sábado, 30 de julio de 2011

miércoles, 27 de julio de 2011

Frases

Hubo un tiempo en que pensé y no dije, pero hace tanto tiempo que sabrán perdonarme si les digo:

El Pick-up tiene un ojo de pez
por el que se ve discurrir el mundo.

*

Sólo una cosa es peor que no tenerte:
no soñarte.

*

La Muerte sabe que la espero,
pero ella no tiene ninguna prisa en reconocerme.

*

Creo tan profundamente en la perfección de Dios
que no sé en qué estaba pensando cuando me hizo.

*

Neruda mentía,
nunca pudo escribir los versos más tristes porque no te conoció.

*

Tus reproches nunca fueron tan fríos
como tus besos.

*

Cada día que vivo sin ti
es una victoria sobre el pasado.

*

Pero tras esa mujer de acero
late un corazón.

*

Olvidarte no será tan difícil
como quererte.

*

Y ahora que se produjo un apagón y una noche sin luna
maldigo mi suerte y a Benedetti.

*

Y cuando hicieron la lista de propósitos y despropósitos,
no supieron donde poner las noches en vela.

*

Y con la promesa de no volverse a encontrar,
se despidieron hasta pronto.

*

Él nunca lo supo,
pero ella nunca le amó.

*

Al conjugar el verbo amar en presente del indicativo
digo tu nombre,
y en futuro imperfecto,
tus apellidos.

*

El recuerdo iba de la mano de la melancolía
hasta que el odio les vio besarse
y la venganza salió del olvido.

*

Qué fácil es amar apasionadamente
cuando la esposa, o el esposo, es de otro.

*

Nunca recurriré a la sección de objetos perdidos.
Puede que allí espere mi corazón.

*

Después de todo lo vivido
tengo derecho a pedir un último favor:
Muérete

*

Ahora que te recuerdo con un brazo en cabestrillo,
reconozco que preferiría pensarte con la cabeza rota.

*
 PD: Los ´ltimos hay que situarlos entre "me jodiste la vida"· y " quiero que me sigas jodiendo la vida", que ni es lo mismo ni es igual, ni viceversa

sábado, 23 de julio de 2011

El sol no lo sabe

Regreso del viaje a ninguna parte que emprendo cada día. En el cielo, las estrellas se burlan de mí formando corazones rotos. Ya no tengo tiempo. Nunca lo tuve y si lo tuve no lo supe.
En un rato el sol insistirá en volver a asomarse sobre la línea del horizonte. No lo sabe, pero su destino es ser una estrella muerta. Ni más ni menos. El sol será una estrella muerta y yo no estaré aquí para contarlo, y será entonces cuando se pregunte para qué habrá salido.

domingo, 17 de julio de 2011

Oro parece

Fue amor a primera vista. Se conocieron una noche de copas. Cenicienta había regresado a casa hacía varias horas y ellos tenían las mejores horas por delante. Ella, un metro setenta de altura, melena rubia hasta la altura de los hombros que el traje dejaba al aire. Las piernas estilizadas quedaban al descubierto hasta algo más arriba de medio muslo, mientras que el busto parecía un reto a la Ley de la Gravitación Universal.

            Él, un metro ochenta de altura y sólo 60 centímetros menos de hombro a hombro. Una talla menos de camiseta le habría impedido ponérsela. Perfectamente afeitado desde el bigote hasta los tobillos, y unos ojos azules con un brillo especial a los que no se podía decir que no.

            Fue mirarse y saber que estaban hechos la una para el otro. Era inevitable que la vida los juntara esa noche, así que él decidió ir a la barra donde ella estaba apoyada, y después de excusarse por importunarla e invitarle a una copa, ella comentó algo sobre el calor que hacía esa noche.

            Intercambiaron hobbyes y proyectos, y ambos se sorprendieron de cuantas cosas tenían en común. Él quiso demostrarle lo fuerte que era llevándola en brazos al coche, y ella se dejó coger para que él viera lo ligera que era.

            Él no quiso que se fuera sola a casa y ella no quería quedarse sola, y eso facilitó que se pusieran de acuerdo para besarse y prometerse amor eterno.

