jueves, 29 de diciembre de 2011

lunes, 26 de diciembre de 2011

Sin llamar

Como cada sábado, desperté sin que el agudo pitido del contestador me golpeara los tímpanos. Como cada sábado, tardé varios segundos en abrir los ojos y otros muchos en recuperar el control sobre el cerebro, que se activó con el eco del último sueño que, como casi todos, carecía de todo sentido. Comprobé también que mi mujer, como cada sábado, ya se había levantado. Superada esta reiniciación al mundo real, traté de organizar el día en la agenda mental: Ducha, desayuno, contestar e-mails y ayudar a preparar la cena de Navidad, ya que nos reuníamos en casa un grupo importante de personas entre amigos y familiares. Con eso y poco más, el día no dejaba paso a demasiadas sorpresas, ya que hasta finalizar la cena, no tendría demasiado tiempo para descansar y relajarme. Mientras sacudía el brazo izquierdo en posición vertical pues presentaba síntomas de haberse quedado dormido por una posición inadecuada durante la noche, pensé también en que el domingo me tocaría preparar parte de la comida de Navidad y, por la tarde, un zafarrancho de limpieza, por lo que el relax total no llegaría hasta la noche, "así que el lunes", pensé, "tendré tiempo para hacer lo que me queda pendiente de la semana", he hice un breve repaso de todas esas cosas para que no se me olvidaran.

Organizado ya, miré las manecillas del reloj para comprobar que eran las diez y veinte de la mañana, y en un mismo gesto me destapé y me senté en la cama.

Fue en ese instante cuando percibí su presencia. No veía a nadie pero había alguien. Miré hacia un lado y hacia otro, pero la habitación permanecía vacía. También me percaté de pronto del silencio de la casa. Lo normal, un 24 por la mañana, era que mi mujer, más madrugadora que yo, y que mis hijos, más dormilones pero  dispuestos a enfrentarse a sus labores correspondientes temprano para encontrarse con los amigos antes de cenar, hubieran convertido la cocina en un territorio de guerra, de idas y venidas. Pero lo único que se podía sentir era una fuerte presencia, omnipresente. Volví a mirar el reloj y, justo cuando marcaba las diez con veintiún minutos y doce segundos, oí decir: "Es la hora".

La espalda y la cabeza cayeron sobre el colchón. Quizá pude haber sentido un ligero pinchazo en el corazón en el momento de escuchar la frase, pero ahora ya no sentía nada. En cambio, la presencia se hizo visible.

Es difícil de explicar lo que vi. Podría definirla como una sombra, pero casi una nube, ya que sin ser blanca proyectaba claridad, lo que dejaba ver unas manchas oscuras que, sin ser negras daban sensación de sombra. La percepción no era de volumen, sino de espacio. Quiero decir que no se veía desde fuera, sino desde dentro. No había ojos, pero tampoco los tenía yo, que ya no estaba sobre la cama ni sobre nada, y sin hacer movimiento alguno tenía la sensación de desplazamiento.

“¿Qué ha pasado?”, pregunté sin tener boca para hacerla.
“¿No lo sabes? Llevo 10.000 años escuchando la misma pregunta, sabiendo que ya lo saben”, escuché sin tener oídos con los que oír.
“Sigo soñando”, afirmé.
“Sí, eso es también los que dicen quienes fallecen recién levantados de la cama”, me dijo.

¿Fallecen? Pensé. Sigo dormido, pero no sé por qué este sueño tan raro.

“Pero qué les pasa a todos. Ya estamos con la negación de la evidencia. Es obvio que ya no estás en el plano en el que te has estado moviendo estos últimos años, exactamente los últimos 52 años, 285 días y 21,14 horas. Cuanto te adaptes, mejor. Antes evolucionarás y podrás seguir avanzando”.

“Yo no he dicho nada”, pensé, “así que si soy yo quien me contesto a lo que pienso, es obvio que estoy dormido”.

“Lo obvio”, dijo la voz, “es que no tienes boca ni oídos ni pies ni nada de nada, pero en cambio hablas, oyes y te desplazas, así que tendrás que asumir que no existen los secretos ni los pensamientos, lo único que existe eres tú. Si eres limpio de espíritu, transmitirás siempre cosas limpias, pero si no lo eres, pues todo aquello que pienses, desees, quieras o no, forma parte del todo”.
“Pero qué quieres decir, ¿estoy muerto?”
“Escucha bien”, dijo la voz, “eso de la muerte es un término que obviamente no se corresponde con nada. Lo que en tu plano anterior considerabas muerte, qué era. Si te referías a dejar se existir, la realidad es que estás aquí, luego existes, pero si es a que no vas a estar más en las acciones que convertiste en habituales, pues sí, no vas a seguir con ello".
“A ver si lo entiendo”, dije yo. “Hace unos minutos estaba preparándome para festejar la Navidad, ¿Y ahora estoy muerto?”
“La paciencia es una virtud que necesariamente se adquiere después de ayudar a tantas personas a pasar este proceso de madurez, así que trata de escucharme bien para que mi esfuerzo tenga sentido. Aquí no hay tiempo. ¿Para qué? En tu otra etapa el tiempo era importante porque marcaba tu vida. Marcaba el tiempo que te quedaba y el que ya habías tenido. Aquí tu percepción es que ha pasado un tiempo porque tienes esa concepción en cuanto a la conversación. Pero si te dijera que cada pensamiento tardas un año en construirlo, o que cada duda yo la resuelvo en tres meses, o que realmente ese día que tú identificas como el de tu muerte hubiera pasado hace mil años… No existe el tiempo porque lo tienes todo. No hay límite en el futuro, y por tanto no importa cuándo empezaste este proceso, y lo único de define los momentos son esos procesos. Cuando estés preparado pasarás a otra etapa, que será tan infinita en el tiempo como esta”.

La cosa se complicaba mucho. Quizá entendía lo que me decía, pero no podía ser. Todo este rollo del tiempo y de los procesos a mí me daban igual. Las preguntas para las que yo necesitaba respuestas eran más sencillas. ¿Estoy muerto? Si es así, ¿cómo no tuve tiempo de despedirme de mi familia?¿Por qué no me permitió quien sea, terminar las cosas que estaba haciendo?¿Tendré oportunidad de ayudarles, de verlos?¿Se acordarán de mí?...

