Tuvo que esperar a su adolescencia para
descubrir que tenía un grave problema: todo aquello que no era auténtico perdía
densidad ante su vista.
Podía
ser un don, pero desde que tomó conciencia de lo que sucedía, su vida parecía
el guión de una tragedia griega.
Él
siempre había pensado que las cosas eran así, y punto. Hasta los 14 años no
comprendió que ese extraño fenómeno sólo le ocurría a él y que, a pesar de que
había hablado de este tema en numerosas ocasiones, todo el mundo pensó siempre
que se trataba de que “el niño es muy maduro y ya habla con metáforas”.
No
le extraño a su padre, por ejemplo, que un día el niño, tras una discusión con
su mujer, le planteara que le veía más “transparente”, o que prefiriera no ver
la televisión “por que no hay nada que ver”.
La
pérdida de visión iba en aumento, así que a los 14 años la criatura acudió al
oculista. Allí no le detectaron nada extraordinario, sólo que sonrió cuando
descubrió que la enfermera perdía color y el cuerpo del oculista nitidez cada
vez que se cruzaban miradas.
A
medida que fue creciendo se habituó a mirar a las sombras, pues ellas seguían
siendo auténticas. Los amigos pensaban que era timidez, pero era sólo necesidad
de identificar a las personas, pues a medida que iban creciendo, todas perdían
densidad y se volvía vaporosas.
Tardó
algo más de 30 años en encontrar a una mujer que fuera totalmente nítida. Por
fin había alguien a quien mirarle a los ojos.
Ella
comía justo en la mesa que había junto a la venta del restaurante en el que
solía almorzar. A pesar del contraluz, lucía nítida como la línea del horizonte
al atardecer. Su perfil, su pelo, sus manos al coger la copa de vino… Era
imposible no verla allí, nítida, opaca, completamente entera.
Lo
pensó varias veces y por fin se decidió a acercarse.
-“Disculpe
señorita”, -le dijo-.
Ella
levantó la cabeza y, tras mirarle a la cara, bajó los ojos para mirar a su
sombra.
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