miércoles, 31 de agosto de 2011

Ángeles caídos


La conocí en la barra de un bar, mejor, en la barra del bar donde las soledades se perdían entre humo, alcohol y rutas guiadas a los baños, haciéndolas menos visibles para uno mismo al menos por un rato, disfrazando al mundo de falsa camaradería y dibujando un futuro que caricaturizaba la realidad.

            Allí, rodeada de aprendices de vampiros y hechiceras, ella se mantenía tan al margen del mundo que si no fuera por un error de la camarera, que sirvió las copas de forma equivocada, habría pasado desapercibida hasta para mí.

            Yo no era asiduo al local, y he de reconocer que en este ambiente que se me antojó similar a la sala de espera del infierno, ella parecía un ángel. Aparentemente no era una belleza. Aparentemente. Ni falda para no tapar ni escote para resaltarar el ombligo, más bien se diría que alguien la olvidó allí después de salir de trabajar de una franquicia del Opus.

            Con la cabeza baja y la melena cubriéndole el rostro era difícil imaginar qué podía esconderse tras aquella rebeca de punto negra y pantalón gris. Sólo cuando le advertí de la equivocación de la camarera ella giró la cara y me descubrió.

            Digo bien: Me descubrió. Sólo con su mirada quitó lo que me cubría y su sonrisa bastó para que el trasiego de personajes de miedo que nos rodeaba se congelase.

            ¿Cómo nadie había descubierto aquella flor en medio del estercolero? ¿Cómo los osos que buscaban panales que devorar no se percataron de aquel tarro de miel? ¿Por qué los cerberos que se encontraban en la puerta la dejaron entrar cuando a todas luces era un ángel? No lo sabré jamás. Lo único cierto es que hablamos de lo que nunca se debe hablar con una desconocida, y nos miramos como nunca se debe mirar ni a quien conoces, y nos besamos como si toda la vida que nos quedara pasara sólo por ese instante.

            Con la luz de la mañana, como ocurriera en Pulp fiction, los malos espíritus se fueron evaporando. Todos menos los canes que guardaban la puerta y que suplantaron al arcángel Miguel al expulsarnos del paraíso.

            Allí en la calle, a plena luz del día, el adiós no parecía tan claro pero el reloj marcaba con su tic-tac el momento de la despedida. No hubo más besos ni más conversación. Un abrazo bastó para que nuestras almas comenzaran de nuevo el camino que habíamos abandonado por el error de una camarera.

            No hace falta decir que pasé varias veces por aquel antro que habría acojonado a Dante, y aunque fueron muchos los hombres y mujeres que reconocí cada día, ella no apareció nunca.

            Me había dado ya por vencido, pero había insistido tanto que la entrada al inframundo terminó por parecerme un lugar decente. Cuando menos lo esperaba, una noche el infierno volvió a congelarse, y ella y su sonrisa aparecieron bajo los mismos focos que durante meses la había buscado.

            “Hola”, dije. “Ya me han hablado de ti”- contestó sin pararse siquiera, y me arrancó todos los sueños que tenía.

            Así viví años, sin saber qué había pasado, sin conocer el pecado cometido. Hace tan solo unas horas, a la derecha del purgatorio, otro error nos volvió a juntar. “Hace tiempo que te buscaba”, me dijo. “Alguien me había hablado de un tipo que era un canalla y ya ves, lo confundí contigo. Podemos volver a empezar”.

            Y allí, sin monstruos ni esperpentos, su sonrisa no iluminaba, su mirada no descubría y sus alas no pasaron la ITV.

sábado, 27 de agosto de 2011

Entre el cielo y el suelo


Un vuelo de Air Europa los juntó en la fila 19 de un Airbus 737 con destino a Mallorca. Ella iba a pasar unos días en casa de una amiga y él, a un congreso nacional de astronomía. A ella le había tocado ventanilla, pero no le importó cambiarle el asiento y quedarse en el pasillo. Al fin y al cabo, su intención era quedarse dormida nada más despegar.

