miércoles, 25 de mayo de 2011

La rubia y el moreno

Era rubia. Vestía sólo de marca hasta para pintar un techo. Su mayor problema era cómo gastar el dinero que había heredado de unos padres que nunca se reconocieron en ella. Su tema de conversación favorito era ella, y su mundo interior acababa en donde terminaba su epidermis. Desde que había terminado la carrera sólo había leído dos libros: “Mi Yo interior” y “Cómo ser Yo”. Nunca fue capaz de asistir a un concierto al aire libre y la única vez que se atrevió a ir al teatro, se quedó dormida. Para la música, sorda; para la poesía, muda; para el arte, ciega. Pero eso sí: metro ochenta (con tacones), rubia (con minifalda), los ojos verdes (sin lentillas) y volúmenes que no se encontraban en ninguna biblioteca.

         El amor no era una excepción, y siempre lo condicionaba a la cartera y el aspecto físico, o viceversa.

         Él era moreno. Le costaba quitarse el vaquero hasta para ir a la ducha. Su mayor problema era llegar a final de mes y encontrar tiempo para acompañar a sus padres, que se veían en él más que en ninguno de sus hijos. Tenía capacidad para hablar de todo porque estaba abierto al mundo. Nunca terminó la carrera, a pesar de que no podía evitar devorar todos los libros que llegaban a sus manos. Le encantaba la música en directo, desde Claudio Monteverdi hasta Maldita Nerea. No concebía nada más hermoso que la ópera, le embelesaba la poesía y cualquier disciplina artística suponía el secuestro de todos sus sentidos durante horas. Pero eso sí: Más ancho que largo (por el abdomen), moreno (con entradas) y unos ojos marrones oscuro que escondía bajo las gafas (de culo de botella).

         Se podía decir que le salvaba su infinita capacidad para relacionarse, para escuchar, para dar más que para recibir, para mimetizarse con el otro y con la otra, y su incomprensible capacidad de enamorarse.

         El destino quiso que sus vidas se cruzaran. Ella trataba de olvidar y él, de encontrar.

         Contra todo pronóstico, ella que nunca iba más allá, vio en él más que en ningún otro; claro que él, capaz de ponerse en cualquier piel, no encontró ningún aliciente que le acercara al corazón de ella.

         Por eso, ella provocó lo que entendió como una cita. Canceló una importante reunión para ese día, compró traje y zapatos nuevos, pasó varias horas en la peluquería y otras tantas en la playa, para que la piel tuviera ese tono brillante que tanto favorecía a sus ojos y a su melena rubia.

         Él, que creyó que “te llamo el sábado y quedamos” era sinónimo de “si podemos nos tomamos una copa el sábado”, salió al mediodía con sus amigos, y entre copa y risa y risa y copa, le dieron las tres, las cuatro y las nueve de la noche.

         La llamada de ella no le extrañó. La respuesta de él sí que fue rara. “¿A qué hora quedamos?”, dijo ella con cierta ilusión. “Vente cuando quieras, que estamos por aquí”, contestó él.

         Cuando ella llegó, la borrachera de él era evidente, pero consideró que con sus “armas” podía dar la vuelta a la situación, incluso que podía beneficiarse de ello.

         Así que se lo llevó a cenar a un local de moda en busca de un poco de intimidad y con la intención de alejarlo de sus amigos, que ya en su cabeza comenzaban a ser amigotes.

         Lo consiguió, pero sólo en parte. Él accedió a la cena y al local, pero se llevó a los compañeros de farra. Ella se dio cuenta de que no era el momento de marcar diferencias, pero siguió confiando en ganar pequeñas batallas que le permitieran la victoria final.

         Sabía que le gustaba el vino, así que consultó en Internet alguna guía actualizada sobre caldos y se autoeligió portavoz del grupo  para mostrar sus conocimientos. Quizá en otras circunstancias él habría valorado la iniciativa, pero estaba demasiado entretenido dibujando rayas y círculos explicando los ritmos del péndulo de Foucault en una de esas conversaciones sin finalidad alguna que solía mantener con sus amigos.

         En el fragor de la explicación, tampoco se dio cuenta de que el camarero llenaba la copa, y con el séptimo vaivén, el codo chocó con la mano del servidor desviando la botella lo suficiente como para tirar la copa y derramar el Rioja sobre el vestido nuevo.

         Las reiteradas disculpas no tranquilizaron mucho a la rubia, que sólo pensaba en correr al baño para intentar evitar la mancha. Al verse en el espejo dudó si estaba en el lugar oportuno, pero al verse, se convenció de que tarde o temprano tendría su oportunidad, y volvió a la mesa, en donde continuaron las disculpas, a las que ella correspondió repartiendo sonrisas y encantos.

         Se habían olvidado ya de todo cuando llegaron los postres: Una variedad de lo mejor de la casa.

         Que el camarero pasara la bandeja sobre la cabeza de uno de los amigotes, que el susodicho se levantar y que los postres fueran a repartirse entre el pelo, la cara y el traje de la muchacha, fue todo uno.

         Hasta el camarero fue incapaz de contener la risa. Salió el cocinero de la cocina, la camarera de la barra, algunos comensales del reservado... No pudo ser peor.

         Vuelta al baño, a mojar el traje nuevo, a pedir agua caliente, y cuando ya estaba a punto de convertirse en Miss camiseta mojada del verano, se volvió al espejo y se contempló con su traje nuevo. “Aún así”, pensó, “tengo mis armas”.

         Cuando volvió a la mesa, ya habían servido una ronda de copas y aún había quien se secaba las lágrimas de la risa.

         Ya fuera, se las arregló para separarlo de los amigos argumentando que no todos cabían en un taxi. Él entró y ella se sentó al otro extremo del sillón, no sin asegurarse de cruzar las piernas para dejarlas aún más al descubierto.

         Dado que él no parecía haberse dado cuenta, ella preguntó: “Has visto mis zapatos nuevos”. Y claro, fue bajar la cabeza, mirar y vomitar sobre ellos.

         No podía ser. Entrantes, plato y postre cubrían su calzado de supermarca, y lo que era peor, al ser sandalias el viscoso líquido filtró por todos los sitios posibles.

         Ya no pudo más. Mandó a parar y se bajó indignada. Él intentó disculparse, pero no lograba articular ninguna palabra entre arcada y arcada.

         Ella quiso insultarlo, decirle que era un irresponsable, un desalmado, un hediondo, un canalla, un hijo de la gran puta… pero no pudo, tan sólo dijo: “No me vuelvas a llamar”.

         Al día siguiente, más relajada, ella pensó que quizá había sido demasiado brusca, y que la puerta debía mantenerse abierta. Al recibir la llamada, él aún estaba en la cama. “Oye, perdona. Me puse nerviosa porque no todo salió bien. Quería pasar un buen rato contigo y demostrarte que soy algo más de lo que parezco. Creo que podíamos quedar otro día, si a ti te parece y no estás enfadado”.

“Claro, claro, claro…”, contestó él antes de cortar. Y antes de volver a dormirse, miró al techo y se preguntó, “con quién habré salido yo anoche”. 

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