            Esa noche hubo cama y sexo en la casa de ella, no podía ser menos cuando te encuentras con tu media naranja, y algunos comentarios sobre lo bien que se lo habían pasado durante la noche antes de dormirse.

            A ella le costó encontrarse con Morfeo porque el sexo le había parecido demasiado brusco y el brazo de él era demasiado pesado para tenerlo encima durante la noche.

            El se durmió rápido, pero no descansó, agobiado por las permanentes vueltas que daba ella.

            Cuando se dieron cuenta ya era de día y ambos estaban despiertos. Ella se levantó y él se dio cuenta de que sin los 16 centímetros de tacón, su altura no era tanta, y que sin sujetador sus pechos parecían haberse desinflado. La melena rubia presentaba ahora un pelo bastante más rizado y dejaba entrever unas raíces mucho  más oscuras. Le extrañó no haber visto aquella noche la piel agrietada que le cubría los bordes de las nalgas.

            Ella no estaba de demasiado humor. De día confirmaba lo que de noche sospechó. Demasiado tosco en sus maneras y demasiado torpe en sus palabras. Al mirarlo a la cara, se dio cuenta que sin lentillas sus ojos eran de un marrón oscuro, y se le antojó demasiado exagerada la depilación de sus cejas.

            Ella preguntó al hombre de su vida si quería desayunar algo, deseando que dijera que no y se marchara pronto, pero el respondió que sí, y se comió casi media caja de cereales a puñados, bebiendo algo de leche del mismo tetra brik.

            Ella pensó que quizá aquel hombre que con 35 años seguía viviendo en casa de sus padres a la espera de encontrar un trabajo, no fuera el hombre de su vida, y él cuando ella le extendió un tazón y una cuchara para que se sirviera, comprendió que no le iba a comprender.

            Por fin, más baja que la noche anterior, menos rubia, demasiado delgada, con las piernas demasiado finas y anunciando la misma Ley de Newton que horas antes había retado, se despidió de aquel hombre rudo, insensible, de mirada esquiva y dedo en la nariz o en la oreja.

            Se dieron un beso en la mejilla, prometieron llamarse sin haber intercambiado los números de teléfonos y olvidaron preguntarse por qué hacía tan pocas horas ambos estaban convencidos de haber encontrado con su pareja ideal.

viernes, 15 de julio de 2011

La decisión

Al colgar el teléfono, notó  que la mano le temblaba.

            -“Tenemos que hablar”, había dicho él.
            -“¿Pasa algo?”, preguntó ella que hacía tiempo que sabía que no pasaba nada entre ambos.
            -“Ya lo hablamos. ¿En la terraza del Madrid a las tres y media?”
            -“Ok”, aseveró sin siquiera pensar si tenía trabajo o no para esa hora.
            -“Venga. Nos vemos a las tres”, y colgó sin dar tiempo a ninguna otra despedida.

            Algo dentro de ella le hizo pensar que aquel era el principio del final. Al fin y al cabo, las cosas habían cambiado mucho en la relación. Era evidente que tras siete años, no todo podía seguir igual. Sin prole y sin mayores problemas económicos, la cotidianidad se había ido apropiando de su relación como el moho de la fruta podrida. Algunas salidas con amigos juntos, salidas con amigas por separado; miradas furtivas con algún compañero de trabajo antes, durante y tras el café, incluso reconocía algún coqueteo que fue más allá de los límites lógicos cuando se tiene pareja y un montón de ratos preguntándose por qué seguían juntos. Ese podía ser el balance de los últimos meses.

            Pero lo que ahora le resultaba incomprensible es que fuera él quien quisiera dejarlo. “Seguro que está con otra”, pensó. “Un hombre nunca deja a una mujer si no hay otra por medio, todo el mundo lo sabe”, se dijo.

            No pudo concentrarse más en el trabajo. Fue al baño y se echó a llorar. “Me va a dejar. Se va con otra, seguro que más joven y con menos culo. ¡Qué cabrón! Va a mandar al carajo todo lo que hemos construido durante estos años. Sí, las cosas se han enfriado algo, es verdad, pero aún hay mucho. Aunque sólo sea por lo que le he dado debería haberse esforzado más. Es un egoísta, un egoísta de mierda. Él , él y él”.

