Cuento 1

SMS

Fue una noche de Reyes cuando un amigo común se dio cuenta de algo evidente: estaban hechos la una para el otro. Cierto es que no se conocían, probablemente la vida los había cruzado decenas de veces en sus cuarenta y tantos años. Habían utilizado la misma silla, compartido la misma botella de vino, coincidido en el mismo espectáculo, la misma fiesta… pero nunca existieron el uno para el otro hasta que alguien se dio cuenta que se trataba de las dos mitades de una misma naranja.

Así que él, que nada tenía que perder ante aquella revelación, lanzó la primera piedra en forma de sms: “Por qué no estás aquí, mujer de mi vida”. Ella, que no salía con extraños cansada de elementos que escondían intenciones detrás de las palabras, dudó, pero también quiso probar. Fue un escueto “no sabía que habías llegado”, pero suficiente para que él respondiera con un “siempre estuve aquí”.


Poco a poco, lo que comenzó como una tontería se convirtió en un juego en el que las normas estaban claras: No podía haber otra forma de comunicación directa que fuera más allá de los mensajes de texto por teléfono ni investigar la vida del otro ni preguntar por ningún dato que les pudiera llevar a reconocerse físicamente o facilitara el encuentro.


Fue así como los mensajes que en principio versaban sobre trivialidades, fueron transformándose en sentimientos que viajaban a través de antenas y centros de comunicación atravesando la ciudad en la que ambos vivían.


Ninguno supo cómo ni cuándo, pero con el tiempo asumieron que realmente el uno estaba hecho para la otra, y viceversa. Sin poder mirarse a los ojos ni rozarse los labios ni entrelazar los dedos ni estrecharse ni juntar las mejillas, elaboraron un complejo sistema de símbolos en donde los asteriscos, paréntesis, rayas, puntos y comas, transmitían sentimientos y sensaciones hasta un nivel en el que casi podían escuchar los latidos del corazón.


Quizá fuera por eso por lo que nunca echaron en falta verse. Ya eran capaces de reconocerse sin que la piel les jugara malas pasadas. Ambos permanecían así eternamente jóvenes y eternamente viejos. Eran lo que eran y como eran en cada momento, sin gestos mal interpretados, sin miradas mal entendidas, sin renuncios físicos ni químicos.


Si alguien piensa que la ausencia del otro les limitaba se equivoca. Cada aniversario él acudía a cenar al mismo restaurante en el que ella había almorzado, eligiendo la misma mesa, la misma silla, el mismo vino y los mismos platos. De esta manera sabían que sus cuerpos compartían el mismo espacio, y hasta él lograba oler su perfume (eso sí se lo habían dicho) en el aire.


Acudían a los mismos espectáculos sin saber qué fila ni qué asiento ocupaba el otro, quedaban en locales tumultuosos o en concentraciones numerosas en donde el anonimato era la tónica, llegaron a viajar en varias ocasiones a la misma ciudad y en el mismo mes, pero sin saber fechas ni compartir calendarios. Sabían que, probablemente y en más de una ocasión, sus miradas debían haberse cruzado, que sus cuerpos debían haberse rozado, e incluso, era muy probable que hubieran intercambiado algún gracias, más de un por favor o, simplemente, se habían pedido la hora.


Cuando a él le operaron, ella se encargó de que cada día le despertara un motorista portando una rosa; y cuando a ella el trabajo le agobiaba, un repartidor aparecía en su despacho con comida japonesa, pizza o chino y una nota: “No te quedes sin comer. Te quiero”.


Nunca contaron nada a nadie, así que los amigos se preguntaban por qué ese rechazo a tener pareja, por qué esa indiferencia ante personas que mostraban un auténtico interés por mantener una relación, y lo interpretaban como una negativa a rehacer sus vidas cuando, y eso sólo lo sabían ellos, nunca antes su vida tuvo tanto sentido.


Con los años, una diabetes le fue robando la vista, pero nada le dijo a él convencida de que la inquietud que le iba a causar no compensaba el alivio que él podía transmitirle, así que utilizaba a su sobrina favorita para que le leyera y escribiera los mensajes, no sin antes aleccionarla sobre la necesidad de guardar el secreto y de darle órdenes precisas para que, si algo le pasaba, mantuviera el contacto abierto. ¿Cómo iba a dejarlo solo?


Lo mismo pensó él cuando le diagnosticaron aquel tumor que ponía fecha de caducidad a su vida y, con el mismo pensamiento, eligió al único sobrino con el que la empatía no hacía falta dar demasiadas explicaciones, y como si se hubieran puesto de acuerdo, dio las mismas pautas sobre qué hacer tras su muerte.


No sé muy bien si fue por esas cosas de la vida o por esas cosas de la muerte, pero lo cierto es que el mismo día que el cáncer ganó la batalla, ella no vio la guagua que le asestaba un golpe mortal al cruzar la calle al salir de casa.


Sus esquelas, por obra y gracia de un teclista del rotativo local, coincidieron en la misma página, una junto a la otra, mientras que sus cuerpos ocupaban salas contiguas en el tanatorio y fueron incinerados en el mismo horno.


Fue por eso que cuando el sobrino regresaba de enviar el sms de buenas noches, se cruzó en la cafetería con la sobrina, que se disponía a contestarlo.


Incompresiblemente, ellos que nunca se habían visto, se vieron; y ellos, que nunca hablaban con extraños, se hablaron; y ellos, que nunca se habían enamorado, cayeron rendidos ante la mirada dulce del otro; y aunque le pusieron el nombre del tío a su primogénito y el nombre de su tía a la niña, el único secreto que se guardaron fue el de los tiernos mensajes que durante el resto de sus vidas siguieron mandándose sin saber que el amor les había llegado incluso antes de conocerse.