Estaba en estos pensamientos cuando la voz me interrumpió:

        “Veo que no has entendido nada, ni en tu etapa anterior ni en esta. En cuanto a todas esas preguntas que te haces, es de suponer que ya tienes mimbres suficientes como para contestarlas. La muerte de la que hablas no existe en este plano, y en el anterior, depende del sentido que le dieras. Hubo quien se acercó más y quien todavía anda buscando algo que le ayude a pasar este proceso. Toda tu vida anterior fue para despedirte de tu familia, de tus amigos y de toda aquella persona de la que quisiste despedirte, o a caso no eras consciente de que cada día y cada hora podía ser la última que tuvieras con ellas. Como entenderás, nada de lo que hacías tenía más importancia que el ayudarte a evolucionar. Da lo mismo lo que hayas o no terminado. En lo único que aciertan todos y todas cuando llegan a este plano es que su tiempo se acabó, pero curiosamente, no entienden la importancia de eso, de que el tiempo ya se ha acabado. Te lo expliqué ya. No hay tiempo, sólo proceso. Será más fácil asumirlo si lo trabajaste anteriormente, pero si no, la evolución será más compleja. Del resto de las preguntas, como entenderás durante la evolución, no son más que reminiscencias de tu estado humano. Se acordarán tanto como hayas sido capaz de compartir con ellos, y tiempo de ayudarles has tenido y en lo que les has transmitido y enseñado seguirás ayudándoles, como te ayudaron a ti tantos después de dejar esa etapa que tú llamas vida”.

        “Y entonces”, volví a pensar, “esto es el cielo”.

        “No, o sí”, dijo la voz. “realmente esto es lo que hay. Aquí estarás en donde tienes que estar por méritos propios. Lo que tú entiendes por cielo o infierno te lo crearás tú. Cuanto más te empeñes en encerrarte en ti, en evitar tu proceso agarrándote a una vida que ya no es tuya, en guardar rencor por ello, en lamentar y envidiar la evolución de las almas que crecen, te encontrarás más cerca de tu infierno. Por el contrario, cuanto más evoluciones y aprendas, más cerca de tu cielo.
        “Y Dios, ¿existe?”, dije.
        “Y si existiera, ¿estarías preparado para llegar a esa verdad absoluta? Pues tendrás que evolucionar para saberlo”

martes, 20 de diciembre de 2011

Invierno

Me gusta el primer día de invierno. Ese cielo sin cielo, esas nubes de plomo, esa lluvia que augura chaparrones que no llegan, ese frío que cubre la piel y los huesos...

Sí, me gusta ese primer día. Parece triste, pero es anuncio de cambio, es la prueba de que la naturaleza no se ha olvidado de cambiar, de que la vida sigue.

El segundo día es diferente. Ya es antipático. Incómodo. Previsible. Pero el primero es sólo frío, húmedo y diferente.

Si fuéramos más humanos, entre nuestros derechos debería estar el de paralizar el mundo (nuestro mundo) ese día. Por ley deberíamos quedarnos en la cama. Abrigaditos/as. Acompañados/as. Acurrucados/as. Debería estar prohibido levantarse incluso para comer. Ese primer día sólo se permitiría abrazarse y frotarse. Sólo los que el frío de ese día sorprendiera solos, sólo ellos y ellas, tendrían un permiso especial para buscar calor en un cuerpo a cuerpo. Por ejemplo, ese día, se podría poner un pañuelo en las ventanas de las casas con un único habitante, y así, otros "solos" o "solas" sabrían que ese día hay hueco libre en cama ajena para hacerla propia o cama propia para hacerla ajena.

Estoy convencido de que afrontaríamos el invierno de otra manera si actuáramos así, y hasta podríamos sentirnos más próximos.

Propongo, pues, una recogida de firmas para llevar la iniciativa al Parlamento para que obtenga rango de Ley, pero será mejor que lo haga en verano. Hoy no apetece salir de la cama.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Paso

Mangas

La primera vez que nos cruzó la vida ella estaba buceando entre cientos de cómics japoneses en busca de no sé qué manga de colección con el que, por lo visto, Katsuhiro Otomo había roto las reticencias del cine para reconocer el valor de los garabatos japoneses y trasladarlos al celuloide.

Por entonces yo nada sabía de esto, pero su pasión al oírla hablar con el dependiente y mi irresistible atracción por ella me hicieron un asiduo de una tienda de coleccionistas que ella nunca más pisó, al menos que yo supiera.

Casi no la recordaba cuando, en un curso de repostería, justo en el momento en que el cocinero jefe se proponía rellenar una milhoja con una manga llena de crema pastelera, como por arte de magia ella apareció interrumpiendo la clase y, de nuevo, mi vida. Con un aspecto más formal que con el que yo la recordaba, se había dirigido al profesor mostrando la misma pasión en la conversación que buscando el cómic y provocando la misma irresistible atracción por mi parte.

Me matriculé en todos los cursos de cocina que dieron ese año, y si bien aprendía a elaborar platos exquisitos, no volví a verla por allí.

Tuve que esperar a que llegara el Carnaval para volver a coincidir con ella.

Como cada año, una costurera me elaboraba un modesto disfraz acorde con el tema elegido para las carnestolendas. En esta ocasión se trataba de personajes literarios. Después de mucho pensarlo, opté por usurpar la personalidad del Capitán Nemo. Tras varias visitas a la costurera, fue precisamente el día en que me probaba las mangas de la chaqueta cuando ella entró en el taller y, de nuevo, en mi vida.

Por supuesto que no se acordaba de mí, porqué iba a acordarse si nunca habíamos hablado. En cambio ella seguía igual de bella, igual de apasionada y bastante más distendida que la última vez que la había visto.

Estuve apunto de decirle algo, de invitarla a una cerveza, de proponerle una cita, pero un Nemo sin mangas en la chaqueta carece también de valor y, de la misma forma que llegó, volvió a desaparecer entre cortes a medida.

Como era de esperar, la siguiente vez que la vi no la esperaba, y lo que es mejor: todo lo que ocurrió fue inesperado.

Era un noviembre desapacible, probablemente uno de esos días que aparecen en las estadísticas locales como el peor de los últimos mil años. El viento castigaba los oídos y las olas, una playa deshabitada. Allí estaba yo perdido en mis pensamientos cuando se dio un extraño fenómeno natural. Del agua comenzó a subir una gruesa columna de agua hacia el cielo. Casi parecía imposible lo que veía. Me froté los ojos pensando que quizá se trataba de un efecto óptico, pero cuando más concentrado estaba, una voz me dijo:

-”Se llama manga. Se produce como consecuencia de un torbellino atmosférico. Es un fenómeno muy raro, especialmente en estas latitudes”.
No tuve que mirar. Supe enseguida que se trataba de ella. ¿Cómo? No lo sé, pero estaba seguro. No quise mirar, pero ella siguió hablando. Dijo tantas cosas y puso tanta vida en ello, que no quise interrupirla.

-”Es normal”, dijo en un momento, “que no te acuerdes de mí. Hemos coincidido tres veces, pero no tenías por qué saberlo”.

-”Lo sé”, contesté, “La primera vez buscaba cómics mangas, la segunda estaba aprendiendo a manejar la manga en la repostería y, la tercera vez, estuve a punto de llamarte, pero me estaba probando las mangas de un disfraz, y ahora, ésta”.

Se puso de puntillas, se apoyó ligeramente a mis hombros y me besó.

