sábado, 28 de mayo de 2011

Compañera

No es la primera vez que me siento solo, pero a diferencia de otras soledades hoy me ocupa una soledad especialmente hiriente, una soledad personalizada, pasional, descubridora de todas mis soledades, una soledad tristemente sola, angustiosa, casi un maltrato (sin casi: un maltrato).
Hoy mi soledad se ha hecho solidaria conmigo y ha compartido todo su vacío aplastando mis pocas defensas, mis trampas anti-soledad, mis bombas contra el desaliento. No vino hasta mí, estaba dentro de mí y ahora es cuando ha decidido presentarse.
Sin quererlo, yo he ido alimentando a mi soledad, cuidándola, dejándola crecer creyendo que estaba simplemente desolada, cuando el desolado era yo.
Así que no se trata de una soledad ahuyentable (siquiera en el mejor de los augurios). Es más bien una soledad plomiza, de punto y principio, acompañante, extrovertida, perenne, sólo soledad, que brota, intrasplantable.
Hoy me he sentido SOLO, así, en mayúscula, ni siquiera estaba mi yo para hacerme compañía. Así que decido quedarme con mi soledad, que es lo único que verdaderamente tengo, a la que no podré vencer y con la que tendré que aprender a vivir acompañado.

viernes, 27 de mayo de 2011

Gata

Vivo en un lugar curioso. Realmente no está en ninguna parte, pero prácticamente puedo asegurar que se encuentra en medio de todo. A la misma distancia del casco histórico que de la zona comercial, de la costa que de la montaña, de un bar de copas que de otro bar de copas.

            Vivo en una urbanización que tiene su encanto. Encajada en la ladera de un barranco  tiene por encima un barrio considerado humilde, pero por debajo… por debajo le defiende la zona más cara de todo el suelo urbano de la ciudad.

            Tiene vistas a la bahía, el tráfico es mínimo, los vecinos se respetan y los pasillos entre casas que entre semana son espacios de encuentro vecinal, los fines de semana se convierten en campo de juegos de media docena de niños y niñas a los que ves evolucionar y hasta despertar a los instintos más primitivos.

            Al barranco le han tapado el cauce con una escalera de cemento que se adapta perfectamente a la orografía del terreno. Como todas las escaleras, tiene un doble sentido, pero a diferencia de otras, no une dos extremos. Permite bajar a la gente humilde que vive en la parte alta a trabajar a la parte rica y, más tarde, les permite volver a casa. Pero, curiosamente, debe ser el único camino que los de abajo nunca utilizan para llegar arriba.

            En este barrio, en esta escalera y en este barranco vive una gata. Fue abandonada hace algo más de un año (no abandonada en el sentido humano sino en esos parámetros animales en los que la madre deja que sus crías buscarse la vida). Por sus ojos podría ser la reencarnación de Elizabeth Taylor, por su color y su andar podría ser siamesa, pero tiene las patas blancas, una mancha (también blanca) perfectamente simétrica en el hocico, y un maullido que casi parece una oración.

            La gata, pasa los días subiendo y bajando las escaleras como buscando dueño, siguiendo a los personajes que atraviesan su territorio a cierta distancia. Por lo general, huye de la gente, y especialmente de mí.

            Por algún motivo desconocido, sólo se queda conmigo cuando llego tarde a casa, de madrugada, a esas horas en las que la noche se retira a otra parte del mundo. Entonces, por algún motivo desconocido (repito), la gata aparece en cualquier rincón del camino, como si fuera don Gonzalo de Ulloa esperando a don Juan, y se deja acariciar.

            Allí mismo me siento. Ella se acurruca a mi lado y ronronea (a veces pienso que si yo tomara whisky, whiskyronearía), y mientras yo comparto mi soledad, ella comparte sus pulgas, y no sé bien quién de los dos se siente más incomodo, pero ahí permanecemos durante un puñado de minutos, los justos para asegurarnos que el sol sale de nuevo y que la escalera vuelve a tomar vida.