            Probablemente habría sido así si ambos no hubieran sacado como lectura el mismo libro: “Filomeno a mi pesar”.

            Ninguno pudo disimular su sorpresa, e intercambiar algunas frases poco ingeniosas pero muy coloquiales que les llevó de Torrente Ballester hasta Salinger, Paulo Coelho, Umberto Eco, García Márquez y Ruíz Zafón.

            De la literatura pasaron a los detalles personales. Ella era trabajadora social y vivía en un barrio marinero de Las Palmas de Gran Canaria. Estaba especialmente implicada en la lucha de los movimientos sociales y comprometida con el día a día. Él, licenciado en física, se había dedicado profesionalmente al estudio de los cuerpos celestes, especialmente al análisis de datos para definir la composición de las estrellas, y pasaba más tiempo mirando al firmamento que a lo que pasaba en la puerta de su casa.

            Por eso no les fue difícil pasar de las injusticias sociales a los anillos de Saturno, y de ahí al descubrimiento de sus propios planetas y a los intercambios de teléfonos que apuntaron en un pedazo arrancado de una de las hojas de la revista de la compañía aérea ante la imposibilidad hacerlo en los móviles dentro del aparato, convencidos de que la fuerza de atracción les había convertido en satélites.

            Ya fuera por una extraña conjunción de los astros o por las miserias de la vida misma, el trozo de papel de él con el número de teléfono de ella, cayó del bolsillo de su pantalón al sacar el dinero para pagar el taxi. El papel de ella con el teléfono de él fue absorbido en el agujero negro que habita en todos los bolsos de mujeres.

            Así que cuando llegó la hora de llamarse, no lo hicieron, y de la misma forma que un 737 les juntó, otro se encargó de alejarlos físicamente.

            Él, acostumbrado a descubrir cosas imposibles, no perdió la esperanza de que quizá algún día, igual que ocurría con los datos de los chorros de materia, aparecería algún indicio de lo que quería demostrar, y estaba seguro de que nunca podría olvidar aquellos ojos que tanto le recordaban a la tierra vista desde el espacio. Ella, más práctica a la hora de solucionar los problemas, asumió que la única forma de sobrevivir era pasar página y no luchar contra corriente, pero siempre mantuvo viva la imagen de sus manos.

            Conocieron a otros y a otras, incluso llegaron a casarse, tener hijos y separarse. En algunas ocasiones de soledad coincidieron en el pensamiento preguntándose que sería de ellos y qué habría sido si no hubieran desaparecidos los teléfonos. Ella no podía evitar acordarse de él cuando miraba el cielo, y él suspiraba ante cualquier iniciativa de movimiento social.

            Sin haberse puesto de acuerdo, siempre que viajaban en avión elegían la fila 19. El transcurso del tiempo le había colocado gafas a él y teñido el pelo a ella. Ambos contaban ya con varias arrugas que le marcaban la cara y si bien él había ganado algunos kilos, ella había perdido quizá demasiados desde su último embarazo.

            “No pasa nada. La vida es así”, pensaba ella mientras él buscaba contactos en Gran Canaria que pudieran darle alguna pista sobre aquella mujer que le había traído de las estrellas hasta el mundo.

            Ya habían pasado casi 16 años de aquel primer encuentro cuando él decidió ir a su búsqueda a Las Palmas de Gran Canaria. Ella, regresaba desde Madrid en donde había participado en una asamblea del 15M.

            Ella embarcó primero y ocupó su asiento de ventanilla en la fila 19, tomó una manta y se cubrió los brazos y el pecho. Giró la cabeza y se quedó dormida pensando que años atrás había conocido a un físico que le había descubierto otros mundos más allá de su realidad terrenal.

            Él ocupó su asiento de pasillo en la fila 19, se acomodó intentando no molestar a la persona que dormía junto a la ventana, y recordó que 16 años antes una mujer le había traído hasta la Tierra.

