Alguien debía decirnos en dónde no deberíamos entrar, o salir, o subir, o bajar... Alguien se equivocó pensando que la intuición era un argumento suficiente para advertirnos, para encender las alertas, suficiente para evitar la desgracia. Pero a veces la intuición se confunde con atracción, se entiende como una llamada, se traduce en nuestra vida cotidiana como una curiosidad que normalmente se convierte en una mala experiencia.
Tenía edad suficiente para saberlo, pero allí entré convencido de que la vida me había dado cuatro ases para esa jugada. Así que acudí a la cena de empresa dispuesto a chasquear los dedos y que cayeran las cien puertas de Tebas, algo me decía que algo iba a ocurrir, y algo con alguien, dentro de mí una voz me avisaba de que sería el día.
Con ese espíritu me presenté dispuesto a vivir mi momento de gloria, vestido para la ocasión, perfumado para la ocasión, peinado para la ocasión, silbando para la ocasión, siguiendo el guión que se había escrito para mí en algún rincón del universo.
Todo apuntaba a que así era e iba a ser. Cada cosa que ocurría me acercaba un paso a mi triunfo sobre el bien y el mal. Y a punto estuve de tocarlo cuando, fuera de programa, apareció ella con la misma sonrisa que hacía 30 años. Quizá algo más madura, quizá con una mirada algo más nostálgica, pero la misma sonrisa.
30 años atrás nunca me había mirado, y en todos esos años nunca la vida nos había vuelto a cruzar, pero allí, en mi noche, aparecía ella como un misil a la línea de flotación.
A partir de ahí no hubo partitura que interpretar ni libreto que seguir, me convertí en un ser torpe, inseguro. Perdí las habilidades, la ropa se me volvió ancha, los zapatos me chancleaban y el verbo fluido se presentó absurdo y disperso.
Realmente se me escapaba al entendimiento todo lo que estaba ocurriendo. ¿A cuento de qué todo aquello? Al fin y al cabo se trataba de un antiguo amor de estudiante con quien nunca llegué a intercambiar una sola palabra. Creo que ni una sola frase. Pero 30 años después volvía a ser un niño por culpa de una mujer que, seguro, siquiera se acordaba de mí.
Trate de no mirarla, de no seguirla con la vista. Imposible. Allí estaba, con la misma risa encantadoramente discreta que iluminaba todo.
Decidí tranquilizarme y quise salir de allí, pero era imposible. Al tratar de levantarme las piernas me temblaban. Me quedé sentado como si supiera de qué estaban hablando mis compañeros y compañeras, pero con todos mis sentidos puestos en aquellos ojos y aquella boca, y así fue inevitable que nuestras miradas se cruzaran.
Yo quise esconderme pero ella hizo un gesto de sorpresa como si me hubiera reconocido. Quizá se acordara, quizá mi cara le sonaba, al fin y al cabo coincidimos varios años en el mismos colegio. Quizá, quizá y quizá, pero no. Al fin y al cabo, ¿quién era yo?
Afortunadamente se marchó pronto. Acompañada, por supuesto, con la misma sonrisa y la misma cadencia en sus caderas que yo recordaba tan nítidamente.
Pensando en ello estaba cuando una voz me sacó de aquella ausencia. "Cuánto tiempo. Qué tal va todo, qué es de tu vida...".
Reconocí a aquel hombre, también antiguo compañero, supuse que debía andar con ella pero que no le había visto obsesionado como estaba. "Bien, bien", contesté. "¿Qué tal tú?¿Qué haces por aquí?", pregunté.
Me contó que se trataba de la cena de navidad de la empresa en la que trabajaba y en la que coincidían con algunos compañeros del colegio, y en la escueta lista de nombres y apellidos aparecía el de ella.
No pude evitarlo, pregunté por ellos con la única intención de saber algo de ella. Y funcionó.
"Estaba aquí hace un momento", dijo. "Una pena. Se acaba de marchar. Estaba estupendamente pero al parecer vio a alguien a quien no esperaba y se ha puesto nerviosa y sentido indispuesta. No sé", añadió, "cosas de mujeres. ¿No serías tú?", comentó entre risas a las que yo respondí con la misma intensidad.
Y mi amigo se marchó, dejándome un abrazo y una pregunta que me quita el sueño.