viernes, 17 de junio de 2016

El Ángel de la Guarda

Lejos de aterrarle, la imagen de aquel ser que cada noche se sentaba a los pies de su cama esperando a que se durmiera le calmaba. Sin saber por qué, recibía la cálida sensación de estar acogido, cuidado, vigilado en el mejor sentido de la palabra.

A veces pensó que se trataba de un hada madrina o de algún pariente cercano a Campanilla que venía del país de Nunca Jamás con la sana intención de que siguiera siendo niño toda su vida.

Pero no fue así. Apenas había cumplido los 10 años cuando aquella imagen dejó de aparecerse.

Siendo un niño amado y afortunado, comenzó a sentirse desamparado. Sí, es cierto que su madre y su padre le ofrecían todo el amor del mundo, y que sus hermanos y hermanas -con sus discusiones y los típicos enfrentamientos fraternales- lo arropaban y le daban tanto cariño como recibían de él, y era mucho. Pero a pesar de ello, se sentía abandonado.

Dicen que cuando perdemos a nuestra madre y a nuestro padre nos convertimos realmente en huérfanos. Hasta ese momento, aunque llevaras años sin verlos o sin hablarles, su sola existencia aporta a nuestra vida el pilar sobre el que todo se asienta. Claro que al caer, se lleva gran parte de la casa que nos cobija.

Así se sentía. Acompañado y querido, pero en la ventisca.

Los años fueron pasando y supo construir muros, incluso techos y balcones, pero nada arrancaba esa soledad que se había instalado en su interior y con la que se acostumbró a convivir hasta el punto de no notarla. Con los años no significaba más que la cicatriz que deja un corte profundo en el pecho: solo recuerdas el dolor cuando alguien la toca o te la ves en el espejo.

Cuarenta y tantos años más tarde, ya cerca de cumplir los 60, la conoció a ella. Una chica inteligente, sí; linda, sí; graciosa, sí; con tantas experiencias en la vida que podría haber muerto y resucitado seis o siete veces; pero sobre todo, una mujer capaz de rellenar el espacio vacío que había olvidado.

Al igual que él fue cerrando puertas, ella comenzó a abrir candados, y meses después de la primera mirada se vieron abrazados por fuera y abrasados por dentro (y también lo contrario), y comenzaron a besarse hasta que ella desplegó sus alas transparentes y sus pies, los de ambos, se separaron unos metros del suelo.

Y en ese momento, él supo que había llegado a su destino, y por un segundo abrió los ojos y se sorprendió por no haberla reconocido antes. Y volvió a sentirse cuidado, pero también mimado. Se sintió en casa, seguro, feliz. Se sintió en paz con el mundo y con la muerte y con la vida. Y comprendió que el Ángel de la Guarda solo se había transformado en dulce compañía, y le dejó caer en la tentación librándole del mal. Amén.