            Cuando el aparato despegó y se acercó al cielo, ella dejó escapar un suspiro que él oyó. Sonrió, desplegó un plano de Las Palmas de Gran Canaria y se preguntó: “¿Por dónde podrá andar esta mujer ahora?”.

sábado, 20 de agosto de 2011

miércoles, 17 de agosto de 2011

Malentendido


La noche que se conocieron descubrieron que no sólo sentían simpatía el uno por el otro. Intercambiaron pocas opiniones, algunas sonrisas y muchas miradas. No podían llegar a más. Ella tenía pareja.

            Él habría querido conocerla mejor, saber por qué sonreía y a dónde miraba. Le habría gustado vivir unos minutos a su lado para respirar su perfume y poder encontrar alguna explicación a esa atracción que se le antojaba irresistible.

            Ella entendía que no era correcto, pero no podía sentir ciertos celos de las mujeres que se le acercaban. Él no era especialmente guapo, pero sí mostraba una delicadeza especial hacia el mundo, y habría dado cualquier cosa por haber participado en el corro de conversaciones y cervezas que parecía girar en torno a él.

            No habían pasado demasiados meses cuando la vida los cruzó por segunda vez. En esta ocasión era él quien se presentaba con pareja. Ella lo había dejado con la suya hacía tan sólo unas semanas, y desde la última vez, la imagen de él se le presentaba en la cabeza cada vez que hablaba u oía hablar de hombres y de amores.

            Él se sorprendió de que ella estuviera sola, y aunque no lamentó su actual situación sentimental lo entendió como una mala jugada de la fortuna.

            Siete semanas más tarde Clint Eastwood, Hilary SwankMorgan Freeman los unieron de nuevo en el cine, esta vez cada uno con su pareja. Él fue el primero en verla, y no pudo evitar pensar: “no puede ser”. Ella, también tuvo un pensamiento: “Se ve que le va bien con esa”. Ninguno pudo evitar observar que iban cogidos de la mano y que entraban en la sala con la intención de compartir un paquete de roscas.

            Casi se habían olvidado cuando, año y medio después del estreno de “Million dollar baby”, él acudió al bar en el que se habían conocido unos años atrás. Aunque nunca solía comer ajo fuera de casa para evitar problemas de aliento, esa vez, sin pareja con la que compartir la cena y sin intenciones de alargar la noche, apostó por un gazpacho y unas gambas al ajillo.

            Cuando ella entró él estaba de espalda y no se vieron. Acababa de salir del trabajo e iba para casa, pero ante el panorama de tener que cocinar, decidió entrar en el bar y cenar algo. Tampoco ella descuidaba el aliento, pero ante la perspectiva de televisión-sofá-cama, se decidió por unos filetes de pescado a la plancha en mojo verde acompañados de “ensalada con mucha cebolla y nada de papas”, dijo al camarero.

            No se vieron hasta que la segunda cerveza obligó a él a ir al baño.

            -“¡Hola!¿Cómo estás?”- Dijo sorprendido.
            -“¡Hola!”- Contestó igual de sorprendida.

            No tuvieron que inventar excusas para encontrar una conversación que les permitiera compartir mesa, no sin antes intercambiar cierta información que cada uno dejó caer sobre su estado de “libertad” emocional.

            Cada frase conseguía quitar tierra de por medio y recuperar la atracción y simpatía que se despertaron la primera vez.

            Realmente estaban cómodos juntos, se sentían cercanos a pesar de la distancia que les había separado y ninguno se mostró dispuesto a perder la oportunidad de acercarse un poco más aquella noche.

            No fue ilógico, pues, que allí mismo pasaran a las copas y que después pasaran también a la barra de un pub cercano a pedir gin-tonics y cubalibres.

            Sólo había pasado una hora y media cuando ella notó que el mojo y la tónica no eran buenos aliados para darse a conocer, casi al mismo tiempo que los vapores del gazpacho y los ajos de las gambas empezaron a buscar salidas en el cuerpo de él.

            Por evitar males mayores, ella comenzó a hablar cada vez menos y él, que había tendido autopistas hacia ella, retrocedió un paso para no incomodarla.

