Después de tantos años, al final habían decidido que cada uno
debía seguir su camino. Él peinaba canas y ella, una melena castaña que solía
ocultar recogiéndola en un moño. Ambos habían conocido la felicidad juntos,
pero la llegada de los niños, las complicaciones económicas que llevaron a la
búsqueda de trabajos menos trascendentes desde el ámbito personal pero mejor
remunerados, la convivencia que iba presentando aluminosis en los cimientos, y
los pequeños detalles que hacen que las cosas sean de un color u otro,
empañaron los cristales de pareja y comenzaron a ver el horizonte en lugar de
caminar sobre él, tal y como habían hecho hasta hacía unos años.
Hablar con una o con otro se convertía en un estudio
sociológico de por qué fracasan las parejas. Distanciamiento, falta de
entendimiento, metas distintas, y una pequeña incomodidad al sentir la
presencia del otro.
Cuándo empezaron los síntomas, ninguno lo sabe. En cambio
coincidían en un aspecto: aseguraban que se trataba de un problema de espacios.
Ella, por ejemplo, sentía que el mundo se le venía encima
cuando abría el ropero y se encontraba la ropa de él junto a la suya, así que
comenzó a separarla apretando cada vez más los percheros; le costaba compartir
mesa hasta el punto de que había decidido comer y cenar la mayoría de los días
fuera; evitaba compartir el fin de semana buscando excusas laborales que la
alejaban de casa; perdía el tren conscientemente para tratar de tener unas
horas más para ella… En definitiva, traba de alejarse tanto como le era posible
de él y de su vida.
Él, por su parte, reconocía que también había problemas de
espacios. Cuando se encontró a su mujer tratando de poner aire de por medio en
el armario, sacó cuanto no necesitaba y lo llevó a una organización
especializada en el reciclaje de ropa. Porque las cosas pasan, allí conoció a
una mujer que no sólo recogió su ropa, también recogió las horas de espera, las
comidas, las cenas y los fines de semana de asueto.
No fue difícil que ella asumiera que él había conocido a otra
persona, lo que realmente le incomodó fue descubrir que el espacio que ella iba
creando él los había ido rellenando.
Ahora, una tiene espacio en el armario, todas las horas del
mundo para trabajar, puede comer sin que nadie le espere y una cama tan ancha
como quería. El otro, por su parte, sigue peleando por meter las cosas en los
cajones, espera y le esperan para comer, trata de trabajar menos para vivir más
y, por ahora, tiene una cama igual de ancha que la de su mujer, pero no duerme
solo. A veces, ni duerme.