            Entonces nos despedimos. Yo recojo mi soledad y ella, la mayoría de sus pulgas, y nos emplazamos para la próxima curda. Hasta ese nuevo encuentro, cuando nos cruzamos nos miramos como si no hubiera pasado nada entre nosotros.

miércoles, 25 de mayo de 2011

La rubia y el moreno

Era rubia. Vestía sólo de marca hasta para pintar un techo. Su mayor problema era cómo gastar el dinero que había heredado de unos padres que nunca se reconocieron en ella. Su tema de conversación favorito era ella, y su mundo interior acababa en donde terminaba su epidermis. Desde que había terminado la carrera sólo había leído dos libros: “Mi Yo interior” y “Cómo ser Yo”. Nunca fue capaz de asistir a un concierto al aire libre y la única vez que se atrevió a ir al teatro, se quedó dormida. Para la música, sorda; para la poesía, muda; para el arte, ciega. Pero eso sí: metro ochenta (con tacones), rubia (con minifalda), los ojos verdes (sin lentillas) y volúmenes que no se encontraban en ninguna biblioteca.

         El amor no era una excepción, y siempre lo condicionaba a la cartera y el aspecto físico, o viceversa.

         Él era moreno. Le costaba quitarse el vaquero hasta para ir a la ducha. Su mayor problema era llegar a final de mes y encontrar tiempo para acompañar a sus padres, que se veían en él más que en ninguno de sus hijos. Tenía capacidad para hablar de todo porque estaba abierto al mundo. Nunca terminó la carrera, a pesar de que no podía evitar devorar todos los libros que llegaban a sus manos. Le encantaba la música en directo, desde Claudio Monteverdi hasta Maldita Nerea. No concebía nada más hermoso que la ópera, le embelesaba la poesía y cualquier disciplina artística suponía el secuestro de todos sus sentidos durante horas. Pero eso sí: Más ancho que largo (por el abdomen), moreno (con entradas) y unos ojos marrones oscuro que escondía bajo las gafas (de culo de botella).

         Se podía decir que le salvaba su infinita capacidad para relacionarse, para escuchar, para dar más que para recibir, para mimetizarse con el otro y con la otra, y su incomprensible capacidad de enamorarse.

         El destino quiso que sus vidas se cruzaran. Ella trataba de olvidar y él, de encontrar.

         Contra todo pronóstico, ella que nunca iba más allá, vio en él más que en ningún otro; claro que él, capaz de ponerse en cualquier piel, no encontró ningún aliciente que le acercara al corazón de ella.

         Por eso, ella provocó lo que entendió como una cita. Canceló una importante reunión para ese día, compró traje y zapatos nuevos, pasó varias horas en la peluquería y otras tantas en la playa, para que la piel tuviera ese tono brillante que tanto favorecía a sus ojos y a su melena rubia.

         Él, que creyó que “te llamo el sábado y quedamos” era sinónimo de “si podemos nos tomamos una copa el sábado”, salió al mediodía con sus amigos, y entre copa y risa y risa y copa, le dieron las tres, las cuatro y las nueve de la noche.

         La llamada de ella no le extrañó. La respuesta de él sí que fue rara. “¿A qué hora quedamos?”, dijo ella con cierta ilusión. “Vente cuando quieras, que estamos por aquí”, contestó él.

         Cuando ella llegó, la borrachera de él era evidente, pero consideró que con sus “armas” podía dar la vuelta a la situación, incluso que podía beneficiarse de ello.

         Así que se lo llevó a cenar a un local de moda en busca de un poco de intimidad y con la intención de alejarlo de sus amigos, que ya en su cabeza comenzaban a ser amigotes.

         Lo consiguió, pero sólo en parte. Él accedió a la cena y al local, pero se llevó a los compañeros de farra. Ella se dio cuenta de que no era el momento de marcar diferencias, pero siguió confiando en ganar pequeñas batallas que le permitieran la victoria final.