            Al notar la distancia que el hombre interponía, ella interpretó cierta incomodidad por el aliento que suponía que debía tener, mientras que él quiso entender que el silencio que se imponía ella se debía a cierto nivel de aburrimiento.

            Sin proponérselo, ambos consiguieron crear un clima de cierta hostilidad consigo mismo, pero que por parte del otro se interpretó como incomodidad hacia la presencia de cada uno. Así que cuando él advirtió sobre la hora, ella interpretó que ya no aguantaba más sus efluvios, y la rápida respuesta de ella de marcharse a casa él la interpretó como un gesto de desinterés por seguir con él.

            Ni siquiera a la hora de despedirse supieron cómo actuar, él convencido de que ella se había sentido agobiada por su presencia y ella incapaz de darle un beso de despedida ante el temor de desagradarle con su aliento. Por tanto se limitaron a darse la mano manteniendo ciertas distancias, sin atreverse siquiera a poner fecha para una cita próxima.

viernes, 12 de agosto de 2011

La varita


No había nada que le gustara más a Bartolo –un mastín de casi cien kilos de peso- que correr detrás de las pelotas o recoger palos para que se los tirara. Bastaba con sentarme un minuto para que el chucho apareciera con la enorme boca llena de pequeños troncos o grandes ramas, daba lo mismo, todo lo que fuera parte de un árbol y estuviera en el suelo se convertía, desde el momento del descubrimiento, en un objeto de juego.

            Un día de Mayo, Bartolo apareció llevando en la boca un peculiar palo. Se podía decir que no era más que una rama, demasiado pequeña para lo que solía encontrar. Ni demasiado grande ni demasiado recta. Uno de sus extremos más ancho que el otro. El lado más ancho mantenía el mismo grosor durante varios centímetros y casi era perfectamente cilíndrico, herido exclusivamente con algunos rebajes que, más tarde al cogerlo, comprobé que le permitían adaptarse perfectamente a la mano.

            A partir de ese punto, la rama ganaba formas, retorciéndose sobre sí en torno a un eje imaginario que se hacía visible justo en el otro extremo, en la parte más fina.

            Como en otras ocasiones, tomando el palo por la parte más ancha, amagué con tirárselo justo cuando alguien pasaba, señalándolo sin querer. De pronto me invadió una visión, una especie de extraña posesión que me permitió ver que sólo una vez más me cruzaría con esa persona en la vida, a la entrada de un concierto de un grupo que aún no había sacado siquiera un disco, y que en esa ocasión ella me cedería el paso pensando que me colaba.

            “¡Ñosh!”, pensé en cuanto me abandonó la visión. “¿Qué ha pasado?”, me pregunté. Aún sin recuperar del todo la consciencia, probé a señalar a Bartolo con el trozo de madera con un movimiento brusco de brazo. Volví a tener esa sensación de estar poseído, de haber sido trasladado a otro momento en el que el perro sufría terribles dolores como consecuencia de un tumor por el que necesariamente había de morir.

            Sin entender lo que pasaba, esperé la llegada de la que entonces era mi novia, y casi como un juego, con un ligero movimiento de muñeca, la señalé con aquella rama con lo que parecían poderes mágicos. La visión fue entonces casi desoladora, me veía yo engañándola con la propia hermana en un tiempo en el que teníamos dos hijos, a lo que seguía una fuerte pelea y una traumática separación.

            “¿Qué te pasa?”, me preguntó al llegar hasta mí. “Parece que has visto un fantasma”. Allí mismo rompimos ante su incredulidad.

            -“Es lo mejor”, le dije.
            -“Pero a cuento de qué, así, de pronto, sin que nos haya pasado nada”.
            -“Sí, sí, mejor así que después, con hijos, con familia, con más daño del necesario”.
            -“Pero quién puede decir lo que va a pasar”.
            -“Lo sé, yo lo sé. Soy un cabrón”.
            -“No lo entiendo. ¿Hay otra?”
            -“No, pero la habrá”.
            -“Pero conoces a alguien con quien vas a liarte. ¿Estás preparando el camino?”
            “No, de verdad que no es lo que te crees, sólo que sé que va a pasar”.

