domingo, 28 de octubre de 2012

A veces ganas

Contra todo pronóstico nunca llegué a saltar por la ventana. Cierto es que la vida se volvió gris oscura, las aceras crecieron por toda la ciudad y el dolor fue mi compañero durante meses. No encontré consuelo ni, si soy sincero, lo busqué. ¿Para qué? Mi dolor era lo único que me quedaba de ella, así que decidí vivirlo como Gollum persiguió el anillo. Mis miserias y mi vida era el relleno del vacío que me había creado su ausencia.

Y la verdad es que cuando ella me dijo: "Se acabó. Esta relación está agotada", yo pensaba lo mismo. No sólo lo sabía sino que se expresó utilizando las mismas palabras con que yo habría hablado. Pero no es lo mismo ver el final que vivirlo, y el valor que a mí me faltaba, a ella le sobraba.

No es que no nos quisiéramos -que ya no lo sé-, es que andábamos por caminos distintos. Nunca conseguimos hacer amor. Eso sí, gracias a que conseguíamos hacer sexo la cosa aguantó lo suficiente como para creer que teníamos algo más de lo que teníamos.

Creo que pasaron años para encontrar un día en que ella no fuera mi primer y mi último pensamiento, meses en encontrar un comentario que me arrancara una sonrisa, días en poder articular una palabra, horas para dejar de llorar...

Pero pasaron las horas, y los días, y los meses, y los años y dejé de llorar, y volví a hablar, y sonreí de nuevo, y hasta dejé de pensar en ella a todas horas, y hasta debo reconocer que hoy por hoy su imagen no transmite ningún sentimiento.

Ahora estoy aquí, sudado, abrazado a otro cuerpo, mirando a otros ojos, compartiendo recuerdos y secretos, hablando de amores y desamores, conociéndome y conociéndola, y esperando a que el tiempo pase para que el amor vuelva a hacernos más hombre y más mujer y más amantes. Aquí estoy, viviendo mi felicidad y abrazado a un nuevo camino (que tiene curvas de mujer). Aquí estoy feliz, recordando cómo la vida me ha traído hasta este punto, sabiendo que es dónde tenía que estar, pero siendo incapaz de recordar quien era aquella mujer que me mostró la parte más oscura de mi alma.


https://www.youtube.com/watch?v=SIzr-cl_SR4

martes, 9 de octubre de 2012

El amante de las bestias


Amaba a los animales más que a nada. Trabajaba, comía y compartía algún tiempo con sus amistades de siempre, pero su vida, lo más importante de su vida, giraba en torno a las bestias. Daba lo mismo que fueran de piel o de pluma, de escamas o de pelo… Cualquiera era un ejemplar único aunque fueran de la misma especie.

Los amaba porque eran así, como eran, salvajes o domésticos, ariscos o mimosos, violentos, ágiles, cariñosos, independientes…

Desde que pudo, se hizo con un perro. No era agresivo, de hecho podría decirse que era especialmente tranquilo, pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, el chucho le llegaba a morder. “Le acaricié cuando estaba comiendo”, dijo; “me mordió al llegar tarde”, justificó; “le pisé el rabo sin querer y reaccionó así”, lamentaba mientras se curaba las heridas de los dientes sobre la piel.

Pero los ataques eran cada vez más seguidos y decidió cambiar el perro por un gato. Claro que el gato era independiente. Salía de casa durante días y cuando volvía sólo quería comer y recibir algunas caricias. De pequeño no tanto, pero ya adulto, los arañazos eran comunes, incluso una vez las uñas estuvieron a punto de sacarle un ojo. “Debí cogerlo mal y se puso nervioso”, contó.

Las cicatrices eran cada vez más, pero se resistía a abandonar el gato. Un buen día, el menino salió de casa y no volvió, aunque él lo esperó siempre.

No pasaron muchos años y compró un caballo. Una vez cepillándolo, recibió una coz que le reventó el hígado y le impidió montar más; y después encontró una cría de cuervo que le sacó un ojo de un picotazo; en una tienda de animales exóticos compró un cocodrilo que le arrancó un brazo; y con una boa estuvo a punto de perder la vida…

Siempre le ocurría algo, y en cada visita al hospital señalaba que los animales eran así. “Son bestias, es su instinto, su naturaleza…”.

Finalmente decidió no tener más animales, pero cuando pasea por la ciudad, sin brazo, sin hígado, sin ojo y con medio cuerpo esculpido por las cicatrices, no puede evitar mirar hacia la gente que pasea con sus animales por la calle y soñar cómo sería su vida si encontrara al animal adecuado.