-”Ya sabes como convocarme a tu lado”, dijo antes de desaparecer como desaparecía la manga sobre el mar.

Tardé más de lo esperado en atar cabos. No comprendí lo que quiso decirme y cuando lo comprendí me pareció una idea tan estúpida que me negué a creerla.

Pasaron los días sin que la idea se me fuera de la cabeza. Existía una forma de convocarla junto a mí, pero no era lógica. Así estuve dando vueltas a la cabeza hasta que, en un mercado agrícola, encontré mangas. Compré varias con el propósito de comprobar la estúpida teoría y comprobé que no aparecía ella en ningún lado.

Decepcionado me fui a casa, preparé algo de comer y justo en el momento en que me disponía a pelar la manga, el timbre de la puerta sonó. Dejé la fruta, me limpié las manos y al abrir allí estaba ella.

-”Has tardado en comprenderlo. No siempre lo que nos une tiene que ser lógico”, me dijo. “¿Vas a dejarme pasar o tendré que esperar aquí a que te la comas?”

Y la verdad es que no entiendo nada, pero desde entonces tengo siempre la nevera llena de mangas, me hago las camisas a medida, práctico la repostería con asiduidad ha crecido mi afición por el cómic nipón y hasta sonrío cuando alguien me hace un corte de manga.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Frente al mar

Sentada frente al mar hacía memoria de los años con su primer matrimonio. Realmente no recordaba haber sido especialmente infeliz, pero hasta hacía pocos meses no había comprendido todo lo que ese tiempo había supuesto para ella.

Él era un tipo casi normal. No era una lumbrera, pero sí inteligente; no contaba con una belleza irresistible, pero sí con un atractivo especial; no era carne de gimnasio, pero tampoco de bar; no era el más gracioso, pero sí que tenía un peculiar sentido del humor que, una vez que se cogía, aumentaba la admiración por su inteligencia, lo hacía más atractivo y lo convertía en la persona ideal para tomar una copa.

Si de algo se le podía “acusar” (así, entre comillas), era de no ser especialmente expresivo. En los seis años de matrimonio quizá sólo le dijo que le quería en sus aniversarios, tras el nacimiento de su único hijo y cada noche antes de dormirse.

A la hora de hacer el amor casi era imposible arrancarle un gesto o un sonrisa, de hecho nunca lo vio siquiera parpadear.

En tres ocasiones reconoció lo guapa que estaba. En tres ocasiones que recordara durante casi media década.

De alguna manera fue su principal argumento cuando rompió la relación: “Necesito a alguien que me diga que me quiere, que me hable de amor, que me haga sentir querida”, le dijo, pero ni siquiera ahí mostró tener más sangre en las venas de la que podría tener en la camisa.

Había conocido a un chico que no hacía más que decirle lo guapa que era, lo inteligente que era, lo apasionada que era, y todo lo que la quería, y con las cosas así no había comparación posible, tenía que dejarlo. Ella necesitaba alguien mucho más entregado, que se diera cuenta de que ella estaba y era mucho más.

Diez meses después las cosas habían cambiado. Seguía con aquel chico, y aunque el discurso era el mismo descubrió que ya dudaba del contenido.

Le decía que la quería una docena de veces al día, pero nunca llegaba temprano a casa por estar un ratito más con ella; y aunque mostraba una pasión desmedida en la cama, le faltaba tiempo para levantarse a comer algo frente al televisor; cierto es que no había día que no reconociera lo guapa que se ponía al salir de casa, pero no tenía problema en mirar y comentar lo guapas que iban otras mujeres, incluso los días más especiales entre ellos.

Ahora, frente al mar, el lectura sobre su primer marido no era igual que hace unos meses cuando lo dejó. Cierto es que no le decía te quiero a menudo, pero ahora reconocía que la abrazaba en cada momento que tenía oportunidad; y si bien no le dijo mucho lo guapa que estaba, nunca miró a otra mujer ni hizo comentario alguno sobre nadie que no fuera ella, incluso cuando en las reuniones de amigos discutían sobre bellezas de cine él insistía en que ninguna con su mujer; y si era cierto que mantenía un brutal silencio tras el sexo, no lo era menos que transmitía con sus abrazos una ternura que ahora echaba de menos.

Frente al mar no se arrepentía tanto de haberle dejado como de no haber sabido interpretar las señales, de entender tarde los signos que le había dibujado, de reconocer la grandeza sólo cuando la hubo perdido.

jueves, 1 de diciembre de 2011

lunes, 21 de noviembre de 2011

El desconocido

Fue por pura casualidad una noche de lluvia. Ninguno había previsto el aguacero y ambos coincidieron de madrugada bajo la misma marquesina de una cafetería cerrada desde hacía horas. Él venía de una de esas salidas que haces más por no quedarte en casa que por vocación, ella, regresaba de la boda de una de esas primas que se presenta como a una hermana pero a la que te une tanto como con cualquier ex compañera escolar.

- “Qué pena que no esté abierto para tomar un café”, dijo él sin más intención.
- “Yo no tomo café”, respondió ella por educación y no por ganas sin mirarlo siquiera.
- “Eso está bien, pero cualquier cosa caliente apetece ahora”, insistió, aunque ella sólo sonrió con la mirada fija en el final de la calle.

Lo que parecía una simple lluvia se iba convirtiendo en tormenta, y el cielo parecía no tener ninguna intención de darles una tregua para que sus destinos se separaran.

- “No me lo puedo creer”, pensó ella, “con lo cansada que estoy, harta de estos tacones, el frío que hace y ahora este tío queriendo ligar conmigo”.

Sacó el móvil para pedir un taxi y se sorprendió al ver que no tenía batería. Trató varias veces de encenderlo sin éxito.

- “Si te sabes el teléfono puedes usar el mío”, le dijo él. “Tienes cara de querer llegar a casa cuanto antes. A mí, en cambio, me gusta ver llover. No sé, me relaja”.
- “Este tío es tonto”, pensó ella, pero respondió: “Sí, gracias. Es para llamar un taxi”.

Él sacó la mano del bolsillo y le extendió el brazo con el móvil en la palma. Ella se lo arrebató con tanta rapidez que hasta él se asustó, pero no dijo nada.

- “No funciona, no hay cobertura”, exclamó ella mostrando aún más enojo.
- “Qué cosa más rara. ¿Me permites?”, y volvió a alargar la mano para recoger el móvil, que ella soltó sin mirarle siquiera a la cara convencida de que lo mejor era mantener la distancia.

Tras ver la pantalla, apretar algunos botones y apagar y encender el teléfono, resolvió que no había nada que hacer.

- “Será algún problema con la lluvia”, señaló en voz alta. “Esta es una zona céntrica de la ciudad y debe tener cobertura”.

