Hemos construido un mundo en el que los contrastes y la diversidad han terminado formando parte del paisaje. Nos despertamos con cientos de migrantes subidos a la valla de un campo de golf y el mismo día, antes de irnos a la cama, miramos en la televisión cómo se bombardea Bagdad o a los pocos palestinos que quedan en su territorio mientras terminamos la cena.
Nos hemos acostumbrado a vivir las miserias humanas como si realmente no fuéramos humanos, como si todo nos fuera ajeno, como el que mira a un cocodrilo comerse un antílope, y concluimos que así es la vida y la muerte.
Consideramos, en general, que no somos responsables de nada. Al fin y al cabo, lo fácil es creer que nada tenemos que ver con esa gente que huye de sus países porque no han sabido resolver sus problemas, porque no han sabido dar la cara en su país para conseguir paz y democracia, como lo hemos hecho nosotros.
Y ahí volvemos a encontrarnos con nuestro mundo de contrastes. Mientras los "incivilizados" y "cobardes" que huyen lo hacen porque su vida está en juego, por hambre y, en muchas ocasiones, ambas cosas son consecuencia de su decisión de no doblegarse al dictador de turno, nosotros, los "comprometidos", vemos como se recortan nuestros derechos civiles y laborales, se evita que miles de familia puedan enterrar a sus familiares fusilados durante una guerra civil, nos llevan a la indefensión en nombre de la Seguridad Nacional... Y nos ponemos de ejemplo.
Hace unos meses la Selección Española de Fútbol jugaba un partido en Guinea. Hubo una importante polémica sobre si debía o no jugar una selección democrática de un país civilizado jugar contra un país corrupto y dictatorial. Preguntado un jugador guineano sobre el asunto respondió algo así como: "Es cierto que hay gran polémica por ello, pero creemos que los españoles no tienen culpa de la financiación ilegal de sus partidos, de los sobresueldos, de que se cambie arbitrariamente a los jueces que llevan los casos que afectan a políticos, de que en Andalucía se haya robado ayudas o que ya no puedan tomar imágenes a la policía cuando se extralimita en sus funciones ni ir al juzgado si eres pobre".
Somos así, hacemos grandes cenas para recaudar fondos para combatir el hambre, torneos de golf para construir escuelas que cuestan menos que el torneo y nos manifestamos multitudinariamente para salvar a un equipo de fútbol pero apenas llega al cuarto de centenar las personas que protestan en la calle contra la violencia de género.
Y así llegamos al penúltimo capítulo. Una barca que vuelca y en donde mueren, entre otros, varios menores, uno de ellos de tres años. Y mientras debatimos si unos tienen que dimitir o si todos son iguales, el niño de tres años está acostado en la orilla a unos cuantos metros de su madre y de su hermano en una playa turca, una imagen casi bucólica de verano si no fuera porque los tres están muertos.
Sobre la cabeza del niño -Aylan Kurdi se llamaba-, las olas no saben si acariciarlo o empujarlo tierra a dentro hasta que nos llegue a las entrañas.
No faltan los que mientras se toman unas cañas en el bar después de un "duro" trabajo, quizá de funcionario, quizá con media hora de desayuno que se convierten en 120 minutos, quizá con vacaciones pagadas, quizá con plus de productividad por hacer su trabajo, quizá mientras ve la tele en horas laborales, comenta eso de "qué padres más irresponsables".
Es ahí, justo en ese momento, en el que a un servidor le entran muchas ganas de llorar: por la mierda de mundo en la que vivimos, por la comodidad propia y la desgracia ajena, por los y las listas de turno que tienen soluciones para todo menos para su vida, pero sobre todo, porque hay un padre sin hijos y sin mujer que aún no sabe si lo que ha sucedido es lo mejor que podía sucederles, pero sí sabe que él sigue aquí, solo, a pesar de nosotros.
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