieron días de encuentros, y a esos días de verdades le llegaron noches que parecen mentira.

Como ve, inspector, la cuestión no tenía por qué cambiar. Cada uno se mostraba como era y cada uno era como se mostraba, nadie tenía que llevarse al desengaño.

El problema comenzó cuando nos dimos cuenta que el engaño no era de uno hacia otra ni de otra hacia uno, sino de cada quien con cada cual. Y que cuando dijimos que "yo puedo perdonar todo menos que no seas sincero", nos dimos cuenta de que habían verdades que dolían más que la mentira; o que cuando cantábamos aquello de "quiero saber que la noche contigo no va a terminar" nos habíamos olvidado que la noche no solo termina sino que, también, agradece ocho horas de sueño.

Y la verdad, lo más triste, es que cuanto más coincidíamos en nuestros errores, cuantas más pruebas teníamos de que los cálculos estaban erróneos por mi parte y por la suya, mayor era la distancia que se creaba.

Quizá sea por eso que cuando ella tachó de la lista "nunca podré abandonarte", yo borraba de la mía lo de "nunca te dejaré ir", y reconocerá que no fue extraño que mientras ella hacía la maleta, yo dejaba la llave en el llavín, y que mientras yo tomaba un taxi a ninguna parte, ella cerraba la puerta dejando su llave sobre la mesilla de noche.

Y es por eso que nos encontramos aquí, porque si la sinceridad nos hubiese dado para algo más, hoy no tendría la mitad de mis cosas dentro de esa casa, yo no hubiera tenido que descolgarme por el bajante para entrar por el patio y el vecino no habría denunciado un intento de robo.

Ahora, si no es molestia, ayúdeme a salvar los muebles y dele un telefonazo. 

viernes, 1 de agosto de 2014

Profesionales

Uno no llega a disfrutar de las cosas en su plenitud hasta que se hace un profesional.
Así, el profesional del vino logra distinguir en el paladar los amargos y los afrutados que esconde cada botella, así como su aroma, su madera –si la hubiera-, su aspereza y hasta la densidad del líquido en el paladar. Un profesional del vino sabe que lo importante no es la forma de la botella ni el diseño de la etiqueta; que la copa ayuda, pero no es vital; que su preferencia es el corcho al tapón sintético; que el pescado puede disfrutarse con un tinto así como algunas carnes con un blanco.
El periodista profesional, por ejemplo, sabe que escribir con corrección es importante, pero no tanto como la noticia; que el encuadre en la imagen da calidad pero por encima está el momento, la imagen misma, el instante histórico que se quiere robar a lo que ha pasado. Por eso no disfruta de ver su nombre en el periódico, sino de ver su nombre junto a la información que ofrece.
El médico profesional, por su parte, sabe que distinguir una enfermedad depende más de su capacidad para comprender la dolencia del paciente que en dar remedios hasta que se atina; que por encima del diagnóstico está la cura; el doctor profesional sabe que la alarma de lo que parece evidente no se corresponde con la urgencia de la atención. Por eso no disfruta cuando descubre qué tiene el paciente, sino cuando sigue la evolución de su cura.
El vendedor profesional, que los hay, sabe que su trabajo es vender, pero su riqueza está en que lo vendido no sea devuelto. Sabe que hay clientes que exigen mucho para comprar poco, o quienes están dispuestos a comprar cualquier cosa. En cualquiera de los casos, lo que sabe seguro es cuál es la mercancía que puede ofrecer a cada uno o una, es capaz de hacer una relación directa entre su cliente y su producto. Sabe también que la atención es, la mayoría de las veces, más importante que la venta, porque en ello está la diferencia entre ganar clientes y perderlos. Por eso no disfruta cuando ve salir al cliente con las bolsas sino cuando lo mira regresar reclamando su confianza.

Pero llegamos al profesional de la vida, ese o esa que lo único que sabe es que siempre va a seguir aprendiendo. Por eso no disfruta del camino andado, sino de cada uno de los pasos que da.

domingo, 6 de julio de 2014

Atrapar el sueño

Subía cada mañana a las montañas más altas de los Andes para poder contemplar el vuelo del cóndor.


No podía resistirse a ver como un ave con tres metros de envergadura podía desplazarse como una paloma entre corrientes de aire. Admiraba esa facilidad con la que ascendía hasta tocar el cielo para, después, dejarse caer sobre su presa. Casi podía sentir su fuerza y esa increíble capacidad de reinar sobre las cumbres más altas.

