lunes, 4 de julio de 2011

La deuda

Comenzamos a querernos de niños, durante las clases de piano en el viejo conservatorio con viejos profesores que se empeñaban en enseñarnos viejas melodías de viejos compositores (con 10 años recién cumplidos, todo lo que te rodea parece viejo). Quizá por eso sus dedos blancos destacaban sobre el fondo amarillo y negro del viejo (como no) teclado del piano, y su mirada aportaba vida a unas aulas despobladas de cualquier signo de humanidad.

         Debo decir que sólo me daba cuenta de esas cosas los días que ella no asistía. Esas horas eran casi tan infinitas como los días de la semana que transcurrían entre una clase y otra.

         Lo que en principio no era más que un acercamiento al sexo contrario fue convirtiéndose, con el paso de los años, en el descubrimiento de la pasión, el deseo y el amor. El primer amor. El amor que carece de prejuicios y de miedos, del que cuanto más damos, más recibimos, y del que, por supuesto, guardamos como un secreto en el que nos jugamos la vida.

         Con 16 años las clases de piano terminaron, y con ellas la excusa que dos veces por semana nos unía un ratito antes de entrar y un largo tiempo después de salir.

         El último acorde del “Claro de luna” de Debussy, la pieza que interpreté en el examen final, puso en marcha el cronómetro de la despedida. Por primera vez en seis años, se abría un abismo entre nosotros. El tiempo que hasta ahora sólo marcaba las horas para reencontrarnos se agotaba para siempre. Así que lo que era un secreto revelado por las miradas y algunos sonrojos, tenía que materializarse o perderse para siempre.

         -“Bueno, entonces ya no nos veremos más”, dije yo.
         -“¿Por qué?”, respondió ella.
         -“Se acabaron las clases…”.
         -“¿Y..?”
         -“Que no tenemos más motivos para vernos”.
         -“¿No?”
         -“Bueno… A mí me gustaría pero…”
         -“Es muy sencillo. Te doy mi teléfono y me llamas cuando quieras. Yo estaré encantada de que me llames. Es más, estaré esperando que me llames”.

         Y así transcurrieron los meses siguientes. Ella encantada y yo, encantadísimo.

         No sólo aprendimos a besar. Aprendimos a querer, a echarnos de menos, a prometernos cosas imposibles, a descubrir la vida. Sin duda, fue un tiempo feliz.

         Con casi 17 años no faltaron momentos en el que el deseo nos pusiera en el límite entre lo malo y lo mejor, pero decidimos que sólo habría sexo cuando ambos fuéramos mayores de edad, o lo que es lo mismo, cuando ella –unos meses más joven que yo- fuera mayor de edad.

         “Ya sólo queda un año”, bromeaba al cumplir los 17 un 14 de febrero. El 14 de marzo ya anunciaba, sin decir yo nada, que 11 meses, y el 14 de abril, mayo y junio, que 10, 9 y 8, respectivamente.

         El 10 de julio, un camión de reparto no la vio venir en bicicleta y se saltó un stop, llevándose por delante a ella y a toda la vida que nos quedaba.

         Recuerdo aquellos días como los más tristes de mi vida.

         Los meses siguientes fueron un permanente sufrimiento. Aunque nuestra relación era conocida, nadie podía imaginar hasta qué punto se había roto mi vida, mis sueños, mi propia juventud.

         Nada tenía sabor ni color, nada era divertido ni entretenido, nada tenía interés, y yo no tenía interés por nada.

         Así pasaron los meses, yo cada vez más en mí y sin ella. Y llegó el 14 de febrero, el día en que debía haber cumplido 18 años si el puñetero repartidor no hubiera tenido tanta prisa en terminar el trabajo de la mañana.

         Al caer en fin de semana, mis padres decidieron irse a una casa rural en familia, pero yo aduje exámenes y demasiado trabajo. Todos lo entendieron, “dale tiempo, dale tiempo a tu hijo”, oí comentar a mi madre al hablar con mi padre. Así que los despedí con cierta premura, deseando quedarme sólo con mis miserias y mis soledades.

         Me fui a la cama pronto. Intenté leer algo, pero fue imposible. Desde el accidente tampoco podía concentrarme en la lectura, y me veía obligado a releer los párrafos hasta cuatro o cinco veces para poder comprenderlos.

         Apagué la luz e intenté dormir.

         Acababa de cerrar los ojos cuando me pareció oír la ducha. “La dejé abierta”, pensé, y me acerqué hasta el baño. El plato estaba mojado, pero la llave estaba perfectamente cerrada, y me volví a la cama.

         Al cerrar los ojos de nuevo, el ruido se transformo en pasos por el pasillo. Encendí la luz, me levanté y me asomé a la puerta de la habitación. No había nadie.

         Traté de buscar alguna explicación lógica. Miré en todas y cada una de las habitaciones, debajo de las camas, de la mesa del comedor, tras las puertas y en todos y cada uno de los rincones en donde pudiera esconderse una persona. No encontré a nadie.

         Antes de acostarme revisé mi habitación. Tardé cierto tiempo en apagar la luz, y unos minutos más en cerrar los ojos, pensando qué podría provocar esos sonidos que parecían venir del interior de la casa.