Ella no dijo nada, pero volvió a pensar que si tenía que estar mucho tiempo allí, le iba a dar algo. Pensó también en cómo había ido la noche, en lo guapa y lo feliz que se veía a la novia. Sin duda estaba enamorada.

Eso le llevó a pensar en las oportunidades que había tenido de casarse, pero realmente no lo sabía. A menudo se preguntaba si había estado enamorada de verdad de los chicos con los que había mantenido una relación, y la respuesta siempre era que no.

En verdad ella sólo se había sentido enamorada una vez. Curiosamente de un compañero del instituto, quizá algo mayor que ella, pero siempre encantador y guapísimo. En los tres años que coincidieron en el centro, sólo cruzaron tres frases, pero estaba convencida de que aquél tenía que haber sido el hombre de su vida. Estaba tan convencida de ello que no podía evitar comparar a todas sus parejas con aquel muchacho.

- “Después de tantos años”, pensó, “todavía sería capaz hasta de reconocer su voz, su olor, su mirada... En cambio él, no creo que ni supiera que existía”.

Perdida estaba en esos pensamientos cuando su compañero de marquesina la trajo al mundo al grito de: “Mira, por ahí va un taxi. Te lo voy a parar”. Y salió corriendo bajo la lluvia para detener el vehículo, que tuvo que dar vuelta en la misma calle para ponerse del lado de la acera en el que el hombre estaba.

Mientras el taxista realizaba la operación, él regresó a la marquesina para cubrir a ella con su chaqueta y evitar que se mojara. Ella lo agradeció, pero no dijo nada, de hecho sólo estaba pendiente de que el taxi no se fuera. Tras verlo parar, su primer pensamiento fue desear que el individuo que tantas atenciones parecía tener no pretendiera compartir el coche.

- “Seguro que es uno de esos pesados que sólo quieren echarte un polvo”, se dijo.

Poco más pudo pensar porque llegaron al taxi, él le abrió la puerta y, mientras ella se acomodaba le dijo:

- “Adiós Marta, me ha encantado verte de nuevo”.

Ella recordó que en ningún momento había dicho su nombre, y fue en el instante en que la puerta se cerraba cuando, por primera vez en los 25 minutos bajo la lluvia que habían estado juntos, lo miraba a la cara. Y lo reconoció. Allí estaba él, el único hombre del que estaba segura haberse enamorado, apurando el paso bajo la lluvia, tratando de ponerse la chaqueta con la que le había cubierto mientras el taxi comenzaba su marcha en otra dirección.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Dos no se engañan si uno no quiere

 He de reconocer que él fue sincero, al menos conmigo, cuando nos conocimos. Nunca ocultó que tenía una novia, pero nunca la presentó a sus amigos ni amigas. Yo era una chica más que militaba en la barra de uno de esos locales que que congregan a gente desconocida pero que hace que todos nos conozcamos. Y sí, también tenía pareja, aunque a todas luces era evidente que aquella relación no tenía ningún sentido.

En esas circunstancias no fue difícil que me fijara en otro hombre que se dejaba querer sin necesidad de decir nada. Quizá la forma en que miraba o quizá fuera su risa al otro lado de la barra, lo cierto es que una noche el grupo con el que él estaba y en el que estaba yo, decidieron unir fuerzas para acabar con todas las cervezas de la ciudad.

El empeño fue imposible. Al amanecer sólo quedábamos unos pocos, el resto del pelotón había muerto o desaparecido en combate. Unos fueron a por tabaco y ya no volvieron, otras utilizaron el truco del servicio en conjunto para huir en un taxi, los menos se rindieron cuando el proceso de consumo de cerveza se invirtió y pasó de dentro a fuera, incluyendo en esta alteración temporal toda la cena y parte de la comida.

Sólo aquel hombre y yo parecía que habíamos sobrevivido sólo con heridas superficiales.

Como era un caballero me llevó a casa en su deportivo de dos plazas. Al llegar al portal debí bajarme, pero preferí abrir otra puerta que él aprovechó. Así que allí mismo comprobamos con las manos lo que la vista nos había transmitido. Ninguno de los dos dio explicaciones porque ninguno de los dos las pidió.

Aquello para mí fue la confirmación de que la relación con mi pareja ya era pasado, y al día siguiente quedó claro en una de esas conversaciones donde nada de lo que se dice es nuevo pero ya es tarde para remediarlo. Sé que él lo pasó mal y que necesitó algo de tiempo para asumirlo, aunque estoy segura de que él también sabía que las oportunidades se habían acabado para nosotros.

Claro que mi libertad me permitió ir más veces al local de encuentro y salir sin tener que dar explicaciones y vivir un poco mi vida, pero la realidad es que mi atención siempre estuvo en saber si el deportivo pasaba o aparcaba en la puerta de aquel bar.

Lo cierto es que el biplaza también pasaba más de lo habitual por allí, y que el coche terminó pareciéndome tan mío como suyo de las veces que subí y compartí abrazos, besos y algunas cosas más. Yo no le pedí nada, al menos de palabra, pero era evidente que aquel sentimiento crecía entre los dos, así que un día él me anunció su ruptura y, aunque supuse que había sido un duro paso, lo cierto es que me alegré en el alma.

Esa noche dormimos juntos en casa por primera vez, y así lo hicimos durante casi un mes. Después, aunque ya tenía cosas en los cajones y en el armario, me pidió algo de tiempo. "Todo ha sido demasiado rápido", me dijo, "no he tenido tiempo de asimilar la ruptura y, aunque estoy muy bien contigo, no puedo estar tanto como yo quisiera".

Así salió de casa, pero no de mi vida. Entre llamadas y sms diciéndome que me quería, que le diera tiempo, que todo estaría en su sitio en breve, pasé varias semanas con el corazón en una sala de cuidados intensivos. En ese tiempo nos vimos unas cuantas veces, siempre de noche y tarde. El fútbol, el trabajo, el padre que le pedía favores...
Nadie como yo valoraba ese esfuerzo por verme y pasar un ratito conmigo, nadie como yo sentía esa angustia que él sufría sin saber dónde debía estar, nadie como yo lo esperaba.

Una tarde, en el bar donde nos descubrimos, algunos de sus amigos hicieron varios comentarios respecto a por qué no venía tanto por la zona. "Cuando la novia volvió de vacaciones", dijeron, "limpiando el coche se encontró con cosas de mujeres debajo del asiento, y un montón de pelos castaños en el asiento del copiloto cuando ella es morena de pelo corto".

Por un momento creí morirme.

-"A pero no lo había dejado", pregunté como si la cosa no fuera conmigo.
-"Qué va", me dijeron. "Ese nunca la va a dejar. Si el coche es de ella, trabaja con ella, casi vive con ella y lo que es peor, su suegra le adora y su madre está loca por que se case".

No lo entendí o no quise entenderlo. Supuse que todo eso era un error porque ellos no sabían la verdad. Salí del bar y lo llamé. No cogió el teléfono. Insistí, mandé mensajes, varios correos, pero no supe nada de él hasta casi la media noche.