Se sintió tan atraído que con los años decidió cazar uno para no tener que ir tan lejos a contemplar lo que considera la imagen más bella del mundo. Y así lo hizo.

Durante meses trabajó en su casa preparando una enorme jaula con todos los lujos que pensó que necesitaría el animal. Gastó prácticamente todos sus ahorros en comprar el piso superior y el inferior para tener más espacio, negoció con las carnicerías la compra de kilos de la mejor carne, e hizo todo cuanto se le ocurrió que pudiera necesitar el cóndor para que fuera feliz.

Pero no había altura suficiente, ni corrientes de aire, ni cumbres sobre las que reinar. Así que el cóndor no se adaptó al papel de canario, y el hombre se decepcionó, porque cuantas veces quería mostrar la inmensidad del bicho, lo que se encontraba no era más que un montón de plumas negras y sucias, con unas garras cada vez más atrofiadas y que tenía la jaula llena de mierda y desechos.

Evidentemente, el tipo terminó odiando al bicho porque ya no era capaz de hacer nada más que comer y cagar. No sólo abandonó su cuidado, sino que a cada amigo que acudía a verlo le contaba lo desagradecido que era el “pájaro” después de todo el esfuerzo que había realizado para que todos vieran lo que él había visto ciento de veces.

Tras el fracaso, decidió que lo mejor era sacarlo de su casa y de su vida, y que lo más fácil sería abrir el techo de la jaula y esperar a que escapara.

El cóndor tardó unos días en darse cuenta de que era libre, pero en cuanto vio que nada lo mantenía esclavizado, se lanzó casi en vertical hacia las nubes. El hombre, que vio ascender al cóndor y extender sus alas de nuevo en toda su dimensión, observó como las primeras maniobras fueron algo torpes, pero en cuanto consiguió cierta altura volvió a realizar los ejercicios perfectos que le viera hacer entre los picos andinos.

Entonces volvió a sentir ese sentimiento que casi había olvidado, lamentó haberle dado la libertad, y pensó que si lo hacía bien y aprendía de los errores, el próximo cóndor que atrapara podría ser tan hermoso en cautividad como en libertad.

Así ocurrió una y otra vez, siempre cambiando algún detalle, pero con el mismo resultado: el fracaso. A pesar de los años, nunca llegó a comprender que lo que más le atraía del cóndor era la libertad que les robaba.

domingo, 15 de junio de 2014

Última llamada

Prudencio Piñeiro jamás gastó una broma en su vida. No por carecer de sentido del humor, sólo que al buen hombre no se le ocurría cómo hacerlo. De hecho, si no fuera porque alguna vez desde su despacho veía a los empleados del banco intercambiar risas, o por alguna que otra conversación con su mujer que le ponía al día sobre el anecdotario de sus hijos, habría pasado por la vida sin saber lo que era provocar intencionadamente una situación incomoda y/o divertida y, por supuesto, sin recibirla.

Vilma, su mujer, era distinta. Gracias a ella, los cuatro hijos del matrimonio habían tenido la posibilidad de echar más de una risa y de desarrollar la capacidad de bromear sin que ello supusiera un conflicto. De todos, Prudencito, el mayor, había heredado un especial sentido del humor.

El 25 de diciembre, el primogénito decidió que ya era hora de que papá saliera del burladero de la plaza de las bromas familiares y saltara al ruedo, y esperó a la noche de la víspera del Día de los Inocentes para coger el móvil paterno, un aparato con cientos de prestaciones, sonido estereofónico, capacidad para reconocer cualquier formato audio y de vídeo, extraplano, mínimo peso, etcétera, pero que el padre sólo utilizaba para recibir y mandar llamadas.

Prudencito lo conectó al ordenador y le bajó la célebre expresión de Pedro Picapiedra “Pum pum pum. Vilma, ábreme la puerta”, y asoció el tema a los teléfonos de “casa” y “mamá”. Después elevó el volumen al máximo.

Mientras lo hacía, podía imaginar la cara de Prudencio ante los empleados del banco, en la cafetería en donde desayunaba, o en la reunión con algún cliente, intentando explicar semejante tono polifónico. “Me va a matar”, pensó, “pero lo que nos vamos a reír”.

