viernes, 2 de diciembre de 2011

Frente al mar

Sentada frente al mar hacía memoria de los años con su primer matrimonio. Realmente no recordaba haber sido especialmente infeliz, pero hasta hacía pocos meses no había comprendido todo lo que ese tiempo había supuesto para ella.

Él era un tipo casi normal. No era una lumbrera, pero sí inteligente; no contaba con una belleza irresistible, pero sí con un atractivo especial; no era carne de gimnasio, pero tampoco de bar; no era el más gracioso, pero sí que tenía un peculiar sentido del humor que, una vez que se cogía, aumentaba la admiración por su inteligencia, lo hacía más atractivo y lo convertía en la persona ideal para tomar una copa.

Si de algo se le podía “acusar” (así, entre comillas), era de no ser especialmente expresivo. En los seis años de matrimonio quizá sólo le dijo que le quería en sus aniversarios, tras el nacimiento de su único hijo y cada noche antes de dormirse.

A la hora de hacer el amor casi era imposible arrancarle un gesto o un sonrisa, de hecho nunca lo vio siquiera parpadear.

En tres ocasiones reconoció lo guapa que estaba. En tres ocasiones que recordara durante casi media década.

De alguna manera fue su principal argumento cuando rompió la relación: “Necesito a alguien que me diga que me quiere, que me hable de amor, que me haga sentir querida”, le dijo, pero ni siquiera ahí mostró tener más sangre en las venas de la que podría tener en la camisa.

Había conocido a un chico que no hacía más que decirle lo guapa que era, lo inteligente que era, lo apasionada que era, y todo lo que la quería, y con las cosas así no había comparación posible, tenía que dejarlo. Ella necesitaba alguien mucho más entregado, que se diera cuenta de que ella estaba y era mucho más.

Diez meses después las cosas habían cambiado. Seguía con aquel chico, y aunque el discurso era el mismo descubrió que ya dudaba del contenido.

Le decía que la quería una docena de veces al día, pero nunca llegaba temprano a casa por estar un ratito más con ella; y aunque mostraba una pasión desmedida en la cama, le faltaba tiempo para levantarse a comer algo frente al televisor; cierto es que no había día que no reconociera lo guapa que se ponía al salir de casa, pero no tenía problema en mirar y comentar lo guapas que iban otras mujeres, incluso los días más especiales entre ellos.

Ahora, frente al mar, el lectura sobre su primer marido no era igual que hace unos meses cuando lo dejó. Cierto es que no le decía te quiero a menudo, pero ahora reconocía que la abrazaba en cada momento que tenía oportunidad; y si bien no le dijo mucho lo guapa que estaba, nunca miró a otra mujer ni hizo comentario alguno sobre nadie que no fuera ella, incluso cuando en las reuniones de amigos discutían sobre bellezas de cine él insistía en que ninguna con su mujer; y si era cierto que mantenía un brutal silencio tras el sexo, no lo era menos que transmitía con sus abrazos una ternura que ahora echaba de menos.

Frente al mar no se arrepentía tanto de haberle dejado como de no haber sabido interpretar las señales, de entender tarde los signos que le había dibujado, de reconocer la grandeza sólo cuando la hubo perdido.

2 comentarios:

  1. Sería algo así como no poder/saber valorar en su justa medida las grandezas que nos rodean, por estar dando más valor a aquello que no tenemos o creemos no tener. ¿Una cuestión de perspectiva en la "mirada"?, o una cuestión de no poder conformarnos nunca con lo que tenemos. No sé...

    Besos y buen día.

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  2. El ser humano es especialista en saber no disfrutar de lo que tiene. Frida, mi perra, cada mañana, cuando me levanto, salta, muestra una alegría que después de ocho años casi parece obsesión o locura. Y cuando llego a casa, y cuando sale a la calle, y cuando ve a otro perro, y cuando come, y cuando sale al campo, y cuando la llevo a la playa... En fin, que disfruta cada momento como si fuera la primera o la última vez. Nosotros/as, no somos así. Estamos con algo y pensamos en lo que tenemos que hacer, o con alguien y creemos que podríamos estar con otra persona, hablamos con la gente y asumimos que sabemos mejor que ellas lo que nos quieren decir, no damos oportunidades para que la gente se muestre cada día con sus pequeños vicios y sus grandes virtudes... Al final, pensando en la recompensa inmediata no somos capaces de ver que el premio gordo ya lo podíamos tener ganado.

    Decía Serrat: no hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí. Desgraciadamente es así.

    Un besote

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