-"Qué pasó, cari. Acabo de ver una llamada perdida. Es que se me quedó el teléfono en el coche", me dijo.
-"Dime la verdad: ¿Sigues con ella?", le dije sin rodeos.
-"Yo... ¿Ella?¿Quién es ella?", respondió.
-"Con tu novia. Hoy estaba en el bar y tus amigos me contaron que se había ido de vacaciones justo durante el tiempo que estuviste quedándote en mi casa, y que tu madre está haciendo planes de boda y qué se yo cuantas cosas".
-"Que no, que no, que ellos no saben nada de que lo había dejado. No quiero decírselo para que no piensen nada raro con nosotros".
-"Y qué tiene de raro lo nuestro", dije enfadada. "Es normal que un hombre y una mujer se quieran, no sé que le ves de raro".
-"No, no quiero decir eso", intentó decir tranquilo. "Ellos no lo entenderían".
-"No entenderían qué. Dime qué es lo que no entenderían si son tus amigos".
-"Cari, te pedí un tiempo para pensar y esto no me ayuda", afirmó ya algo nervioso.
-"Joder", dije exasperada. "Para pensar, no para estar con otra, que además es la misma. Esto es muy sencillo: ¿Estás o no estás con ella?"
-"No, no estoy", dijo, "pero la verdad es que ahora mismo ya no sé que pensar de ti si te vas a creer todo lo que dicen".

Ahí me gano la mano. No supe que decir más que "lo siento, como las fechas coincidían y las cosas que decían tenían sentido yo..."

Él ya no añadió nada, salvo una despedida y un "hablamos mañana más tranquilos".

No dormí esa noche. Ciertamente tenía que haber esperado para hablarlo todo cara a cara y no haberme comportado como una histérica. Me arrepentía de cómo había actuado.

Al día siguiente llamé para disculparme. Lo noté distante y algo frío. Él lo achacó al trabajo. Por la noche el encuentro fue muy distinto. Vino a buscarme en coche, pero prefirió aparcarlo para dar un paseo y relajarnos. Cenamos algo ligero y nos fuimos a casa. Él se quedó a dormir y yo, más tranquila.

Se levantó casi de amanecida. "Tengo que preparar unos papeles antes de que habrá la oficina", fue su justificación. Ya desvelada me dio tiempo a prepararme y decidí desayunar fuera de casa, algo caliente pero que no tuviera que cocinar yo: Unos huevos revueltos, unos crepes, un batido de frutas naturales...

En ello estaba cuando vi aparcar un deportivo igual que el de él en la acera de enfrente. Miré y sí, era él. Así saqué el móvil para decirle que viniera a desayunar cuando vi a una mujer subirse al coche y les vi besarse. Él sonreía.

Aún así lo llamé. Le vi coger el teléfono y le oí colgar. Por un momento pensé salir a la calle y decirle a aquella muchacha que yo no conocía, dónde había dormido su novio, pero no pude. Allí mismo vomité todo lo que había desayunado y me eché a llorar ante la mirada atónita de los camareros. Afortunadamente era demasiado temprano para que el local tuviera clientes.

No paré de llorar en todo el día. En el trabajo dije que estaba padeciendo fuertes dolores debido a la menstruación. Me dieron permiso para irme a casa.

Todavía no había llegado a casa cuando recibí una llamada suya.

-"¿Me llamaste? Es que estaba reunido con el jefe..."
-"¿Qué jefe ni que niño muerto?", le corté. "Mierda, que hoy te vi con ella, que te vi recogerla y besarla, tio, que estaba desayunando enfrente de su casa, supongo, y te vi".

Mantuvo silencio unos segundos y dijo:

-"Mira, tuve que ir a buscarla porque se le rompió el coche y me pidió el favor, y que hayamos roto no significa que tenga que dejarla en la estacada".
-"No me jodas, no puede coger un taxi".
-"Sí, claro que puede coger un taxi, pero es que tenía mucha prisa y yo tenía que salir cuando llamó".
-"¿Pero si me dijiste que tenías que dejar hechas cosas para antes que abriera la oficina?"
-"Sí, sí, pero al llegar al despacho tenía un papel del jefe encima de mi mesa diciendo que el trabajo estaba anulado y que no hiciera nada. Por eso salí de la oficina a buscarla".

No entendía nada. Quizá me mintiera o quizá sólo era un cúmulo de coincidencias. No supe qué decir, así que fue él quien trato de poner fin al problema diciendo:

-"Hoy estaré liado, pero busco un hueco para comer, si te parece. No, para comer no, para cenar mejor, igual tengo que comer en la oficina".

Me sentí como se sienten los boxeadores tras despertar de un nocaut. Así que asentí sin darme cuenta de que hablaba por teléfono, y hasta que él no insistió no fui capaz de decir que sí.

El día se hizo largo, muy largo, pero llegó la noche y con ella, él, la comida japonesa y unas flores.

Yo no quise sacar el tema, pero salió.

-"Tranquila", me dijo. "Si estoy aquí es por algo. Porque te quiero. Pero no puedes estar desconfiando cada día, no puedes estar obsesionada con que te engaño por una serie de casualidades. No te preocupes. Confía en mí y no te obsesiones, porque eso en lugar de unirnos nos separa".

Pensé que tenía razón y lo abracé. Le pedí perdón y por esa noche nos olvidamos del asunto.

Hace una semana, en el bar de siempre, uno de sus amigos traía consigo varias invitaciones de boda. Allí estaban hablando entre risas. Pregunté por los novios y eran ellos. Por un momento no quise comprender que aquellos nombres eran los que eran, pero a medida que las risas y los comentarios sobre la feliz pareja iban golpeando mi cabeza lo asumí. Salí a la calle maldiciéndome por haber sido tan tonta. La rabia me ardía dentro, así que aunque pensé en borrar su número de teléfono, no pude evitar llamarlo.

-"¿Cuándo pensabas decirme que te casabas?¿A qué juegas?"
-"¿Quién se va a casar?", me dijo.
-"Esto es el colmo, están ahora mismo tus amigos repartiéndose las invitaciones de boda en el bar, y tú tienes la caradura de decirme que no te vas a casar".
-"'¡Ah, eso! Ni caso. Eso son cosas de mi madre, que está con la matraquilla de que me case pero que no, que sólo les gastó una broma porque por lo visto ya las había hecho para darnos una sorpresa".
-"Pero qué me estás contando. ¿Tu madre sabe que ya no estás con ella?¿Tu madre se dedica a gastar bromas diciendo que te casas?¿Qué me estás contando? Pero ¿qué me estás contando?"
-"Tranquilízate y no empecemos. Que no, que mi madre sabe que ya no estoy con ella, pero como ella está tan ilusionada con que yo me case para tener nietos y esas cosas, está con esta tontería. Y qué quieres que haga yo si ella es feliz así, si cree que así me voy a casar. Yo no puedo estar todo el día discutiendo con mi madre. Que haga lo que le dé la gana. Yo paso y tú deberías hacer lo mismo".