El amanecer del 28 de diciembre fue como de costumbre. Desayunos apresurados, ruido de electrodomésticos exprimiendo naranjas o lavando ropa, las instrucciones del día entre buches de café y carreras para que los hermanos más jóvenes no perdieran la guagua escolar. Sólo Prudencito intentaba disimular una risa fácil que le dificultaba tragar con normalidad y que incluso le obligó a cambiarse de camisa cuando se atragantó con el zumo. Hasta la estampida familiar que dejó la casa prácticamente ausente de vida, todo fue normal.

Lo que ocurrió a continuación no estaba previsto. Mientras Vilma metía en el lavaplatos los cacharros que sus hijos y su marido no habían recogido, y antes de salir hacia el despacho de arquitectura donde trabajaba como aparejadora, calculó que siendo las 07.59 horas, su marido ya habría llegado a la oficina e hizo una llamada al móvil de Prudencio para recordarle que era el Día de los Inocentes y, por tanto, debía esperar que ocurriesen cosas extrañas ese día en la oficina. El mensaje era sencillo: “déjalas pasar y no te agobies”.

Le resultó extraño que no contestara, pero no le dio mayor importancia y terminó de maquillarse para salir.

Ya tenía el bolso en la mano cuando una llamada a su teléfono le avisaba que su marido se encontraba camino al hospital tras sufrir un infarto.

“¿Cómo?¿A qué hospital? Pero, ¿qué ha pasado?”. Desde el otro lado las respuestas no fueron ni claras ni tranquilizantes. Lo único que resultaba evidente es que su marido había sufrido un infarto y que iba camino al Hospital Universitario.

Vilma, que ya estaba junto a la puerta, salió tan angustiada que olvidó cerrar con llave.

Tomó el primer taxi y llegó al hospital en apenas 12 minutos.

Varios compañeros del trabajo se encontraban hablando con un doctor en la sala de urgencias. Su presencia provocó un espantoso silencio. Don Eladio, el empleado más antiguo de la oficina bancaria, se acercó para abrazarla y decirle. “Tranquila. El médico tiene que decirte algo y no es bueno. Tienes que ser fuerte”.

Vilma sintió como una piedra le caía en el estómago.

Por un momento no supo si debía correr hacia la salida o hacia el médico. Mientras decidía vio al galeno acercarse. La sensación que recibió en ese momento fue la misma que tenía al ver una pantera aproximarse a su presa a cámara superlenta en un documental de National Geographic.

“No se pudo hacer nada”, dijo el doctor, “lo siento”.

¿Cómo que no se pudo hacer nada?¿Qué quería decir?¿De qué le estaba hablando aquel señor?¿Dónde estaba su marido?¿Qué había pasado?¿Qué coño le estaban contando?... Mientras todas esas preguntas rebotaban por cada rincón de su cerebro, sus ojos empezaron a empañarse y las lágrimas a rebosarse hasta el punto de que la solapa izquierda de la chaqueta de don Eladio parecía recién salida de la lavadora.

Pasado el primer momento, superadas las preguntas que ella misma se hacía sin tener respuesta alguna, se abrió ese momento que, tras la muerte de un ser querido, nos ata al suelo: había que avisar a los niños, a la familia, a la madre de él, a los padres de ella…

Así que le pidió a don Eladio que se encargara de dar la noticia a los compañeros y compañeras de la oficina mientras ella iba llamando a los más allegados y les iba dando instrucciones para crear una cadena que llevara la noticia a cuñados, primos, y otros parientes y amigos.

A eso de la 11.30 horas, una joven enfermera con cara de estar verdaderamente compungida le preguntó cómo quería que el marido fuera amortajado. “Qué lleva ahora”, preguntó; “lo hemos tenido que desvestir, pero ingresó con un traje oscuro listado, camisa blanca y corbata gris”, contestó la enfermera. Fue entonces cuando recordó cómo lo había visto salir esa misma mañana con el traje que le regaló por Reyes hacía casi un año. “Esta bien así”, dijo para añadir enseguida: “No estará muy arrugado”.

A medida que llegaban los parientes más cercanos, Vilma se iba enterando de los hechos. Prudencio llegó al banco, saludó según su costumbre, entró en su despacho y, antes siquiera de quitarse la chaqueta, cayó fulminado. Los empleados lo vieron desde lejos a través de la pared de cristal de la oficina. “Fue un minuto antes de las ocho”, explicaba un compañero que recordaba la hora porque él ya estaba junto a la puerta del banco para abrir la sucursal al público.