         Sabía que le gustaba el vino, así que consultó en Internet alguna guía actualizada sobre caldos y se autoeligió portavoz del grupo  para mostrar sus conocimientos. Quizá en otras circunstancias él habría valorado la iniciativa, pero estaba demasiado entretenido dibujando rayas y círculos explicando los ritmos del péndulo de Foucault en una de esas conversaciones sin finalidad alguna que solía mantener con sus amigos.

         En el fragor de la explicación, tampoco se dio cuenta de que el camarero llenaba la copa, y con el séptimo vaivén, el codo chocó con la mano del servidor desviando la botella lo suficiente como para tirar la copa y derramar el Rioja sobre el vestido nuevo.

         Las reiteradas disculpas no tranquilizaron mucho a la rubia, que sólo pensaba en correr al baño para intentar evitar la mancha. Al verse en el espejo dudó si estaba en el lugar oportuno, pero al verse, se convenció de que tarde o temprano tendría su oportunidad, y volvió a la mesa, en donde continuaron las disculpas, a las que ella correspondió repartiendo sonrisas y encantos.

         Se habían olvidado ya de todo cuando llegaron los postres: Una variedad de lo mejor de la casa.

         Que el camarero pasara la bandeja sobre la cabeza de uno de los amigotes, que el susodicho se levantar y que los postres fueran a repartirse entre el pelo, la cara y el traje de la muchacha, fue todo uno.

         Hasta el camarero fue incapaz de contener la risa. Salió el cocinero de la cocina, la camarera de la barra, algunos comensales del reservado... No pudo ser peor.

         Vuelta al baño, a mojar el traje nuevo, a pedir agua caliente, y cuando ya estaba a punto de convertirse en Miss camiseta mojada del verano, se volvió al espejo y se contempló con su traje nuevo. “Aún así”, pensó, “tengo mis armas”.

         Cuando volvió a la mesa, ya habían servido una ronda de copas y aún había quien se secaba las lágrimas de la risa.

         Ya fuera, se las arregló para separarlo de los amigos argumentando que no todos cabían en un taxi. Él entró y ella se sentó al otro extremo del sillón, no sin asegurarse de cruzar las piernas para dejarlas aún más al descubierto.

         Dado que él no parecía haberse dado cuenta, ella preguntó: “Has visto mis zapatos nuevos”. Y claro, fue bajar la cabeza, mirar y vomitar sobre ellos.

         No podía ser. Entrantes, plato y postre cubrían su calzado de supermarca, y lo que era peor, al ser sandalias el viscoso líquido filtró por todos los sitios posibles.

         Ya no pudo más. Mandó a parar y se bajó indignada. Él intentó disculparse, pero no lograba articular ninguna palabra entre arcada y arcada.

         Ella quiso insultarlo, decirle que era un irresponsable, un desalmado, un hediondo, un canalla, un hijo de la gran puta… pero no pudo, tan sólo dijo: “No me vuelvas a llamar”.

         Al día siguiente, más relajada, ella pensó que quizá había sido demasiado brusca, y que la puerta debía mantenerse abierta. Al recibir la llamada, él aún estaba en la cama. “Oye, perdona. Me puse nerviosa porque no todo salió bien. Quería pasar un buen rato contigo y demostrarte que soy algo más de lo que parezco. Creo que podíamos quedar otro día, si a ti te parece y no estás enfadado”.

“Claro, claro, claro…”, contestó él antes de cortar. Y antes de volver a dormirse, miró al techo y se preguntó, “con quién habré salido yo anoche”. 

martes, 17 de mayo de 2011

Limitaciones

El Elefante y la Hormiga quedaban cada viernes para hablar. Su relación se remontaba ha varios años. Una vez a la semana, el paquidermo salía de su casa hacia la orilla del río en el que solía verse con la hormiga. A su paso, observaba los cambios que se producían a su alrededor. Hacía tiempo que los cazadores furtivos no se atrevían a asomar sus rifles ante la vigilancia a la que había sido sometida la reserva y eso le permitía relajarse.

