domingo, 15 de junio de 2014

Última llamada

Prudencio Piñeiro jamás gastó una broma en su vida. No por carecer de sentido del humor, sólo que al buen hombre no se le ocurría cómo hacerlo. De hecho, si no fuera porque alguna vez desde su despacho veía a los empleados del banco intercambiar risas, o por alguna que otra conversación con su mujer que le ponía al día sobre el anecdotario de sus hijos, habría pasado por la vida sin saber lo que era provocar intencionadamente una situación incomoda y/o divertida y, por supuesto, sin recibirla.

Vilma, su mujer, era distinta. Gracias a ella, los cuatro hijos del matrimonio habían tenido la posibilidad de echar más de una risa y de desarrollar la capacidad de bromear sin que ello supusiera un conflicto. De todos, Prudencito, el mayor, había heredado un especial sentido del humor.

El 25 de diciembre, el primogénito decidió que ya era hora de que papá saliera del burladero de la plaza de las bromas familiares y saltara al ruedo, y esperó a la noche de la víspera del Día de los Inocentes para coger el móvil paterno, un aparato con cientos de prestaciones, sonido estereofónico, capacidad para reconocer cualquier formato audio y de vídeo, extraplano, mínimo peso, etcétera, pero que el padre sólo utilizaba para recibir y mandar llamadas.

Prudencito lo conectó al ordenador y le bajó la célebre expresión de Pedro Picapiedra “Pum pum pum. Vilma, ábreme la puerta”, y asoció el tema a los teléfonos de “casa” y “mamá”. Después elevó el volumen al máximo.

Mientras lo hacía, podía imaginar la cara de Prudencio ante los empleados del banco, en la cafetería en donde desayunaba, o en la reunión con algún cliente, intentando explicar semejante tono polifónico. “Me va a matar”, pensó, “pero lo que nos vamos a reír”.

El amanecer del 28 de diciembre fue como de costumbre. Desayunos apresurados, ruido de electrodomésticos exprimiendo naranjas o lavando ropa, las instrucciones del día entre buches de café y carreras para que los hermanos más jóvenes no perdieran la guagua escolar. Sólo Prudencito intentaba disimular una risa fácil que le dificultaba tragar con normalidad y que incluso le obligó a cambiarse de camisa cuando se atragantó con el zumo. Hasta la estampida familiar que dejó la casa prácticamente ausente de vida, todo fue normal.

Lo que ocurrió a continuación no estaba previsto. Mientras Vilma metía en el lavaplatos los cacharros que sus hijos y su marido no habían recogido, y antes de salir hacia el despacho de arquitectura donde trabajaba como aparejadora, calculó que siendo las 07.59 horas, su marido ya habría llegado a la oficina e hizo una llamada al móvil de Prudencio para recordarle que era el Día de los Inocentes y, por tanto, debía esperar que ocurriesen cosas extrañas ese día en la oficina. El mensaje era sencillo: “déjalas pasar y no te agobies”.

Le resultó extraño que no contestara, pero no le dio mayor importancia y terminó de maquillarse para salir.

Ya tenía el bolso en la mano cuando una llamada a su teléfono le avisaba que su marido se encontraba camino al hospital tras sufrir un infarto.

“¿Cómo?¿A qué hospital? Pero, ¿qué ha pasado?”. Desde el otro lado las respuestas no fueron ni claras ni tranquilizantes. Lo único que resultaba evidente es que su marido había sufrido un infarto y que iba camino al Hospital Universitario.

Vilma, que ya estaba junto a la puerta, salió tan angustiada que olvidó cerrar con llave.

Tomó el primer taxi y llegó al hospital en apenas 12 minutos.

Varios compañeros del trabajo se encontraban hablando con un doctor en la sala de urgencias. Su presencia provocó un espantoso silencio. Don Eladio, el empleado más antiguo de la oficina bancaria, se acercó para abrazarla y decirle. “Tranquila. El médico tiene que decirte algo y no es bueno. Tienes que ser fuerte”.

Vilma sintió como una piedra le caía en el estómago.

Por un momento no supo si debía correr hacia la salida o hacia el médico. Mientras decidía vio al galeno acercarse. La sensación que recibió en ese momento fue la misma que tenía al ver una pantera aproximarse a su presa a cámara superlenta en un documental de National Geographic.

“No se pudo hacer nada”, dijo el doctor, “lo siento”.

¿Cómo que no se pudo hacer nada?¿Qué quería decir?¿De qué le estaba hablando aquel señor?¿Dónde estaba su marido?¿Qué había pasado?¿Qué coño le estaban contando?... Mientras todas esas preguntas rebotaban por cada rincón de su cerebro, sus ojos empezaron a empañarse y las lágrimas a rebosarse hasta el punto de que la solapa izquierda de la chaqueta de don Eladio parecía recién salida de la lavadora.

