sábado, 22 de octubre de 2011

25 años


La conocí mientras estudiábamos una de esas etapas escolares que hoy ya no se recuerdan en los planes del Ministerio de Educación, aunque en aquel entonces se vendió como se vendieron todos los planes posteriores en el tiempo.

        Ambos veníamos de otro centro y ambos comenzábamos el apellido con la misma letra y, por tanto, tocaba compartir fila. Ambas cuestiones -ser nuevos en clase y sentarnos juntos- facilitaron la relación de amistad entre ambos.

        Cierto es que si a la casualidad añadimos las hormonas a los 15 años, los escotes de los 15 años, la risa fácil de los 15 años y una extraña afición a la ópera para jóvenes de 15 años, el resultado era una terrible confusión entre sentimientos y sexo.

        Pero ese flujo de sensaciones no era mutuo, o al menos yo no sentí que fluyera en dos direcciones. Así que poco a poco nuestro círculo se amplió, ella con sus nuevas amigas y yo, con los míos.

        Seguimos juntos unos años más, y pasamos de compañeros a confidentes tan fácilmente como de confidentes a amigos, pero nunca hubo nada más que alguna mirada furtiva buscando más respuestas que preguntas.

        Igual que la vida nos sentó en la misma fila, tres años más tarde nos colocó en ciudades distintas con el mismo pretexto: los estudios.

        La vida es así. Nos fuimos porque tocaba, y si en los años siguientes años nos cruzamos, la alegría no ocultaba el paso del tiempo, tanto en cuanto a la frescura de la relación como al proceso físico –y digo proceso y no deterioro porque ella cada vez parecía más hermosa. Más madura, pero más hermosa-.

        Casi sin darnos cuenta tocó la cena que nos recordaba que hacía 20 años todos habíamos dejado el colegio. Allí nos reencontramos también. Quizá el volver a rodearnos de antiguos compañeros y compañeras nos despertó cierta nostalgia del tiempo en que fuimos más confidentes que amigos, y aunque no era el momento para contar mucho, sí estábamos ya en la era del móvil, así que intercambiamos números, además de risas, anécdotas y un breve resumen de cómo nos había tratado la vida.

        Ya de amanecida, de regreso a casa, hice un repaso general de lo vivido y comprobé en el móvil que el teléfono de ella se había grabado. Curiosamente tomé varios números esa noche, pero sólo comprobé el suyo.

        Pasé unos días recordando el encuentro, intercambiando fotos por e-mail, pero sin ganas reales de llamarla. Yo tenía mi vida ya perfectamente organizada, y no dejaba de reconocer que aquella mujer seguía ejerciendo una cierta atracción sobre mí.

        Pero quiso el destino que me encontrara con dos entradas a la ópera y sin nadie con quien compartirlas. Me pareció una buena idea darle un toque. Sabía que se había separado hacía algo menos de un año y que si tenía alguna relación no debía ser muy estable, partiendo de lo poco que pudimos hablar en el encuentro post-escolar.

        -“Hola, que tal. ¿Cómo van las cosas?¿Sabes quién soy?”- Pregunté.
        -“¡Hombre! Qué tal tú. Andaba por llamarte, porque tengo dos entradas para la ópera y pensé que igual te apetecía acompañarme”.

        Tardé varios segundos en contestar. Si creyera en el destino estaría obligado a pensar que quiere asegurarse de que nos encontremos; claro que si creyera en la mala suerte, al decirle que yo también tenía dos entradas, quizá buscaría a otra persona.

        -“Vaya”, dije, “yo también tengo dos entradas y…”
        -“Bueno”, interrumpió ella, “otra vez será”.
        -“No, no…”, expliqué casi gritando, “por eso te llamaba, por si no tenías ningún compromiso e íbamos juntos”.
        -“Qué casualidad, ¿no? Claro que sí…”

        El resto de la conversación no sirvió más que para quedar en que me recogería –se le hacía de paso-, acordar que las entradas sobrantes serían para unos amigos míos, intercambiar algunas frases hechas y terminar la llamada con una sonrisa que hacía tiempo había perdido.

        Y llegó el día. Yo elegí chaqueta, camisa y vaquero (elegante pero informal), bajé unos minutos antes de la hora y esperé como un adolescente en su primera cita.

        Ella se retrasó unos minutos, pero llamó para advertirme.

-“Llevo todo el día corriendo. Dejé a los niños con su padre, pero ya sabes como son: si se quedan con el padre, quieren estar con la madre, pero cuando se quedan conmigo, no dejan de incordiar al padre para que vaya a buscarlos”, dijo.
        -“Tranquila. Yo estoy saliendo de casa –mentí-. Si quieres pido  un taxi y te veo en el teatro”.
        -“No, no. Estoy ahí en dos minutos. Te veo en nada”, mintió, pues se retrasó más de dos minutos, lo que me dio tiempo a repasar el guión dos o tres veces hasta que, por fin, llegó al volante de un Picasso gris metalizado.