            Después recordó como se habían ido borrando las huellas de ambos en ambas pieles, y cómo se iban apagando las risas, y cómo dejaron de buscarse y encontrarse las miradas… Sí, todo eso es cierto, pero sabía que podían recuperarse. Debía intentarlo. No era motivo para dejar la relación, y menos para dejarla a ella. “Después de siete años el amor madura y se muestra en las pequeñas cosas”, se repitió varias veces como argumento para soltárselo tan pronto como él anunciara el final.

            Salió de baño, llegó hasta su mesa y sacó del bolso las gafas negras para que nadie viera que había llorado. Ni se despidió de los compañeros de curro, llegó a su coche y volvió a derrumbarse. Esta vez el llanto fue de auténtico desconsuelo. Ya no pensaba, sólo lloraba y lloraba. Nunca se había sentido tan sola ni tan abandonada.

            Cuando se calmó, metió la llave en el contacto y arrancó convencida de que la próxima vez que aparcara allí, su vida habría cambiado para siempre.

            Llegó unos minutos antes de lo acordado. Se sentó en la mesa más alejada de la puerta. Pidió agua. Sacó de nuevo el paquete de kleenex que había adelgazado hasta la anorexia, y se secó los ojos y la nariz de nuevo.

            Lo vio acercarse desde lejos. También él traía las gafas de sol puestas y caminaba con ese paso que siempre le caracterizó pero que ella había dejado de apreciar hacía ya tiempo. Desde la distancia él sonrió cuando ella levantó la mano para indicarle dónde estaba. Llegó hasta ella, la besó en los labios y se sentó.

            Se dio cuenta de que durante los últimos años el contacto entre sus labios había dejado de tener sentido y de pronto se le antojó maravilloso, como si lo estuviera descubriendo de nuevo.

            En ello estaba pensando cuando él comenzó a preguntar por el trabajo e hizo señas a la camarera para que le sirviera una cerveza.

            -“¿Quieres algo de comer?”, preguntó él.
            -“Nada. No me apetece comer nada”, respondió ella sintiendo el nudo que había en su estómago.

            Se miraron por un instante a los ojos intentando adivinar la mirada del otro por debajo de los negros cristales. “No lo digas, no lo digas, no lo digas”, pensaba con la misma fuerza con que el corazón le partía el tórax.

            Tras dar las gracias a la camarera y beber un trago de la misma botella, él habló:

            -“Cariño”- dijo-, “hace tiempo que nos estamos dejando ir. Nos respetamos, estamos ahí, pero cada vez somos más amigos y menos pareja. Yo te quiero, y no quiero que esto lo dejemos morir. Sé que parte de la culpa es mía, que no siempre he puesto todo lo que tenía y que muchas veces he dejado que la distancia se instalara entre nosotros. Pero como decía Mercedes Sosa, “quién dice que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”.

            Recuperaron el silencio. Ella respiró tranquila. El corazón bajó de pulsaciones y tuvo que contener una leve sonrisa antes de hablar.

            -“Yo también te quiero, pero ya no siento lo mismo por ti. La verdad es que llevo tiempo pensando en dejarlo, pero no me había atrevido. Ahora que tú lo has planteado, creo que es el momento de dejarnos libres, de poder rehacer nuestras vidas, de recuperar el espacio y las ilusiones que hemos perdido. En fin, que lo mejor es que lo dejemos. No hace falta que saques las cosas de casa ya, pero no creo que sea bueno que sigamos compartiendo piso mucho tiempo. Yo te ayudo a buscar algo”.

            Él no supo encontrar argumentos. Había ofrecido su corazón como engrudo para unir los pedazos rotos de la relación. Llegó pensando en soluciones y se enfrentaba con un final sin solución.

            -“No pasa nada” -añadió ella-, “las cosas son así. Vamos a superarlo, ya lo verás”.

            Las gafas de sol evitaba que se vieran las miradas, pero las de él no pudieron ocultar una lágrima que buscó la barbilla antes de caer sobre el pantalón.

            Como si esa fuera la señal, ella hizo ademán de pagar, a lo que él respondió con un gesto para que no lo hiciera.