A estas alturas ya no entendía nada.

-"¿Te apetece que coja una película, compre pizza y la veamos en tu casa?", dijo mientras yo seguía intentando encontrar algo de lógica a todo aquello. "Venga, voy para allá en cuanto compre la cena y pase por el videoclub".

Se despidió con un beso. Mi mano seguía temblando, pero ya no parecía ser mi mano, ni mi vida mi vida. Vivía fuera de mí, una vida que nada tenía que ver conmigo misma.

Llegué a casa, me duché y esperé en silencio y casi a oscuras. Realmente no sabía que pensar. Llegó él, cenamos (yo no) y vimos la película (tampoco la vi). Seguí fuera de mí hasta meternos en la cama. Ni siquiera recuerdo si hicimos algo o dormimos. Quizá tampoco durmiera, no lo sé.

Hoy, mientras paseaba buscando unas zapatillas para que él estuviera más cómodo en casa, he pasado por delante de una iglesia justo cuando salían los novios y el arroz llovía del cielo. Al fijarme lo distinguí allí, en el centro, vestido de chaqué y dándole el brazo a ella, que iba con un traje blanco, quizá demasiado pretencioso.

Ni me derrumbé ni perdí los nervios. Saqué el teléfono y le llamé. A pesar del barullo contestó.

-"Sí, diga".
-"Soy yo".
-"Hola. Te llamo en un ratito que ahora estoy liadísimo".
-"Ya lo veo. Estoy justo enfrente".

Miró entre la gente y tras una pausa añadió:

-"Esto no es lo que parece. Después te llamo y te explico que ahora no puedo. Estos días estaré ocupado, así que te veo en 15 días. Ya te cuento".

Y colgó.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El crucero

Aro y Ora eran hermanos, hermanos gemelos para más detalle. Nunca estuvo muy claro quién nació primero debido a que la tarde en que llegaron a la vida, decidieron hacerlo también otra decena de criaturas a la misma hora y en el mismo hospital, por lo que ni el doctor ni la enfermera tuvieron muy claro quién de los dos vio la luz antes.

Como muchos gemelos, compartían sentimientos, se entendían sin hablar y se defendían ante el mundo como si fueran uno o una solo. A pesar de ello eran tan diferentes como la piedra y el agua.

Aro era especialmente curioso, mientras que Ora era soñadora. Aro intentaba descubrir, aprender, husmear, observar y sacar conclusiones. Ora, por contra, esperaba encontrar, sabía lo que quería y cómo lo quería, deseaba las cosas antes de conocerlas. Cuanto le ocurría se resumía en “es o no es lo que quiero”.

Al cumplir los 18 años, sus padres decidieron regalarles un crucero por el Mediterráneo. Desde que dieron la noticia Aro comenzó a hacerse preguntas: “¿Tendrá piscina? ¿Cómo se dormirá en un barco?¿Me habituaré al vaivén de las olas?¿A quién conoceré?¿Cómo será la vida a bordo?...”

Ara, por su parte, comenzó a soñar con una enorme piscina, rodeada de un montón de jóvenes contemplándola y casi luchando por ella. Soñaba con paseos por la cubierta acompañada por la luna y algún chico de buen ver, cena a la luz de las velas, con un capitán al estilo de Richard Gere en Oficial y Caballero, con desembarcos en sitios exóticos donde ella iba a ser la protagonista del cuento...

Y llegó el día. El embarque tuvo lugar tal y como estaba previsto, y mientras subían a la tercera cubierta -donde se encontraba su camarote-, él trataba de memorizar cuanto veía y ella de buscar reflejos de sus sueños.

Ya en la habitación, ella echó de menos camas más amplias y suelos blancos de mármol, mientras que él probó el lecho y contempló la vista desde la barandilla de la terraza con la boca abierta aunque, de momento, sólo se podía ver el puerto.

En la primera cena, ella llegó esperando elegantes camareros tomando nota de sus preferencias, sirviendo platos por su derecha en una mesa de una docena de comensales y una decena de cubiertos. Aro, por supuesto, comprobó que se trataba de un bufé, y sin dilación tomó plato y cuchara y se dispuso a cenar sentándose en la primera mesa que encontró, advirtiendo antes a su hermana dónde se ubicaba y sobre la excelente pinta que tenía la lasaña y los cortes de solomillo.

Ora se sentó a su lado con un plato de ensalada, pero no podía salir de su asombro. Aquello no era nada parecido a lo que había soñado, y sin embargo, su hermano parecía no darse cuenta de que aquel lugar no era lo que debía esperarse.

Aro, supo enseguida lo que su hermana pensaba, y no entendió por qué no disfrutaba de la conversación con aquella gente desconocida que pretendía ser agradable, ni de las comodidades que ya se adivinaban para el viaje, ni de la excelente comida -sin límite de cantidad- de la que se estaba disfrutando.

Al llegar a la habitación, Aro no paró de comentar sobre las nuevas amistades, las actividades a las que se había apuntado para los días próximos, lo deliciosa que había estado la cena... Y comprendió que el silencio de su hermana demostraba que, una vez más, nunca iba a estar contenta con nada.

Ora, oyéndole hablar, no alcanzaba a comprender cómo su hermano no se había dado cuenta de que aquel viaje no era lo que se esperaba, que la cena se la tuvieron que servir ellos mismos, que la habitación no era la adecuada para un crucero de ensueño, que el barco presentaba, desde que partió de puerto, un ligero balanceo y que Richard Gere no estaba dentro de ninguno de los uniformes que había visto. En fin, su hermano era un conformista y le daba igual todo.

Por fin, una mañana atracaron en el mismo puerto del que diez días antes habían partido. Allí estaban sus padres esperándoles. Aro, antes incluso de darles un beso, comenzó a contar la inmensa cantidad de cosas que había aprendido, la gente que había conocido, los lugares que habían visitado, las maravillas del barco y su comida. Ora, por su parte, se limitó a hacer un listado de todos los despropósitos, desde los obvios hasta los inexistentes, aunque no advirtió que lo eran al compararlos con sus sueños.

Él, pasó varios años recordando su primer crucero, las vivencias y la gente con la que lo compartió. Ella, pasó unos pocos más lamentando haber perdido el tiempo durante aquellos diez días.

sábado, 29 de octubre de 2011

La duda


Sabía que la conocía desde el mismo momento en que apareció atravesando el pub. Yo estaba apostado en la barra y ella hizo su aparición entre risas y gestos rodeada por amigas. Cuando nuestras miradas se cruzaron me hizo un gesto con la mano y, unos instantes después llegaba hasta mí para darme dos besos y preguntarme por la vida.