El abrazo de Prudencito con su madre fue el más triste de los encuentros entre una madre y su hijo. Las lágrimas de ellos y la de los presentes hicieron subir la humedad de la sala de espera del tanatorio hospitalario hasta el 70%. No había palabras para describir la escena. Nadie recordaba un momento tan tristemente triste.

Cuando el higrómetro volvió a parámetros más o menos normales, Vilma contó a su hijo que al padre le había dado un infarto nada más llegar a la oficina, a pesar de gozar de una magnífica salud y de que, hasta la fecha, nunca se había quejado. Nada dijo de la llamada no respondida. Después, dio instrucciones a su primogénito para que se hiciera cargo de los hermanos pequeños, de recoger en casa los papeles del seguro y encargarle la compra de valeriana en un herbolario.

La llegada de la abuela paterna coincidió en tiempo con la recogida de los más pequeños por parte del hermano mayor, y la llegada a casa para recoger la documentación del seguro, con el aviso a los familiares por parte de la misma enfermera que ya conocía Vilma, para que los más allegados acompañaran al finado hasta la sala acristalada donde se le iba a velar.

Mientras la mujer y la madre de Prudencio colocaban las coronas en torno al ataúd a la vista de los amigos que se encontraban al otro lado del cristal, Prudencito en casa se acordaba del teléfono del padre, así que preocupado por que no se perdiera y por saber dónde estaba, llamó desde el aparato de casa, así que mientras la madre y la mujer del difunto se encontraban en la habitación junto al cadáver, desde el ataúd se oyeron tres claros golpes seguidos de la frase: “¡Vilma, ábreme la puerta!”.

El aviso por vibración del aparato que pegaba con la tapa y los huecos vacíos dieron un realismo brutal al grito. Casi al instante, la abuela, que se encontraba junto al ataúd, cayó desplomada al suelo con las manos en el pecho, mientras que Vilma, al grito de “¡Prudencio!¡Prudencio!”, se lanzó sobre la caja, cediendo las burras que la sostenían con la mala fortuna de que al volcarse, la cabeza del Cristo que adornaba la caja se le incrustó en la frente y las rodillas le aplastaron la nariz, muriendo casi al instante.

Desde el otro lado del cristal la escena era seguida con terror e incomprensión, pues el cristal impedía escuchar el móvil y por tanto la escena carecía de todo sentido.

Don Eladio fue el primero en correr hacia la sala demandando a gritos la presencia de un médico. Cuando llegaron a la habitación, nada se podía hacer por ninguna de las dos mujeres.

Prudencito, por su parte, ya había comprobado que el móvil no se encontraba en casa. Ya estaba metiendo los papeles en una carpeta cuando sonó su móvil. Su tío le avisaba de que don Eladio se había puesto en contacto con él para comunicarle un desgraciadísimo e inexplicable accidente, y aunque sabía lo de las muertes, al sobrino sólo le dijo que corriera al hospital.

Todo lo que siguió no fue más que llantos, lamentos y la búsqueda de explicaciones a lo sucedido, un sinfín de conjeturas que ni por asomo se acercaban a la realidad.

La experiencia marcó a Prudencito toda la vida, quien un día tras otro lamentó las muertes de sus padres y su abuela, pero se entristecía de forma especial cuando contaba que su padre falleció sin que nadie, nunca, le gastara una broma.

jueves, 29 de mayo de 2014

Calamares

-"No es grave", -dijo el doctor después de auscultarme por segunda vez.

-"No lo será" -le dije-, "pero anoche casi no pude dormir, comí con desgana, me despierté triste, he estado todo el día agotado... Ni siquiera discuto".

-"Ya" -respondió-, "pero sus análisis son perfectos, siempre dentro de los parámetros normales. No tiene problemas con sus articulaciones ni con el corazón ni de memoria... La vista, bien; el oído, bien; los reflejos, bien... Por más que miro, no padece usted nada que yo sea capaz de detectar".

-"Pues doctor" -exclamé resolutivo-, "desde que me levanté esta mañana siento un terrible vacío en el estómago, como si me hubiera quedado hueco por dentro, como si se pudiera ver a través de mí. Es una sensación extraña, como que me pasa algo malo".

-"Con esos síntomas" -sonrió-, "podría ser soledad o hambre".

