La conocí en la barra de un bar, mejor, en la barra del bar donde las soledades se perdían entre humo, alcohol y rutas guiadas a los baños, haciéndolas menos visibles para uno mismo al menos por un rato, disfrazando al mundo de falsa camaradería y dibujando un futuro que caricaturizaba la realidad.
Allí, rodeada de aprendices de vampiros y hechiceras, ella se mantenía tan al margen del mundo que si no fuera por un error de la camarera, que sirvió las copas de forma equivocada, habría pasado desapercibida hasta para mí.
Yo no era asiduo al local, y he de reconocer que en este ambiente que se me antojó similar a la sala de espera del infierno, ella parecía un ángel. Aparentemente no era una belleza. Aparentemente. Ni falda para no tapar ni escote para resaltarar el ombligo, más bien se diría que alguien la olvidó allí después de salir de trabajar de una franquicia del Opus.
Con la cabeza baja y la melena cubriéndole el rostro era difícil imaginar qué podía esconderse tras aquella rebeca de punto negra y pantalón gris. Sólo cuando le advertí de la equivocación de la camarera ella giró la cara y me descubrió.
Digo bien: Me descubrió. Sólo con su mirada quitó lo que me cubría y su sonrisa bastó para que el trasiego de personajes de miedo que nos rodeaba se congelase.
¿Cómo nadie había descubierto aquella flor en medio del estercolero? ¿Cómo los osos que buscaban panales que devorar no se percataron de aquel tarro de miel? ¿Por qué los cerberos que se encontraban en la puerta la dejaron entrar cuando a todas luces era un ángel? No lo sabré jamás. Lo único cierto es que hablamos de lo que nunca se debe hablar con una desconocida, y nos miramos como nunca se debe mirar ni a quien conoces, y nos besamos como si toda la vida que nos quedara pasara sólo por ese instante.
Con la luz de la mañana, como ocurriera en Pulp fiction, los malos espíritus se fueron evaporando. Todos menos los canes que guardaban la puerta y que suplantaron al arcángel Miguel al expulsarnos del paraíso.
Allí en la calle, a plena luz del día, el adiós no parecía tan claro pero el reloj marcaba con su tic-tac el momento de la despedida. No hubo más besos ni más conversación. Un abrazo bastó para que nuestras almas comenzaran de nuevo el camino que habíamos abandonado por el error de una camarera.
No hace falta decir que pasé varias veces por aquel antro que habría acojonado a Dante, y aunque fueron muchos los hombres y mujeres que reconocí cada día, ella no apareció nunca.
Me había dado ya por vencido, pero había insistido tanto que la entrada al inframundo terminó por parecerme un lugar decente. Cuando menos lo esperaba, una noche el infierno volvió a congelarse, y ella y su sonrisa aparecieron bajo los mismos focos que durante meses la había buscado.
“Hola”, dije. “Ya me han hablado de ti”- contestó sin pararse siquiera, y me arrancó todos los sueños que tenía.
Así viví años, sin saber qué había pasado, sin conocer el pecado cometido. Hace tan solo unas horas, a la derecha del purgatorio, otro error nos volvió a juntar. “Hace tiempo que te buscaba”, me dijo. “Alguien me había hablado de un tipo que era un canalla y ya ves, lo confundí contigo. Podemos volver a empezar”.
Y allí, sin monstruos ni esperpentos, su sonrisa no iluminaba, su mirada no descubría y sus alas no pasaron la ITV.