            -“Bueno” –dijo ella-, “nos vemos después en casa, aunque no sé a qué hora llegaré. A mí no me importa dormir en el salón estos días hasta que encuentres casa”, -afirmó segura de que él no lo permitiría.

            Le cogió la mano, se la apretó mostrando toda la nostalgia en una sonrisa y se levantó dándole la espalda. Mientras se alejaba pensó: “A rey muerto, rey puesto. Si llamo ya, seguro que puedo conseguir hora en la peluquería”, y sacó el móvil del bolso sin mirar atrás.

lunes, 11 de julio de 2011

Ya ves

De todos los grandes enigmas de la vida, uno se esconde tras las llaves. No hablo de llaves especiales ni de técnicas deportivas ni de herramientas, hablo de las comunes, las que manejamos a diario, con la que convivimos. Por alguna razón que desconozco, ejercen una influencia casi mágica sobre nosotros (supongo que sobre las mujeres también).

            De hecho, una llave que entra en un llavero resulta casi imposible que salga de él. Es habitual que hayan hasta llaves partidas dentro de los llaveros y, por supuesto, otras que no sabemos si abren o cierran, o si tienen algún uso.

            En una encuesta muy poco profesional realizada entre amigos y amigas, nadie recuerda haberse plantado ante una papelera a tirar llaves, tampoco tienen conciencia de si son o no reciclables. Es más, casi la totalidad reconoce tener un bote o un cajón en el que se introducen las que no sirven o las que se encuentran sin saber de dónde son. En definitiva, las coleccionamos sin proponérnoslo.

            Pero la cosa es mucho más grave, y digo más grave porque cuando vendemos una casa o un coche, por poner un ejemplo, el momento en el que nos damos cuenta de que ya no es nuestra, lo primero que echamos de menos, el acto que más nos afecta es la entrega de las llaves. Por el contrario, cuando las recibimos se convierte en el gran momento. Recibir las llaves del piso o del coche o de cualquier cosa es símbolo de posesión, de hacer nuestro, de disposición libre.

            Cuando convives con alguien, las llaves adquieren personalidad. Llegar a casa y ver las llaves de tu pareja, hermano o hija los hace presentes, igual que si por prisa las tomamos prestadas: el rato que están con nosotros aportan compañía. Identificamos un anillo con un manojo de metales colgando con las personas a las que pertenecen.

            De todas las rupturas de pareja que he tenido, los momentos más difíciles se han dado en el instante de intercambiar las llaves. Supongo que eso sucede porque pensamos que hasta ese instante existen posibilidades de que las cosas vuelvan a su cauce, y casi no importa cómo se ha llegado a esa situación, parece que siempre hay punto de retorno si somos capaces de conservarlas.

            Y qué podemos decir si el llavero que ha sido nuestro tanto tiempo, un día lo descubrimos en manos ajenas. De golpe nos invaden todos los recuerdos vividos tras cada cerradura que conocimos tan íntimamente que sabemos perfectamente dónde falla y qué secretos esconde para que funcione.

            Es curioso descubrir como cosas aparentemente insignificantes terminan provocando en nosotros sentimientos tan parecidos a las de las relaciones humanas.

lunes, 4 de julio de 2011

La deuda

Comenzamos a querernos de niños, durante las clases de piano en el viejo conservatorio con viejos profesores que se empeñaban en enseñarnos viejas melodías de viejos compositores (con 10 años recién cumplidos, todo lo que te rodea parece viejo). Quizá por eso sus dedos blancos destacaban sobre el fondo amarillo y negro del viejo (como no) teclado del piano, y su mirada aportaba vida a unas aulas despobladas de cualquier signo de humanidad.

         Debo decir que sólo me daba cuenta de esas cosas los días que ella no asistía. Esas horas eran casi tan infinitas como los días de la semana que transcurrían entre una clase y otra.

         Lo que en principio no era más que un acercamiento al sexo contrario fue convirtiéndose, con el paso de los años, en el descubrimiento de la pasión, el deseo y el amor. El primer amor. El amor que carece de prejuicios y de miedos, del que cuanto más damos, más recibimos, y del que, por supuesto, guardamos como un secreto en el que nos jugamos la vida.