        Pensaba en cómo había visto pasar los años, irse a los amigos, llegar a su hijo y a su hija, y casi lamentó la buena fortuna de su excelente memoria. Eso también le hizo pensar.

        El camino duraba poco más de 10 minutos. No tenía mayores problemas, los demás animales le respetaban y no le afectaban los juncos que crecían a la orilla de la ribera. Sus más de 900 kilos le facilitaban entrar por cualquier sitio sólo con avanzar.

        Algunas veces durante el paseo, disfrutaba de la lluvia. El agua resbalando por su gruesa piel y corriendo por los pliegues de su cuello solían hacerle sentir más vivo.

        La Hormiga, por contra, tardaba casi un día en llegar al sitio de reunión. Sus cortos pasos le impedían ir tan rápido como quisiera. La hierba que crecía en invierno le obligaba a ir siempre en zig zag, y en verano, la tierra calentaba demasiado su barriga y su cabeza.

        La lluvia era incluso peor, cada gota multiplicaba las posibilidades de terminar siendo arrastrada.

        Aunque no era la comida favorita de ningún habitante de la sabana, su insignificante tamaño le obligaba ir con la máxima cautela para no ser pisada, enterrada o lanzada a metros de distancia por algún golpe fortuito.

        Lo peor llegaba cuando tenía que cruzar el río. Debía preparar con mucho cuidado una especie de balsa formada con juncos y hojas impermeables. Después, calcular bien la corriente y lanzarse al agua esperando que la mala suerte no le cruzara con ningún animal que le provocara el hundimiento de la nave.

        Su fragilidad era tal que, el pequeño viaje le obligaba a estar atenta a todo cuanto ocurría, lo que le impedía cavilar. Todos sus sentidos tenían que estar puestos en cada paso que daba. Parientes, amigos, vecinos... la mayoría de sus congéneres morían por un despiste, por una duda en el momento equivocado, por estar en el sitio inoportuno... Sólo cuando estaba con su amigo el Elefante podía sentirse segura.

        Ese viernes, cuando ella llegó, él ya estaba esperando mirando a lo lejos una inmediata puesta de sol. Como era normal, hasta que la Hormiga no habló el Elefante no se percató de su presencia.

        "Buenas tardes", dijo ella mientras se acomodaba para descansar del largo viaje. "Buenas tardes", dijo él para añadir a continuación: "la vida es más complicada de lo que parece".

        La hormiga asintió y pensó: "Qué sabio es el Elefante. Será un gran hombre".

martes, 10 de mayo de 2011

Las cosas no son como uno quiere

Me habría gustado que el casero le hubiera cortado el agua a Pilatos, o que Pandora tuviera que viajar en avión con su cajita, o que Nerón hubiera soñado ser bombero, que Little Boy  y Enola Gay nunca se hubieran conocido, que los carros y los carretones no vinieran juntos, que no hiciera falta pasar por la tempestad para encontrar la calma, que el amor y el odio no compartieran jardín, que la política fuera el arte de servir, que Romeo y Julieta se hubieran entendido, que a Mateo le hubieran robado la guitarra y que Vicente supiera estar solo.

            Me habría gustado cambiar muchas cosas, la puntería de Lee Harvey Oswald, la velocidad del Titanic, las elecciones del 33 en Alemania, el descubrimiento de la pólvora por occidente, el acierto del primer ballenero…

            Sé que la historia es interpretable, pero los hechos inmutables. Me duele ver que el presente también, que nada puedo hacer por los 61 inmigrantes que murieron de hambre y sed en el Mediterráneo porque un buque militar les negó auxilio. Habría preferido el naufragio de la fragata, o el portaaviones, o lo que fuera, porque sé que entonces recordarían que la solidaridad no tiene pasaporte y que la muerte casi nunca es dulce. Que todo es interpretable, pero los hechos, inmutables.

