lunes, 23 de julio de 2012

martes, 17 de julio de 2012

Decir no


Dejó su casa convencida de que ya contaba con la madurez suficiente para enfrentarse a la vida y vencerla. Con su metro ochenta de estatura, sus ojos verdes, su título de ingeniera informática y el convencimiento de que nada malo podía esperarle, se despidió de su madre, su padre y sus hermanos en el mismo aeropuerto con destino a una capital europea. Su formación en idiomas le daba alas y su juventud, un horizonte lejano al que no había porqué mirar.

Como esperaba, no le fue difícil encontrar trabajo. No era como informática, pero no iba a ser la primera ni la última licenciada que comenzara una carrera de azafata en una compañía de bajo coste. Viajar y conocer mundo cuando tienes toda la vida por delante es una oportunidad a la que no puedes decir no.

Los primeros vuelos estuvieron marcados por la novedad y el aprendizaje. Claro que hubo algún pasajero que trató de sobrepasarse, algún jefe que escondió sospechosas intenciones tras bromas de dudoso gusto y compañeras que marcaron territorio antes de que ella siquiera llegara a la frontera. Pero nada de eso importaba. Su sonrisa era un escudo demasiado grueso para que lo perforaran los francotiradores de la desilusión y la tristeza.

Tardo poco más de un mes en decir “no” por primera vez. Un piloto maduro con el que ya había volado en una docena de ocasiones, cambió la palmadita en el culo por un manoseo más que desagradable para ella. La reacción pareció desagradar al hombre que se burló de ella para restar importancia a su acción. “¡Por Dios!”, dijo, “hay que ver cómo te pones por una broma. ¿Estamos en esos días…?”, y se rió buscando la solidaridad de sus compañeros y de las azafatas más dispuestas al peloteo.

Se sintió mal. Extrañamente también se sintió responsable de no haber sabido aguantar una broma, pero lo cierto es que ya estaba harta de que la trataran como un amuleto con el que jugar.

Durante el vuelo nadie hizo un solo comentario al respecto, sólo al salir de la cabina tras llevar algo de comer a los pilotos, el capitán masculló algo así como: “A ver si cambias de humor que trabajas de cara al público”.

La cosa empeoró tras tomar tierra. La invitación para que toda la tripulación se viera para cenar no le llegó a ella. Le sentó francamente mal. Hasta entonces todo habían sido risas y bromas picantes, pero ahora el mundo parecía hostil sólo porque se negó a que le cogieran el culo.

Dadas las circunstancias asumió que si no quería ser rechazada debía permitir ciertas gracias, hacer la vista gorda a gestos y hechos que, aunque desagradables para ella, no dejaban de ser una broma (se dijo).

En el viaje de regreso sacó a relucir su mejor sonrisa, y la mantuvo cuando el capitán diagnosticó su cambio de humor y, como para comprobarlo probó de nuevo con otra prolongada nalgada. Ella mantuvo la sonrisa y él le respondió con un “esa es mi chica”.

Por desgracia no fue éste el único. En viajes posteriores vinieron más compañeros que se sobrepasaron en sus gestos y acciones, pero ante el temor a ser desplazada de nuevo, ella mantuvo las formas, la sonrisa y el brillo de sus ojos.

Sus compañeras veían en ella una mujer fácil que pretendía ascender sin méritos profesionales, y las que habían pasado por lo mismo no estaban dispuestas a evitarle un solo segundo de martirio, pues era un camino obligado. “Por ahí pasamos todas, bonita”, le llegaron a decir.

Un mes después, un cliente habitual de la compañía, amigo de varios pilotos y azafatas, la invitó a cenar a uno de esos restaurantes de lujo que aparecen en las revistas de los aviones y en los que comer es más un placer para la vista y el paladar que para el estómago. Después vinieron las copas y las insinuaciones, que ella permitió hasta la puerta de su habitación.

En un sí-no-tomemos la última en tu habitación y un mundo que daba vueltas de pura borrachera, ella no tuvo fuerzas para oponerse ni de palabra ni de obra, así que el hombre hizo y deshizo a pesar de las lágrimas que ella no podía controlar.

Por la mañana, para volver al avión necesitó un par de tragos de whisky, y esa noche, para olvidar lo sucedido, no dudó en agarrarse al primer compañero que se le insinuó, y al día siguiente a un piloto para olvidar al segundo, y a otro más la noche posterior para olvidar a los tres anteriores. Y así sucesivamente.

Hace unos pocos días la vi. Con apenas 30 años tiene ya la mirada de quien ha visto el infierno. Habla con rapidez pero sin articular bien las palabras. Se toca la nariz y respira hondo a cada momento, como un acto reflejo, pero habla de su profesión como la mejor forma de conocer mundo.

No obstante yo sé que hace años que no visita su casa, la de sus padres, y que sólo habla por teléfono con sus hermanos porque cuando lo hace con su madre, no para de llorar. Le gusta decir que ha tenido suerte, pero cuando te mira, ella sabe que tú sabes que miente. Pero sonríe y vuelve al baño a “empolvarse” la nariz.