         Con 16 años las clases de piano terminaron, y con ellas la excusa que dos veces por semana nos unía un ratito antes de entrar y un largo tiempo después de salir.

         El último acorde del “Claro de luna” de Debussy, la pieza que interpreté en el examen final, puso en marcha el cronómetro de la despedida. Por primera vez en seis años, se abría un abismo entre nosotros. El tiempo que hasta ahora sólo marcaba las horas para reencontrarnos se agotaba para siempre. Así que lo que era un secreto revelado por las miradas y algunos sonrojos, tenía que materializarse o perderse para siempre.

         -“Bueno, entonces ya no nos veremos más”, dije yo.
         -“¿Por qué?”, respondió ella.
         -“Se acabaron las clases…”.
         -“¿Y..?”
         -“Que no tenemos más motivos para vernos”.
         -“¿No?”
         -“Bueno… A mí me gustaría pero…”
         -“Es muy sencillo. Te doy mi teléfono y me llamas cuando quieras. Yo estaré encantada de que me llames. Es más, estaré esperando que me llames”.

         Y así transcurrieron los meses siguientes. Ella encantada y yo, encantadísimo.

         No sólo aprendimos a besar. Aprendimos a querer, a echarnos de menos, a prometernos cosas imposibles, a descubrir la vida. Sin duda, fue un tiempo feliz.

         Con casi 17 años no faltaron momentos en el que el deseo nos pusiera en el límite entre lo malo y lo mejor, pero decidimos que sólo habría sexo cuando ambos fuéramos mayores de edad, o lo que es lo mismo, cuando ella –unos meses más joven que yo- fuera mayor de edad.

         “Ya sólo queda un año”, bromeaba al cumplir los 17 un 14 de febrero. El 14 de marzo ya anunciaba, sin decir yo nada, que 11 meses, y el 14 de abril, mayo y junio, que 10, 9 y 8, respectivamente.

         El 10 de julio, un camión de reparto no la vio venir en bicicleta y se saltó un stop, llevándose por delante a ella y a toda la vida que nos quedaba.

         Recuerdo aquellos días como los más tristes de mi vida.

         Los meses siguientes fueron un permanente sufrimiento. Aunque nuestra relación era conocida, nadie podía imaginar hasta qué punto se había roto mi vida, mis sueños, mi propia juventud.

         Nada tenía sabor ni color, nada era divertido ni entretenido, nada tenía interés, y yo no tenía interés por nada.

         Así pasaron los meses, yo cada vez más en mí y sin ella. Y llegó el 14 de febrero, el día en que debía haber cumplido 18 años si el puñetero repartidor no hubiera tenido tanta prisa en terminar el trabajo de la mañana.

         Al caer en fin de semana, mis padres decidieron irse a una casa rural en familia, pero yo aduje exámenes y demasiado trabajo. Todos lo entendieron, “dale tiempo, dale tiempo a tu hijo”, oí comentar a mi madre al hablar con mi padre. Así que los despedí con cierta premura, deseando quedarme sólo con mis miserias y mis soledades.

         Me fui a la cama pronto. Intenté leer algo, pero fue imposible. Desde el accidente tampoco podía concentrarme en la lectura, y me veía obligado a releer los párrafos hasta cuatro o cinco veces para poder comprenderlos.

         Apagué la luz e intenté dormir.

         Acababa de cerrar los ojos cuando me pareció oír la ducha. “La dejé abierta”, pensé, y me acerqué hasta el baño. El plato estaba mojado, pero la llave estaba perfectamente cerrada, y me volví a la cama.

         Al cerrar los ojos de nuevo, el ruido se transformo en pasos por el pasillo. Encendí la luz, me levanté y me asomé a la puerta de la habitación. No había nadie.

         Traté de buscar alguna explicación lógica. Miré en todas y cada una de las habitaciones, debajo de las camas, de la mesa del comedor, tras las puertas y en todos y cada uno de los rincones en donde pudiera esconderse una persona. No encontré a nadie.

         Antes de acostarme revisé mi habitación. Tardé cierto tiempo en apagar la luz, y unos minutos más en cerrar los ojos, pensando qué podría provocar esos sonidos que parecían venir del interior de la casa.