Pasado el primer momento, superadas las preguntas que ella misma se hacía sin tener respuesta alguna, se abrió ese momento que, tras la muerte de un ser querido, nos ata al suelo: había que avisar a los niños, a la familia, a la madre de él, a los padres de ella…

Así que le pidió a don Eladio que se encargara de dar la noticia a los compañeros y compañeras de la oficina mientras ella iba llamando a los más allegados y les iba dando instrucciones para crear una cadena que llevara la noticia a cuñados, primos, y otros parientes y amigos.

A eso de la 11.30 horas, una joven enfermera con cara de estar verdaderamente compungida le preguntó cómo quería que el marido fuera amortajado. “Qué lleva ahora”, preguntó; “lo hemos tenido que desvestir, pero ingresó con un traje oscuro listado, camisa blanca y corbata gris”, contestó la enfermera. Fue entonces cuando recordó cómo lo había visto salir esa misma mañana con el traje que le regaló por Reyes hacía casi un año. “Esta bien así”, dijo para añadir enseguida: “No estará muy arrugado”.

A medida que llegaban los parientes más cercanos, Vilma se iba enterando de los hechos. Prudencio llegó al banco, saludó según su costumbre, entró en su despacho y, antes siquiera de quitarse la chaqueta, cayó fulminado. Los empleados lo vieron desde lejos a través de la pared de cristal de la oficina. “Fue un minuto antes de las ocho”, explicaba un compañero que recordaba la hora porque él ya estaba junto a la puerta del banco para abrir la sucursal al público.

El abrazo de Prudencito con su madre fue el más triste de los encuentros entre una madre y su hijo. Las lágrimas de ellos y la de los presentes hicieron subir la humedad de la sala de espera del tanatorio hospitalario hasta el 70%. No había palabras para describir la escena. Nadie recordaba un momento tan tristemente triste.

Cuando el higrómetro volvió a parámetros más o menos normales, Vilma contó a su hijo que al padre le había dado un infarto nada más llegar a la oficina, a pesar de gozar de una magnífica salud y de que, hasta la fecha, nunca se había quejado. Nada dijo de la llamada no respondida. Después, dio instrucciones a su primogénito para que se hiciera cargo de los hermanos pequeños, de recoger en casa los papeles del seguro y encargarle la compra de valeriana en un herbolario.

La llegada de la abuela paterna coincidió en tiempo con la recogida de los más pequeños por parte del hermano mayor, y la llegada a casa para recoger la documentación del seguro, con el aviso a los familiares por parte de la misma enfermera que ya conocía Vilma, para que los más allegados acompañaran al finado hasta la sala acristalada donde se le iba a velar.

Mientras la mujer y la madre de Prudencio colocaban las coronas en torno al ataúd a la vista de los amigos que se encontraban al otro lado del cristal, Prudencito en casa se acordaba del teléfono del padre, así que preocupado por que no se perdiera y por saber dónde estaba, llamó desde el aparato de casa, así que mientras la madre y la mujer del difunto se encontraban en la habitación junto al cadáver, desde el ataúd se oyeron tres claros golpes seguidos de la frase: “¡Vilma, ábreme la puerta!”.

El aviso por vibración del aparato que pegaba con la tapa y los huecos vacíos dieron un realismo brutal al grito. Casi al instante, la abuela, que se encontraba junto al ataúd, cayó desplomada al suelo con las manos en el pecho, mientras que Vilma, al grito de “¡Prudencio!¡Prudencio!”, se lanzó sobre la caja, cediendo las burras que la sostenían con la mala fortuna de que al volcarse, la cabeza del Cristo que adornaba la caja se le incrustó en la frente y las rodillas le aplastaron la nariz, muriendo casi al instante.

Desde el otro lado del cristal la escena era seguida con terror e incomprensión, pues el cristal impedía escuchar el móvil y por tanto la escena carecía de todo sentido.

Don Eladio fue el primero en correr hacia la sala demandando a gritos la presencia de un médico. Cuando llegaron a la habitación, nada se podía hacer por ninguna de las dos mujeres.

Prudencito, por su parte, ya había comprobado que el móvil no se encontraba en casa. Ya estaba metiendo los papeles en una carpeta cuando sonó su móvil. Su tío le avisaba de que don Eladio se había puesto en contacto con él para comunicarle un desgraciadísimo e inexplicable accidente, y aunque sabía lo de las muertes, al sobrino sólo le dijo que corriera al hospital.

Todo lo que siguió no fue más que llantos, lamentos y la búsqueda de explicaciones a lo sucedido, un sinfín de conjeturas que ni por asomo se acercaban a la realidad.

La experiencia marcó a Prudencito toda la vida, quien un día tras otro lamentó las muertes de sus padres y su abuela, pero se entristecía de forma especial cuando contaba que su padre falleció sin que nadie, nunca, le gastara una broma.