            No hubo consuelo ni forma de explicarlo sin que pareciera loco.

            Hice lo mismo con los amigos. En todas las “posesiones” aparecían discusiones, desengaños, rupturas… con familiares, amigos y amigas, compañeros y compañeras….

            Todavía no sé a cuento de qué, un buen día dirigí la maldita rama hacia mí y descubrí que moriría viejo, solo y atormentado por las cosas que no viví. Caí en una depresión. No quería hablar con nadie. Nada me consolaba porque tampoco quería consuelo. Era así y así se había escrito mi futuro.

            Una tarde de verano, cuando toda la ciudad parecía dormir, uno de los pocos amigos que aún me visitaban me auguró mi muerte en soledad. “Ya lo sé, la he visto”, le dije. No lo entendió y se lo expliqué:

            -“Hace años, Bartolo, el mastín que sacrifiqué porque iba a sufrir mucho, me trajo aquella rama para jugar. Aquella rama es una especie de varita mágica que permite ver el futuro que me espera con aquella persona a la que señalo. Por eso rompí con mi única novia, porque iba a engañarla con la hermana unas décadas más tarde; y por eso no tuve más parejas, todas las que señalé, la varita me mostró que discutiríamos y que terminaríamos por romper; y por eso procuro no hacerte mucho caso, porque sé que un día dejarás de venir cansado de mí; y sé que moriré, como tú dices, solo y arrepentido”.

            Mi amigo sonrió, echó la cabeza hacia atrás, suspiró y preguntó:

            -“¿La supuesta varita sólo te enseña los finales?”
            -“Sí”, dije.
            -“Y finales de relaciones que duran años”.
            -“Sí”.
            -“Para entenderlo bien. De una vida compartida con alguien, la varita te cuenta que las cosas van a terminar, de una u otra forma, que vas a sufrir con las rupturas, que la gente enferma, que tú te vas a morir y que algún día yo voy a terminar cansándome de venir a ver a un zombi”.
            -“Sí, así es”.
            -“De los buenos ratos, de las cosas compartidas, del tiempo entre hoy y el final, de eso no ves nada”.
            -“Sí. Sé que existe y que será bueno, pero terminará, y terminará a veces mejor a veces peor pero con complicaciones”.

            Calló por unos segundos dejando ver una sonrisa casi burlona en la boca mientras me miraba a los ojos.

            -“¿Y para saber eso necesitabas una varita mágica?”, preguntó. “Venga dúchate y vístete, que si no la varita va a decirte que va a florecer en tu culo”.

            Y salí sin preguntarme si aquello tendría un final y sin pensar en el futuro.

sábado, 6 de agosto de 2011

Fecha de caducidad

Nos conocimos hace 547 días. Los dos estábamos cansados de vivir relaciones que se desvanecían con la misma falta de criterio con que comenzaban, cansados de ver cómo el tiempo no sólo desgastaba los cuerpos sino los sentimientos, cansados de que el roce que hacía el cariño y más cosas cada vez estuviera más lejos. Demasiados cansancios para una primera cita.

            Ella acababa de romper un encuentro que finalizó en desencuentro tras siete años y dos hijas; yo regresaba de un viaje de cinco años menos tres meses que me impedía creer en el amor eterno.

            Huérfanos los dos de cariño, acordamos poner fecha de caducidad a la relación que comenzaba. ¿Para qué un proyecto para toda la vida que no vamos a saber cumplir? Y lo que parecía una chorrada lo asumimos como un contrato entre inquilino y casera: En 18 meses volvemos a la calle.

            El plazo no fue elegido al azar. Ella, responsable de marketing de unos grandes almacenes, aseguraba que decir dos años implicaba que mentalmente podíamos perder uno, ya que nos quedaba otro. Yo, jardinero de profesión, me negaba a menos de 12 meses porque no podríamos ver pasar juntos todas las estaciones.