         Me quedé boca arriba aguzando el oído. Esta vez, el ruido fue la puerta de mi cuarto, y la presencia de alguien se hizo palpable. Abrí los ojos y encendía la luz temiendo recibir algún golpe o que alguien tratara de inmovilizarme. Pero no pasó nada ni había nadie. Miré bajo la cama. No había ni polvo. Realmente estaba asustado y sentía frío, así que me arropé bien y apagué de nuevo la luz, si bien no quise cerrar los ojos esperando a que se adaptaran a la oscuridad para intentar vislumbrar algo.

         Logré distinguir las formas de los objetos, pero ningún movimiento, y aunque la razón me decía que no había nadie, la sensación de alguna presencia que me observaba era inevitable.

         Cerré los ojos y al segundo sentí como algo o alguien se sentaba a los pies de la cama. Seguí inmóvil boca arriba escuchando como la sangre corría por las venas y el corazón bombeaba con más fuerza que velocidad esperando algún nuevo movimiento.

         Tuve que hacer un esfuerzo para sacar el brazo y encender la luz de nuevo, comprobando una vez más que no había nadie, pero al otro lado de la cama el edredón estaba hollado.

         “Joder, que obsesión”, pensé. “Tengo que rehacer mi vida o terminaré en un psiquiátrico”.

         Apagué de nuevo la luz, me tapé lo justo con el plumón y me di la vuelta dispuesto a dormir pasara lo que pasara.

         Cuando aún podía sentir el pulso golpeando en mis muñecas, el colchón se hundió tras de mí, como si un cuerpo de algo o de alguien se hubiera acomodado a mi espalda, y casi al instante no tuve ninguna duda de que un brazo me rodeaba hasta cogerme el tórax.

         No era un abrazo para inmovilizarme, al contrario, fue un abrazo lleno de ternura pero no me tranquilizó, al contrario, el corazón se me salía del pecho. Aún así, no fui capaz de intentar zafarme, siquiera intenté abrir los ojos.

         “Tranquilo mi amor. Soy yo”, susurró una voz que reconocí. “Estoy aquí para cumplir mi promesa”.

         A esta altura, las pulsaciones ya habían superado todos los límites de la lógica, y recé para que todo aquello sólo fuera fruto de mi imaginación.

         La mano que me abrazaba se deslizó por debajo del edredón pasando la palma por mi espalda, el glúteo derecho y llegando hasta el hueco poplíteo a la altura de la rodilla. Al ascender, la mano repitió el recorrido pero por delante, subiendo por el muslo, la cadera y parándose sobre el corazón que seguía desbocado. “Tranquilo. No va a pasar nada que no quieras”, dijo.

         Apreté aún más los ojos. No sabía que tenía que querer. Fruto o no de mi imaginación, allí estaba ella, tal y como nos habíamos prometido.

         Con muchísima delicadeza me colocó boca a bajo, y sentí que sus piernas se colocaban a la altura de mis muslos atrapándolos. Su pubis lo sentía sobre mis nalgas y sus manos dibujaban líneas sin sentido sobre mi espalda.

         Sin decir nada estiró los pies y las manos colocándose en la misma posición que yo estaba, entrelazando sus dedos con mis dedos y sus pies buscar el calor de los míos.

         Por primera vez sentí su pecho sobre mí, su pelo caer sobre mi hombro y su mejilla apoyarse entre mis omóplatos. Lloré.

         He de reconocer que a partir de ahí los recuerdos se confunden. Sus labios sobre los míos, mis manos recorriendo un cuerpo que no había podido olvidar, una erección, mis muslos entre sus muslos, girar, girar y girar sobre la cama, las manos enlazadas, mis dedos clavados en su espalda y la sensación de estar atravesando todos los océanos sin escafandra.

         Al día siguiente desperté sólo. La cama no presentaba signos de que hubiera pasado nada. Todo estaba en su sitio.

         Todo lo había soñado. Sí, tenía que volver a mi vida, tenía que olvidar o, al menos, tenía que seguir viviendo.

         Me levanté y al abrir las cortinas observé varias manchas de sangre sobre las sábanas. Me asusté y pensé que debía haber una explicación lógica. Fui al baño y me observé en el espejo. En la espalda tenía algunos arañazos que no tenía al acostarme.