-”Bueno, ya ves, como siempre”, dije intentando recordar de qué la conocía. “¿Y tú?”, añadí intentando descubrir alguna pista que me sirviera para conocer quién era.
-”Pues ya ves, con estas amigas después de cenar. Pero qué casualidad encontrarte después de tanto tiempo”.

Era evidente que hacía tiempo que no la veía, así que la pista no me sirvió de mucho. Supuse que ahí acabaría el encuentro, pero contra todo pronóstico, me presentó por mi nombre a sus compañeras de copas, añadiendo un breve resumen de mi vida lúdico-profesional.

Casi no pude concentrarme en las conversaciones pensando de qué conocía yo a aquella muchacha que tanto sabía de mí y de la que, sin embargo no recordaba ni su nombre.

Pasaron las horas y las amigas fueron retirándose con la excusa de los niños, los maridos y los quehaceres matutinos, por lo que allí, en aquel local de tenue luz azul, comencé a enamorarme de ella.

Su número de teléfono lo apunté como “desconocida”. Nos llamamos en varias ocasiones y compartimos cines y teatros. Nos prestamos libros, intercambiamos postres e hicimos juntos roscas antes de que se quedara por primera vez en mi casa.

Con “cariño”, “amor”, “cielo”, “tesoro”, “ángel”, etcétera, fui escapando sin preguntarle su nombre, siempre atento a que alguien la llamara o se refiriera a ella. Puede ser que en alguna ocasión algún conocido o conocida me preguntara por mi pareja, y que yo contestara cualquier cosa sin saber a quién se refería pero, por increíble que parezca, la verdad es que hasta el momento en que rellenó la solicitud de matrimonio no supe ni su nombre ni sus apellidos. Habían pasado tres años desde el encuentro en aquel local.

Pasaron los años, tuvimos dos hijos y una hija, nos amamos con locura antes de tenerlos y con ternura después de que vinieran al mundo. Cambiamos dos veces de casa y compartimos lo bueno y lo malo de la vida. Realmente fuimos felices.

Nuestra hija y nuestro hijo crecieron, se fueron de casa y uno se casó, otro vive solo y la niña, con su pareja. A nosotros nos dio por viajar y descubrir mundo. Vivimos como soñamos que podíamos hacerlo.

Después de más de 40 años juntos, un infarto me trajo hasta este hospital. Tras el susto decidí que si mi hora estaba cerca, tenía que despejar la única duda que tenía respecto a mi mujer, así que en un momento en el que nos quedamos solos, la miré a los ojos y le pregunté:
-”¿De qué nos conocemos?”

Ella me miró y en sólo unos segundos dos lágrimas corrieron por sus mejillas. No fui capaz de decir nada. Sólo atiné a limpiárselas con la mano. Justo en ese momento el doctor entró y ella, entre sollozos le dijo.

-”Doctor, creo que también tiene Alzheimer”.

Y aunque quise explicarme, me aumentaron el número de pastillas.

domingo, 23 de octubre de 2011

sábado, 22 de octubre de 2011

25 años


La conocí mientras estudiábamos una de esas etapas escolares que hoy ya no se recuerdan en los planes del Ministerio de Educación, aunque en aquel entonces se vendió como se vendieron todos los planes posteriores en el tiempo.

        Ambos veníamos de otro centro y ambos comenzábamos el apellido con la misma letra y, por tanto, tocaba compartir fila. Ambas cuestiones -ser nuevos en clase y sentarnos juntos- facilitaron la relación de amistad entre ambos.

        Cierto es que si a la casualidad añadimos las hormonas a los 15 años, los escotes de los 15 años, la risa fácil de los 15 años y una extraña afición a la ópera para jóvenes de 15 años, el resultado era una terrible confusión entre sentimientos y sexo.

        Pero ese flujo de sensaciones no era mutuo, o al menos yo no sentí que fluyera en dos direcciones. Así que poco a poco nuestro círculo se amplió, ella con sus nuevas amigas y yo, con los míos.

        Seguimos juntos unos años más, y pasamos de compañeros a confidentes tan fácilmente como de confidentes a amigos, pero nunca hubo nada más que alguna mirada furtiva buscando más respuestas que preguntas.

        Igual que la vida nos sentó en la misma fila, tres años más tarde nos colocó en ciudades distintas con el mismo pretexto: los estudios.

        La vida es así. Nos fuimos porque tocaba, y si en los años siguientes años nos cruzamos, la alegría no ocultaba el paso del tiempo, tanto en cuanto a la frescura de la relación como al proceso físico –y digo proceso y no deterioro porque ella cada vez parecía más hermosa. Más madura, pero más hermosa-.

        Casi sin darnos cuenta tocó la cena que nos recordaba que hacía 20 años todos habíamos dejado el colegio. Allí nos reencontramos también. Quizá el volver a rodearnos de antiguos compañeros y compañeras nos despertó cierta nostalgia del tiempo en que fuimos más confidentes que amigos, y aunque no era el momento para contar mucho, sí estábamos ya en la era del móvil, así que intercambiamos números, además de risas, anécdotas y un breve resumen de cómo nos había tratado la vida.

        Ya de amanecida, de regreso a casa, hice un repaso general de lo vivido y comprobé en el móvil que el teléfono de ella se había grabado. Curiosamente tomé varios números esa noche, pero sólo comprobé el suyo.

        Pasé unos días recordando el encuentro, intercambiando fotos por e-mail, pero sin ganas reales de llamarla. Yo tenía mi vida ya perfectamente organizada, y no dejaba de reconocer que aquella mujer seguía ejerciendo una cierta atracción sobre mí.

        Pero quiso el destino que me encontrara con dos entradas a la ópera y sin nadie con quien compartirlas. Me pareció una buena idea darle un toque. Sabía que se había separado hacía algo menos de un año y que si tenía alguna relación no debía ser muy estable, partiendo de lo poco que pudimos hablar en el encuentro post-escolar.

        -“Hola, que tal. ¿Cómo van las cosas?¿Sabes quién soy?”- Pregunté.
        -“¡Hombre! Qué tal tú. Andaba por llamarte, porque tengo dos entradas para la ópera y pensé que igual te apetecía acompañarme”.

        Tardé varios segundos en contestar. Si creyera en el destino estaría obligado a pensar que quiere asegurarse de que nos encontremos; claro que si creyera en la mala suerte, al decirle que yo también tenía dos entradas, quizá buscaría a otra persona.

        -“Vaya”, dije, “yo también tengo dos entradas y…”
        -“Bueno”, interrumpió ella, “otra vez será”.
        -“No, no…”, expliqué casi gritando, “por eso te llamaba, por si no tenías ningún compromiso e íbamos juntos”.
        -“Qué casualidad, ¿no? Claro que sí…”

        El resto de la conversación no sirvió más que para quedar en que me recogería –se le hacía de paso-, acordar que las entradas sobrantes serían para unos amigos míos, intercambiar algunas frases hechas y terminar la llamada con una sonrisa que hacía tiempo había perdido.