Indignado me levanté, me di la vuelta y entré en el ascensor que casualmente me esperaba. Mientras los números saltaban de forma descendente en el panel de botones, no pude evitar pensar en el tiempo que llevaba solo, en los años que no compartía una risa o una caricia, una noche, un beso, un minuto de ternura.

Salí del edificio y maldije al doctor. ¿Cómo se atrevía a cuestionarme?¿Cómo podía soltarme eso así?

Entré en un café y pedí un zumo y un bocadillo, -"el que usted me ponga"- le dije al camarero.

¿Me habría vencido la soledad?¿Podría sentirme tan vacío después de tanto tiempo?

-"¿Se encuentra usted bien? Tiene mala cara", -me preguntó el camarero con el pedido en la mano.

-"Sí. Gracias", -contesté a la vez que me recolocaba en la silla y volvía a la realidad.

Y mientras desayunaba y veía pasar a la gente, pensé en la vida que había tenido, lo que gané y lo que perdí, lo que me hizo sufrir y lo que me hizo más fuerte, en lo que esperé que no llegó y en lo que vino sin invitación previa... Y me di cuenta de que el doctor llevaba la razón: lo que tenía era hambre. Así que pedí una de calamares.

miércoles, 7 de mayo de 2014

lunes, 17 de marzo de 2014

Disparando al fantasma

Dispararé sin balas a un fantasma que no podía ver hasta que le acerté en el corazón.

Su presencia era evidente. Me impedía dormir, comer, concentrarme... vivir tranquilo. Me devolvía miradas que no le hacía y se negaba a darme las preguntas que necesitaban mis respuesta. Imposible vivir así.

Cansado de estar perdido me puse a correr hasta alcanzarme, y ahí fue cuando me identifiqué, porque el fantasma era yo mismo, o mejor dicho, mis miedos, mis temores, mis "qué dirán", mi vergüenza ajena, mis sueños rotos, mis oportunidades perdidas... Todas mis miserias pululaban por la casa, tomaban posiciones, arrastraban sus cadenas, vagaban entre el dormitorio y la cocina.

Mi primer disparo sin bala fue dejarme ver de nuevo por la luna, y que mi perra me paseara, y recuperar el encuentro con las personas que quería allí dónde las dejé, y devolver las sonrisas y los besos, y el tiro de vida: dejar escapar los monstruos que me habían atrapado.

A los pocos días el fantasma casi era humano.

Ahora sé que sigue ahí, pero no ejerce. Se sienta y mira la tele, esperando que vuelva a atrapar mis propios monstruos y a crear mis propias pesadillas.

Ahora que lo sé, reconozco que no lo alimento, pero sí es cierto que de vez en cuando compartimos unas cervezas y brindamos por aquellos tiempos.

martes, 11 de febrero de 2014

Llegamos a 30.000

Poco a poco esta página ha alcanzado las 30.000 visitas. Gracias a todas las personas que lo han hecho posible. Un abrazo por cada visita.

jueves, 6 de febrero de 2014

Piedras al sol

Tiré al sol piedras sólo por ver cómo se cubría de ondas toda su superficie. Las lanzaba con fuerza, pero las piedras caían sobre las azoteas y los transeúntes como una lluvia ácida.

A pesar de los gritos de la gente, de las quejas vecinales y de mi propia frustración, seguí lanzando piedras de todos los tamaños y formas convencido de que alguna vez daría de pleno en el centro del astro rey y entonces, sólo entonces, la gente que me gritaba y me maldecía sería capaz de entender la importancia del logro: tener el sol a tiro de piedra.

Lo hice una y otra vez. Cogía una piedra, miraba fijamente al sol, ponderaba fuerza y distancia y ejercía toda mi  fuerza para alcanzarlo. Así una y otra vez hasta que me dí cuenta de que, de tanto mirar al sol, su fuego me había dejado ciego.

Entonces ya no encontré piedras para tirar, ni supe hacia dónde había que apuntar porque no veía el movimiento de la esfera luminosa sobre el firmamento. Sólo entonces me senté, y mientras trataba de superar mi frustración pude prestar atención a los gritos de la gente.

Contra todo pronóstico no se quejaban de la lluvia de piedras ni de los cristales rotos de las ventanas ni de los daños ocasionados a los coches. Sólo me advertían de que no mirara al sol, porque podía quedarme ciego. Eso era lo que me gritaban, pero yo no les escuchaba.