lunes, 2 de mayo de 2011

Lo que no parece

Los conocí en una cena oficial de la cámara de comercio. Teníamos amigos comunes y no fue difícil que congeniáramos. Ella no era especialmente hermosa, pero tenía ese atractivo que a los hombres nos hace analizar los gestos, los movimientos, y fijar la mirada en sus ojos. Él, era un hombre menos atractivo a simple vista, pero en la distancia corta, divertido, entrañable, prudente y preocupado por mantener la imagen física de no tan vieja gloria deportiva.

            Juntos daban la impresión de pareja perfecta, salvo por la cuestión cultural de que ella era ligeramente más alta que él, por lo que por prudencia, ella procuraba no ponerse tacones y, en las ocasiones que casi se exigía, por pura coquetería, él procuraba mantener unos metros de distancia.

            A medida que pasaron los meses, la relación con ellos fue cada vez más intensa. Coincidimos en eventos, en comidas con amigos e incluso varias veces quedamos para cenar.

            Se querían, se respetaban y compartían una complicidad difícil de encontrar.

            Aunque son pocas las cosas que me sorprenden, casi me dolió enterarme que ella tenía un amante, y fue una cachetada saber que no era el primero ni el segundo. El asunto no me cuadraba. No correspondía con su mirada.

            Sabía, porque alguna vez había salido alguna conversación sobre los engaños, lo que ambos opinaban, o al menos decían que opinaban. Habría jurado que eran sinceros.

            No quise dudar, pero a las pocas semanas pude comprobar por una amiga íntima suya, lo cierto de la historia.

            Inconscientemente fui marcando distancia. No quería ser partícipe de la farsa. No podía sentarme delante de un amigo y su mujer, también amiga, sabiendo que lo que veía no era lo que había, y aunque siempre mantuvimos cierto contacto, lo cierto es que la relación se fue enfriando.

            Hace unos meses me encontré con ella. Había bajado bastantes kilos y su mirada era triste. La reconocí, pero no me resultaba atractiva, es más, lo que antes era brillo ahora era sombra.

            Tras el protocolario saludo, me contó que había enterado que su marido la había engañado con otra, “después de todo lo que decía, después de todo lo que le he querido, el muy cabrón me engañó con otra”, me dijo.

            La invité a tomar algo para que se calmara y hablara. Y habló, y lloró, y habló, y habló. Que él estaba arrepentido, que la llamaba, que lo había metido en abogados, que no quería hablar con él, que había decepcionado a sus hijos, a su familia, a sus amigos…

            No era el momento de cuestionar nada ni de culpar a nadie. Sólo le hice una pregunta: ¿No tiene solución? “Me da lo mismo”, respondió. “Yo no puedo confiar en alguien que es capaz de hacer esto, de mentirme así, de ser tan cabrón. No voy a perdonarle nunca”.

            Nos despedimos, no sin antes ofrecerme a lo que necesitara.

            Al día siguiente no pude evitar llamar a él, no por curiosidad sino por inquietud.

            “Sí, es verdad”, me dijo. “Un día, hablando de cosas que quisieramos resolver antes de morir, le confesé que hace ya varios años, dos veces, había mantenido relaciones con una mujer, y que no fue más porque quería demasiado a mi mujer y no era justo para nadie. Así que no tuvo más importancia, es más, gracias a eso me di cuenta que no había nada ni nadie más importante en mi vida que ella”.

            Estaba tan destrozado que por un momento pensé en decirle algo. Pero para qué. Quizá sólo aumentara el rencor entre ellos, o quizá yo no quería meterme en una guerra de la que era mero espectador.

            Finalmente han vuelto. Él ya no es el que era, su carga se marca en el gesto de su cara y los meses de separación le han aclarado el pelo. Ella, vuelve a lucir. A mí no me resulta atractiva, pero no ha dejado de encontrar amantes.