            Cierto es que los primeros días jugamos apostando pocas cantidades. Nadie arriesga en una mesa donde las normas y los contrincantes son desconocidos. Pasadas unas pocas semanas, el tiempo de tanteo se convirtió en “todo a un número”. Nos dimos cuenta de que al fin y al cabo, lo que podíamos entregarnos o darnos en la vida lo teníamos que resumir en año y medio, en 548 días.

            No tendríamos dos oportunidades para compartir terrazas en verano, o conciertos, o estrenos en el cine, o paseos. Fuimos conscientes de que no habría próxima vez. Nada podía quedar para la “próxima vez”. Esa “próxima vez” ya no estaríamos juntos.

            Teníamos ya menos de 548 cenas y comidas por compartir, 18 lunas llenas que mirar juntos, un sinfín de rincones por el mundo que enseñarnos, más de una veintena de amigos a los que queríamos compartir, miles de besos que regalarnos, y sólo 13.152 horas para hacerlo.

            Claro que había que restar las horas de trabajo, los días nublados, los fines de semana comprometidos, el tiempo que la vida nos roba en la cola del supermercado, las semanas de gripe de las niñas, las duchas separados, las urgencias imponderables…

            En fin, que nos dimos cuenta de que teníamos que jugárnoslo todo para no quedarnos sin nada. Y así fue. Durante 547 días hemos intentado compartir cada segundo, cada problema, cada acierto, cada tristeza, cada alegría, cada canción, cada poema, cada sueño, cada orgasmo, cada sonrisa, cada mirada…

            Y así hemos aprendido a amarnos, y a estar el uno junto a la otra y la otra junto al uno. Y nos ha ido muy bien.

            Esta noche tenemos la última cena. En unas horas el reloj marcará el fin de los 789.120 segundos que acordamos compartir. Y es verdad, no nos ha dado tiempo a ver como la relación se desgastaba. Más bien sólo nos hemos visto crecer como pareja.

            Y ahora, qué.

martes, 2 de agosto de 2011

La guerra

Ella había sufrido tantas veces el engaño que la primera vez que se besaron sólo pidió que no le hiciera vivir simulacros, que cada abrazo y cada beso, cada noche juntos y cada día compartido, fueran eso, sin más pretensiones ni otros proyectos. “Soy una mujer madura, al menos lo suficiente como para saber que no necesito que estés conmigo si no soy todo lo que quieres”.

            Él aprovechó que ella desnudaba su corazón, a la vez que su cuerpo, para también sacar la lista de condiciones de aquel armisticio, y exigió que no cabían mentiras. “Yo también soy un hombre maduro”, dijo, “y no necesito que me mientan. Sé enfrentarme a la verdad por muy dura que sea”.

            Con esos parámetros comenzaron a rendir sus defensas, confiando que habían pasado de enemigos a aliados, de las trincheras a los comedores y los catres.

            Así fue durante mucho tiempo: Él sólo hacía lo que le salía del corazón y ella sólo decía la verdad por dura que fuera. De esta manera consiguieron que todo fuera verdadero y sincero, o sincero y verdadero. No podían imaginar otra guerra que la que organizaban sobre la cama cada vez que el exceso de sinceridad y las ganas los juntaban.

            No supieron bien qué fue primero. El caso es que él que sólo quería que le dijeran la verdad, empezó a ocultarle cosas por temor a perderla o a hacerle daño; y ella, que demandaba sentimientos puros, descubrió que cada batalla era más pacífica de lo que habría deseado y que aquel soldado ya no tenía ni la mirada ni el cuerpo de un guerrero.

            Contra todo pronóstico, él continuó mintiendo a pesar de odiar la mentira y ella simulando a pesar de exigir autenticidad. No tardaron mucho en descubrir que la verdadera lucha la libraba cada uno consigo mismo, pero no se dijeron nada convencidos de que era mejor tener un parque de atracciones a regresar al campo de batalla.

lunes, 1 de agosto de 2011