Los planetas, los astros, las galaxias... todo demuestra que nuestras vidas están flotando y en constante movimiento, pero preferimos vivir en la creencia de tener los pies sobre la tierra
jueves, 21 de noviembre de 2013
domingo, 17 de noviembre de 2013
La despareja
Nunca había querido encontrar un príncipe
azul. De hecho, adoraba su independencia. Esa libertad para ser y hacer lo que
le apetecía en cada momento era impagable. Sin miedo a nada, sin problemas de
pareja, sin calenturas de cabeza, sin interpretaciones, sin “tú dijiste” ni “tú
sabrás”...
Si tenía ganas de salir, salía; si quería
quedarse en casa, se quedaba; si quería poner la radio, ver la tele, leer un
libro, estar sola o bien acompañada, no tenía que consultarlo, compartirlo,
discutirlo. Lo hacía si podía y ya está.
Así que hacía años que tenía claro que en
su mundo no había uno más uno sino una y otro, y ahí se acababa la cosa. Por
supuesto que sus amistades, la familia, los compañeros y compañeras de trabajo
le implicaban compromiso, buscaba encontrar lazos personales y se vinculaba con
ellos, pero otra cosa era proyectar un futuro, compartir el día a día, las
vacaciones, la cama, la casa y besos. No tenía sitio para otra decepción más.
El, por el contrario, buscaba una reina
para su mundo. Seguía creyendo que, a pesar de los desengaños, en alguna parte
debía encontrarse con alguien que tuviera ganas de compartir sus sueños. No se
trataba de soñar lo mismo, sino de que uno y otra u otro y una, hicieran
posible que el amor no fuera sólo una idea sino que fuera parte de su vida.
Entendía que cuanto pasa en la vida había
que compartirlo, y que la única forma de que esa realidad fuera plena consistía
en vivirla con alguien a quien abrazar por la noche, a quien mimar por las
mañanas, a quien ilusionar cada día.
Cuando se conocieron, sólo les costó tomar
dos cervezas y una copa para llegar a esa parte de la conversación en la que
los hombres y las mujeres marcan más miedos que diferencias. Y ya en el segundo
“mojito” de ella y el tercer cubata de él, se dieron cuenta de que para cada
conflicto que ella auguraba, él construía una solución, y que a cada solución
de él, ella enfrentaba un problema.
A la quinta copa se dieron cuenta de que
estaban a punto de ceder no sólo a sus convicciones sino que también a sus
cuerpos. Así que pagaron y fueron a complicarse la vida con soluciones o a solucionársela
con complicaciones, según hablara una u otro.
Al llegar a casa, la de él, encontraron un
punto de encuentro sobre su sofá, y otro más en la cocina, y un tercero en el
colchón, en donde dieron por terminada la discusión.
Por la mañana, ambos se miraron, se
besaron de nuevo, ella apoyó la cabeza sobre el hombro de él y pensó: “Tiene
razón. Ciertamente no creo en el Príncipe Azul, pero sí es posible que haya
alguien con quien pueda compartir mi vida”, y se alegró de tenerlo a su lado
porque ya sabía lo que pensaba y no se darían malas interpretaciones. Él,
mientras la abrazaba, también pensó que ella tenía razón, que no había ninguna
necesidad de complicarse la vida ni de establecer lazos que siempre terminaban
siendo frágiles, y se alegró de tenerla a su lado porque ya sabía lo que
pensaba y no se darían malas interpretaciones.
viernes, 8 de noviembre de 2013
A quién se le ocurre
Cuando la temperatura de los cuerpos comenzó a descender y sus pieles se separaron casi por completo, unidos sólo por las palmas de la mano, él le preguntó:
"Con una sola palabra ¿cómo me definirías?"
Ella, tumbada en el lecho boca arriba, lo miró. Él permanecía desnudo con los ojos perdidos entre las humedades del techo y con algunas gotas de sudor corriendo aún por su sien. Ella comprendió la trascendencia de su respuesta en aquellos momentos, después de que el amor y el gozo hubieran llenado la habitación. Así que se tomó su tiempo para contestar.
"En el fondo", pensó, "sólo necesita escuchar algo bonito, así que lo que debo decir debe ser directo y claro, algo no demasiado obvio pero sí claro, algo que le haga sentirse especial, que le diga que para mí no es uno más".
Sin dejar de mirarlo contestó: "Amor".
Él sonrió y, por primera vez, apartó la mirada del estucado para contemplarla desnuda y volver a sonreír.
"Y tú a mí", preguntó curiosa ella.
Sin apartar la mirada, él vio en ella a la mujer que siempre había esperado, el cuerpo en que siempre deseó sumergirse, el manantial donde se cumplían todos sus deseos, el lugar de encuentro de su presente y su pasado, el espacio donde celebrar la victoria sobre la vida y sobre la muerte, la alegría del agua brotando en su boca...
"Fuente", dijo él, "eres mi fuente".
Ella se dio la vuela y respondió: "Qué simple has sido siempre. Fuente. ¡A quién se le ocurre!".
"Con una sola palabra ¿cómo me definirías?"
Ella, tumbada en el lecho boca arriba, lo miró. Él permanecía desnudo con los ojos perdidos entre las humedades del techo y con algunas gotas de sudor corriendo aún por su sien. Ella comprendió la trascendencia de su respuesta en aquellos momentos, después de que el amor y el gozo hubieran llenado la habitación. Así que se tomó su tiempo para contestar.
"En el fondo", pensó, "sólo necesita escuchar algo bonito, así que lo que debo decir debe ser directo y claro, algo no demasiado obvio pero sí claro, algo que le haga sentirse especial, que le diga que para mí no es uno más".
Sin dejar de mirarlo contestó: "Amor".
Él sonrió y, por primera vez, apartó la mirada del estucado para contemplarla desnuda y volver a sonreír.
"Y tú a mí", preguntó curiosa ella.
Sin apartar la mirada, él vio en ella a la mujer que siempre había esperado, el cuerpo en que siempre deseó sumergirse, el manantial donde se cumplían todos sus deseos, el lugar de encuentro de su presente y su pasado, el espacio donde celebrar la victoria sobre la vida y sobre la muerte, la alegría del agua brotando en su boca...
"Fuente", dijo él, "eres mi fuente".
Ella se dio la vuela y respondió: "Qué simple has sido siempre. Fuente. ¡A quién se le ocurre!".
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