        Nos saludamos, hablamos de sus niños y nos preguntamos por las cosas cotidianas. Tuvimos suerte al aparcar y entramos al teatro. Habíamos elegido, de los dos pares de entradas, las que nos sentaban en la decimosegunda fila, ya que las otras se situaban bastante más adelante, pero tan cerca del escenario y el foso que perderíamos acústica.

        Al apagarse las luces, ambos nos concentramos en el escenario y lo que allí sucedía. Casi me había olvidado de que ella estaba allí cuando Madama Butterfly -que ya había renunciado a su religión y había adoptado la de un teniente de la marina estadounidense por amor (“quiero compartir arrodillada los mismos ruegos”, cantaba) enfrentándose a su familia, que la rechaza por ello- comenzaba a cantar sus primeras notas del dúo “É notte serena. Guarda dorme ogni cosa”, con el que ambos contemplan la noche estrellada.

Fue en ese momento, justo antes de terminar el primer acto, cuando noté que ella lloraba.

“Bendito Puccini”, pensé, “que me permite compartir sus lágrimas. Maldito Puccini”, seguí pensando, “que sabe cómo llegarle al corazón”.

A partir de ese momento, lo mismo me dio que Pinkerton (el teniente de la marina norteamericana) abandonara a la geisha, que ella rechazara a todos los pretendientes convencida de su amor, que apareciera un hijo de la nada, que el oficial tuviera la desfachatez de aparecer con su esposa americana meses después y que la enamorada se quitase la vida con el mismo cuchillo con que su padre se había hecho el hara-kiri. ¡Qué más me daba toda esa tragedia! Ella estaba allí, a mi lado, 20 años después llorando al compás de Puccini.

Me habría gustado cogerle la mano, consolarla y decirle que la quería, que yo también la había estado esperando, que había algo en mí que siempre fue de ella, y que su sola presencia provocaba tanta paz en el alma que lo mismo me daba que el suicidio de la soprano fuera real o ficticio.

Me habría gustado, pero lo único que acerté a decirle fue: “¿Qué te pareció?”, para después intercambiar un par de impresiones técnicas sin mayor interés.

Aprovechando que tenía la noche libre de niños, nos fuimos a cenar. Compartimos una ensalada verde con una salsa de mostaza y miel y mientras ella pidió un pescado yo, que también había perdido el hambre, me conformé con unas costillas de cordero.

No tengo muy claro que fuera el vino o su sonrisa y su mirada lo que me hizo decirle que después de tanto tiempo, estar con ella no me resultaba extraño, que había gente con la que salía a menudo pero con los que no lograba diluirme.

“No me entiendas mal”, le dije. “No quiero incomodarte ni enrollarme contigo –sí, lo sé, en parte mentí- ni proponerte nada. Sólo trato de decir que es curioso que 20 años después me traigas la misma paz que te llevaste”.

Mantuvo la mirada baja unos segundos. “Yo también me alegro mucho de que nos hayamos vuelto a encontrar”, dijo al levantarla.

No hubo ni postre ni más palabras que las necesarias para pedir la cuenta y pagarla, no sin una pequeña discusión sobre el modo de pago que terminé ganando yo al advertir a la camarera que ella no dejaba nunca propina.

-“Me dejarás que te invite a una copa entonces”, me propuso ella.
-“Y hasta a dos”, contesté. “Con lo que me ha salido la cena…”, bromeé.

No habíamos dado más que unos pocos pasos en la calle cuando noté que sus dedos se enlazaban con los míos y mientras con la mano libre me tomaba del mismo brazo y apoyaba su cabeza, dijo: “Yo también me siento muy bien contigo. Antes y ahora”.

Hasta ese momento, la levitación me había parecido un curioso truco de magos sin mucha imaginación, pero gracias a que ella me tomaba del brazo, no despegué más de 10 o 12 centímetros del suelo.

Tomamos las dos copas anunciadas y otra más. Nos pusimos al día con nuestras vidas, explicamos lo que fue, lo que pudo ser y lo que no era. Me explicó su relación con sus hijos, con el padre de estos y cómo le había afectado la situación. Nos confesamos los pensamientos que nunca nos habíamos contado cuando compartíamos fila y lo que sentimos el día en que nos volvimos a ver en el encuentro de antiguos alumnos. “Al llegar a casa”, me dijo, “comprobé que tu número de teléfono estaba grabado”. Me habría gustado decirle que yo hice lo mismo, pero preferí callarme.