        Y llegó el día. Yo elegí chaqueta, camisa y vaquero (elegante pero informal), bajé unos minutos antes de la hora y esperé como un adolescente en su primera cita.

        Ella se retrasó unos minutos, pero llamó para advertirme.

-“Llevo todo el día corriendo. Dejé a los niños con su padre, pero ya sabes como son: si se quedan con el padre, quieren estar con la madre, pero cuando se quedan conmigo, no dejan de incordiar al padre para que vaya a buscarlos”, dijo.
        -“Tranquila. Yo estoy saliendo de casa –mentí-. Si quieres pido  un taxi y te veo en el teatro”.
        -“No, no. Estoy ahí en dos minutos. Te veo en nada”, mintió, pues se retrasó más de dos minutos, lo que me dio tiempo a repasar el guión dos o tres veces hasta que, por fin, llegó al volante de un Picasso gris metalizado.

        Nos saludamos, hablamos de sus niños y nos preguntamos por las cosas cotidianas. Tuvimos suerte al aparcar y entramos al teatro. Habíamos elegido, de los dos pares de entradas, las que nos sentaban en la decimosegunda fila, ya que las otras se situaban bastante más adelante, pero tan cerca del escenario y el foso que perderíamos acústica.

        Al apagarse las luces, ambos nos concentramos en el escenario y lo que allí sucedía. Casi me había olvidado de que ella estaba allí cuando Madama Butterfly -que ya había renunciado a su religión y había adoptado la de un teniente de la marina estadounidense por amor (“quiero compartir arrodillada los mismos ruegos”, cantaba) enfrentándose a su familia, que la rechaza por ello- comenzaba a cantar sus primeras notas del dúo “É notte serena. Guarda dorme ogni cosa”, con el que ambos contemplan la noche estrellada.

Fue en ese momento, justo antes de terminar el primer acto, cuando noté que ella lloraba.

“Bendito Puccini”, pensé, “que me permite compartir sus lágrimas. Maldito Puccini”, seguí pensando, “que sabe cómo llegarle al corazón”.

A partir de ese momento, lo mismo me dio que Pinkerton (el teniente de la marina norteamericana) abandonara a la geisha, que ella rechazara a todos los pretendientes convencida de su amor, que apareciera un hijo de la nada, que el oficial tuviera la desfachatez de aparecer con su esposa americana meses después y que la enamorada se quitase la vida con el mismo cuchillo con que su padre se había hecho el hara-kiri. ¡Qué más me daba toda esa tragedia! Ella estaba allí, a mi lado, 20 años después llorando al compás de Puccini.

Me habría gustado cogerle la mano, consolarla y decirle que la quería, que yo también la había estado esperando, que había algo en mí que siempre fue de ella, y que su sola presencia provocaba tanta paz en el alma que lo mismo me daba que el suicidio de la soprano fuera real o ficticio.

Me habría gustado, pero lo único que acerté a decirle fue: “¿Qué te pareció?”, para después intercambiar un par de impresiones técnicas sin mayor interés.

Aprovechando que tenía la noche libre de niños, nos fuimos a cenar. Compartimos una ensalada verde con una salsa de mostaza y miel y mientras ella pidió un pescado yo, que también había perdido el hambre, me conformé con unas costillas de cordero.

No tengo muy claro que fuera el vino o su sonrisa y su mirada lo que me hizo decirle que después de tanto tiempo, estar con ella no me resultaba extraño, que había gente con la que salía a menudo pero con los que no lograba diluirme.

“No me entiendas mal”, le dije. “No quiero incomodarte ni enrollarme contigo –sí, lo sé, en parte mentí- ni proponerte nada. Sólo trato de decir que es curioso que 20 años después me traigas la misma paz que te llevaste”.

Mantuvo la mirada baja unos segundos. “Yo también me alegro mucho de que nos hayamos vuelto a encontrar”, dijo al levantarla.

No hubo ni postre ni más palabras que las necesarias para pedir la cuenta y pagarla, no sin una pequeña discusión sobre el modo de pago que terminé ganando yo al advertir a la camarera que ella no dejaba nunca propina.

-“Me dejarás que te invite a una copa entonces”, me propuso ella.
-“Y hasta a dos”, contesté. “Con lo que me ha salido la cena…”, bromeé.

No habíamos dado más que unos pocos pasos en la calle cuando noté que sus dedos se enlazaban con los míos y mientras con la mano libre me tomaba del mismo brazo y apoyaba su cabeza, dijo: “Yo también me siento muy bien contigo. Antes y ahora”.

Hasta ese momento, la levitación me había parecido un curioso truco de magos sin mucha imaginación, pero gracias a que ella me tomaba del brazo, no despegué más de 10 o 12 centímetros del suelo.

Tomamos las dos copas anunciadas y otra más. Nos pusimos al día con nuestras vidas, explicamos lo que fue, lo que pudo ser y lo que no era. Me explicó su relación con sus hijos, con el padre de estos y cómo le había afectado la situación. Nos confesamos los pensamientos que nunca nos habíamos contado cuando compartíamos fila y lo que sentimos el día en que nos volvimos a ver en el encuentro de antiguos alumnos. “Al llegar a casa”, me dijo, “comprobé que tu número de teléfono estaba grabado”. Me habría gustado decirle que yo hice lo mismo, pero preferí callarme.

Esa noche, después de una veintena de años, no tuvimos que despedirnos. Se quedó en casa. Nada puedo decir que explique los sentimientos que también se quedaron en casa esa noche. No hubo sexo, esa noche no, pero sí abrazos y reencuentros, no con ella, a la que había reencontrado hacía unas cuantas semanas, sino reencuentro con mis sentimientos, con la fe, con la confianza, con el bien, con los sueños…

Por una noche fuimos Adán y Eva, el alfa y la omega, fuimos únicos y fuimos todos, por una noche fuimos mucho más de lo que pudimos ser en toda nuestra vida. Y no sólo nos reencontramos con los niños que fuimos y los adultos que somos, también nos reconocimos como lo que queríamos ser. Y allí estábamos los dos, cuerpo a cuerpo, mano a mano, labio a labio…

Hace pocos días recibí el correo que me convoca al nuevo encuentro de antiguos alumnos para celebrar que hace 25 años que dejamos el colegio. El e-mail me recuerda también que hace cinco años mi vida cambió. Hoy duermo todos los días con mi antigua compañera, pero también compartimos la vida, el tiempo libre, los proyectos y, como no, el gusto por la ópera.

Somos felices. No cómodamente felices sino realmente felices. Y alguna vez lo hemos hablado: quizá, si hubiéramos intentado esto cuando íbamos al colegio, hoy no estaríamos aquí. Y bendigo cada curva del camino que me llevó hasta ella y cada recta del atajo que la trajo hasta mí.