sábado, 7 de septiembre de 2013

Álvaro y Káiser

Desde que enfermó su perro, le era imposible sacarse de la cabeza la idea de que un día llegaría a casa y se lo encontraría muerto.

"Le pueden quedar unos cuantos meses o unas pocas semanas", le había comentado la veterinaria. Algo que había comido de la calle, alguna enfermedad extraña que no merecía la pena indagar, la edad... El caso es que después de 13 años compartiendo la vida, Káiser había tocado fondo.

Káiser era un gran danés azul, de más de un metro de altura hasta la barbilla y de unos 95 kilos de peso. Pero no siempre fue así. Recordaba su dueño el día que se lo regalaron.

-"Álvaro", le dijo un amigo por teléfono, "¿tú que eres medio ecologista, no conocerás a alguien que quiera un perro?".
-"¿Qué raza?", preguntó él.
-"Un gran danés. Se lo regalé a mi hija que estaba loca por uno, pero mi mujer al ver en internet lo que come y lo que miden estos bichos, ha dicho que el perro o ella, y no veas cuando la chiquilla discutía que se quedaba el perro cómo se ha puesto. Nada, que o me deshago del perro hoy o me cuesta el divorcio".

En zapatillas salió de la casa para recoger al perro y tratar de buscarle un dueño apropiado. Hizo algunas llamadas por el camino. "Si me lo dices hace unas semanas... Acabo de comprar un perro"; "carajo, es un perro muy grande, cuando crezca..."; "tú quieres que mi marido me mate"; " mi hijo es asmático, por eso no tenemos perros"... Fueron las respuestas que fue recibiendo a medida que iba avanzando en la agenda.

Finalmente tuvo que volver a casa con una bolsa de comida, un collar, una correa y algún juguete en una mano y al perrito en la otra. Al cogerlo, el dejó caer las patas traseras a ambos lados de la muñeca y apoyó la cabeza sobre las delanteras, que recogió entre el índice y el meñique.

Al llegar a casa Kaiser seguía durmiendo.

-"Qué hago ahora contigo", le preguntó Álvaro sin esperar respuesta, pero el chucho levantó la cabeza, le miró y volvió a apoyarla, como si le fuera a contestar pero se hubiese arrepentido a última hora.

Desde entonces hasta ahora las cosas no habían cambiado demasiado. Era cierto que hacía tiempo que no había manera de levantarlo del suelo, pero seguía durmiendo en el mismo lugar que eligió hacía 13 años, mantenía la mirada de quien se calla las respuestas para que uno solito las descubra y seguía a su dueño como si fuera un apéndice.

Ambos habían perdido algo de peso. Uno por la enfermedad y, el otro, porque había perdido el apetito. Así que para cenar abrió la nevera y sacó una tarrina de helado. Al principio pensó en prepararse un pan con jamón serrano salpicado con un poquito de aceite, pero sabía que a su compañero de piso le gustaba lamer el envase de helado cuando él terminaba.

Se sentó en el suelo apoyando la espalda en el sofá. Káiser se tumbó a su lado y estiró el cuello para ver cuánto helado quedaba.

Mientras veía el informativo, Álvaro decidió que no iba a esperar simplemente a verlo morir. Así que en cuanto terminó de comer (dejó algo para que le quedara más que lo pegado al envase y que tanto le gustaba lamer a Káiser), mandó un e-mail a su jefe pidiéndole los días de vacaciones que le correspondían y buscó por internet una casa rural cerca del mar a la que irse los dos a pasar esos días.

No era un perro que se metiera en el agua, pero disfrutaba corriendo por la orilla salpicando y lanzando arena tras de sí. Cuando se cansaba, se echaba sobre la arena mojada y miraba al horizonte como si esperara la llegada de algún pariente emigante. El contraluz que formaba con el cielo dejaba a Álvaro embelesado, y como si el perro lo supiera, de pronto se daba la vuelta y corría a lamerle la cara y a llenarle la toalla de arena. Con su peso y su tamaño, era imposible pararlo, así que lo único que se podía hacer era esperar a que se le pasara el rapto de cariño.

"Para lo que le queda", pesó Álvaro, "que coma lo que le apetezca", así que compró chuletas para los dos, helado para los dos, queso para los dos y agua para los dos. Un hueso enorme de vaca que pidió al carnicero para Káiser y cerveza, vino y una botella de ron Zacapa para él.

A los pocos días de estar, Káiser dejó de comer chuletas y abandonó el hueso. Sólo conseguía alzar la cabeza para lamer algo de helado y las manos de su dueño.

Cuando llegó el momento de desalojar la casa, la señora de la limpieza se encontró a ambos en el suelo, él con la espalda en el sofá, Káiser tumbado con la cabeza sobre su muslo y una tarrina de helado de Hacendado derretida a su lado.

Las autopsias detectaron que ninguno murió de muerte natural. Ambos lo hicieron de pena. Álvaro primero y Káiser, como siempre, lo siguió allá a donde fuera.

2 comentarios:

  1. ¡Hola! Vaya, qué historia más triste... pero a la vez bonita. Me encantan los animales, de hecho tengo una perrita en casa, y estos temas de mascotas siempre tocan mi fibra sensible, por eso en cuanto he empezado a leer el relato no he podido parar de hacerlo. Te felicito nuevamente por este magnífico texto, y por la soltura con la que escribes.
    Un abrazo.

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    1. Buenas, Eva.

      La verdad es que sí, algo triste es. De hecho no pude corregirla bien porque cuando la terminé andaba con los ojos un poquito húmedos ;-)

      Además, me entraron ganas de sacar a Frida -la labrador que comparte piso conmigo aunque sólo come, duerme y pasea-.

      Gracias por las felicitaciones, pero muchas más por andar por aquí.

      Un fuerte abrazo.

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