Esa noche, después de una veintena de años, no tuvimos que despedirnos. Se quedó en casa. Nada puedo decir que explique los sentimientos que también se quedaron en casa esa noche. No hubo sexo, esa noche no, pero sí abrazos y reencuentros, no con ella, a la que había reencontrado hacía unas cuantas semanas, sino reencuentro con mis sentimientos, con la fe, con la confianza, con el bien, con los sueños…

Por una noche fuimos Adán y Eva, el alfa y la omega, fuimos únicos y fuimos todos, por una noche fuimos mucho más de lo que pudimos ser en toda nuestra vida. Y no sólo nos reencontramos con los niños que fuimos y los adultos que somos, también nos reconocimos como lo que queríamos ser. Y allí estábamos los dos, cuerpo a cuerpo, mano a mano, labio a labio…

Hace pocos días recibí el correo que me convoca al nuevo encuentro de antiguos alumnos para celebrar que hace 25 años que dejamos el colegio. El e-mail me recuerda también que hace cinco años mi vida cambió. Hoy duermo todos los días con mi antigua compañera, pero también compartimos la vida, el tiempo libre, los proyectos y, como no, el gusto por la ópera.

Somos felices. No cómodamente felices sino realmente felices. Y alguna vez lo hemos hablado: quizá, si hubiéramos intentado esto cuando íbamos al colegio, hoy no estaríamos aquí. Y bendigo cada curva del camino que me llevó hasta ella y cada recta del atajo que la trajo hasta mí.

5 comentarios:

  1. Los mayores dirían que lo "que está pa uno, está pa uno"; unas amigas mías dirían que las casualidades no existen, y yo pienso que la vida no para de sorprendernos y que debemos estar atentos a las señales.
    Un beso.

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  2. Realmente creo que hay una cuestión en la vida curioso, y cuanto más vivo más me convenzo. Nos metemos en cosas que no sabemos cómo son (como las relaciones de pareja), vivimos experiencias y maduramos gracias o por culpa de alguien, pero después dejamos esa relación "quemados/as", cuando lo lógico sería que esa evolución conjunta debería unirnos y no separarnos. Si en el cuento los protagonistas comenzaran su relación de pareja desde que se conocieron, igual no habrían terminado juntos, sino separados, y es probable que el lugar de recordarse con añoranza lo hicieran con dolor o rabia. Pero somos así.

    Un beso grande y gracias ;-)

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  3. Lo que es realmente curioso y bonito, es que 2 personas que se hayan separado, hayan experimentado un proceso de madurez interesante y por tanto de evolución, y que años después, se sienten a hablar de ello con cariño y haciendo una valoración positiva del otro y de su amistad. Sería como volverlo/a a mirar con otros ojos, con esos ojos que no pudieron reconocer los valores del otro/a mientras convivían porque estaban contaminados de dolor, rabia, incomprensión...
    No pudo ser de otra manera antes, pero se puede presentar otra oportunidad de relacionarse ambos desde esta otra perspectiva. A mi me parece precioso.
    Es que pienso que alguien que ha estado en tu vida y ha sido importante para ti, no se puede uno desprender, borrarlo como con una goma, porque esa persona y esa relación seguro que aportó algo valioso. Eso sí, siempre se necesita hacer "el duelo" para que todo se recoloque.

    En fin, Besos.

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  4. Y se me olvidó decir que, como todos sabemos, la relación de pareja es algo muy complicado. A veces no te permite crecer; otras puede ocurrir que los dos evolucionan en sentidos divergentes y no funciona, aunque evolucionan personalmente; en otras, evolucionan en un sentido más convergente, pero, es tanto que se ha convertido en una relación muy dependiente (los 2 hacen las mismas cosas, todo el tiempo juntos...); y a veces ocurre el milagro y funciona de manera que ambos se sientan satisfechos con lo que han construido. Yo creo conocer sólo a una pareja así, seguro que hay más, pero nunca conocí más.

    No tengo tendencias pesimistas y por eso quizás, "ilusa de mi", aún confío en que una relación así es posible, aunque conllevaría mucho trabajo, paciencia... y sólo pensarlo me da pereza el esfuerzo. No obstante, si supiera dónde se vende ese estilo de relación iría ahora mismito y diría: oiga, guárdeme 2 cajas, una de repuesto por si... Ah, que no se vende?, claro, por eso escasea tanto. Si no, seguro que estaría la gente haciendo cola como el la tienda de Apple en New York.

    Hoy tengo el día de escribir.

    Besos

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  5. Leyendo los dos mensajes recuerdo dos canciones muy significativas. La primera es "Presente" de un cantautor argentino José Alberto Iglesias, conocido como "Tanguito", poco popularpero con una vida muy curiosa sobre la que se rodó una película. Por otra parte, una que canta Ana Belén, creoo recordar que la letra es de Victor Manuel. El tema se llama "No renuncies a nada".

    Así aporto dos nuevos temas a este foro ;-)

    Un besote

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