         Me quedé boca arriba aguzando el oído. Esta vez, el ruido fue la puerta de mi cuarto, y la presencia de alguien se hizo palpable. Abrí los ojos y encendía la luz temiendo recibir algún golpe o que alguien tratara de inmovilizarme. Pero no pasó nada ni había nadie. Miré bajo la cama. No había ni polvo. Realmente estaba asustado y sentía frío, así que me arropé bien y apagué de nuevo la luz, si bien no quise cerrar los ojos esperando a que se adaptaran a la oscuridad para intentar vislumbrar algo.

         Logré distinguir las formas de los objetos, pero ningún movimiento, y aunque la razón me decía que no había nadie, la sensación de alguna presencia que me observaba era inevitable.

         Cerré los ojos y al segundo sentí como algo o alguien se sentaba a los pies de la cama. Seguí inmóvil boca arriba escuchando como la sangre corría por las venas y el corazón bombeaba con más fuerza que velocidad esperando algún nuevo movimiento.

         Tuve que hacer un esfuerzo para sacar el brazo y encender la luz de nuevo, comprobando una vez más que no había nadie, pero al otro lado de la cama el edredón estaba hollado.

         “Joder, que obsesión”, pensé. “Tengo que rehacer mi vida o terminaré en un psiquiátrico”.

         Apagué de nuevo la luz, me tapé lo justo con el plumón y me di la vuelta dispuesto a dormir pasara lo que pasara.

         Cuando aún podía sentir el pulso golpeando en mis muñecas, el colchón se hundió tras de mí, como si un cuerpo de algo o de alguien se hubiera acomodado a mi espalda, y casi al instante no tuve ninguna duda de que un brazo me rodeaba hasta cogerme el tórax.

         No era un abrazo para inmovilizarme, al contrario, fue un abrazo lleno de ternura pero no me tranquilizó, al contrario, el corazón se me salía del pecho. Aún así, no fui capaz de intentar zafarme, siquiera intenté abrir los ojos.

         “Tranquilo mi amor. Soy yo”, susurró una voz que reconocí. “Estoy aquí para cumplir mi promesa”.

         A esta altura, las pulsaciones ya habían superado todos los límites de la lógica, y recé para que todo aquello sólo fuera fruto de mi imaginación.

         La mano que me abrazaba se deslizó por debajo del edredón pasando la palma por mi espalda, el glúteo derecho y llegando hasta el hueco poplíteo a la altura de la rodilla. Al ascender, la mano repitió el recorrido pero por delante, subiendo por el muslo, la cadera y parándose sobre el corazón que seguía desbocado. “Tranquilo. No va a pasar nada que no quieras”, dijo.

         Apreté aún más los ojos. No sabía que tenía que querer. Fruto o no de mi imaginación, allí estaba ella, tal y como nos habíamos prometido.

         Con muchísima delicadeza me colocó boca a bajo, y sentí que sus piernas se colocaban a la altura de mis muslos atrapándolos. Su pubis lo sentía sobre mis nalgas y sus manos dibujaban líneas sin sentido sobre mi espalda.

         Sin decir nada estiró los pies y las manos colocándose en la misma posición que yo estaba, entrelazando sus dedos con mis dedos y sus pies buscar el calor de los míos.

         Por primera vez sentí su pecho sobre mí, su pelo caer sobre mi hombro y su mejilla apoyarse entre mis omóplatos. Lloré.

         He de reconocer que a partir de ahí los recuerdos se confunden. Sus labios sobre los míos, mis manos recorriendo un cuerpo que no había podido olvidar, una erección, mis muslos entre sus muslos, girar, girar y girar sobre la cama, las manos enlazadas, mis dedos clavados en su espalda y la sensación de estar atravesando todos los océanos sin escafandra.

         Al día siguiente desperté sólo. La cama no presentaba signos de que hubiera pasado nada. Todo estaba en su sitio.

         Todo lo había soñado. Sí, tenía que volver a mi vida, tenía que olvidar o, al menos, tenía que seguir viviendo.

         Me levanté y al abrir las cortinas observé varias manchas de sangre sobre las sábanas. Me asusté y pensé que debía haber una explicación lógica. Fui al baño y me observé en el espejo. En la espalda tenía algunos arañazos que no tenía al acostarme.

6 comentarios:

  1. Todo lo había vivido, cuando abrió las cortinas tenía que seguir muriendo.

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  2. O ya llevaba meses muerto y por fin resucitó... ;-)

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  3. que bonitos son los sueños que que hacen realidad,
    que bonitos esos momentos de felicidad. en eso consiste la vida no? de esos momentos

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  4. El escritor mejicano Amado Nervo dijo: Yo he vivido porque he soñado mucho. Pero también es cierto lo que decía Jardiel Poncela: En la vida, la mayoría de los sueños se roncan. Eso también es la vida. Gracias y un abrazo

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  5. ¡Me ha encantado!
    Sobre todo, me llama la atención esa manera de definir el sufrimiento de la ausencia y la impotencia por lo que no pudo ser.

    Besos

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  6. Muchas gracias, por el comentario y por compartir un ratito de vida en esta página.
    ;-)

    Un beso

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