No saben bien como fue, pero desde el momento en que los
presentaron la magia se hizo presente. Durante varias semanas estuvieron
escondiendo la bolita entre las copas que les servían de excusa para aparecer y
desaparecer de la vida del otro.
Los primeros meses vivieron el mejor espectáculo del mundo, y
daban triples mortales sin red seguros de que al otro lado estaba el otro para
atraparle. Era el tiempo en el que la frescura y la inconsciencia permitían retar
a la ley de la gravedad.
Pero no faltó mucho para que se pusieran a hacer
equilibrios en la cuerda floja.
Ella hacía malabares para que no cayera ni en la rutina ni en
el cansancio. Él sacaba del sombrero todas las sorpresas que escondían la
verdad en agujeros oscuros. Ambos se habían dado cuenta de que la mano era más
rápida que el ojo, pero el ojo más lento que el corazón, pero como buenos
artistas, mantuvieron sus secretos durante todo el espectáculo.
Cuando el payaso rozaba el ridículo, se dieron cuenta de que
había llegado el momento en el que las luces debían apagarse y las palomas y
los conejos, volver a sus jaulas, y ya no quedaron más cartas en las mangas ni
más mentalistas para tratar de adivinar los pensamientos del otro.
La despedida, como debía ser, también fue mágica. Echaron
unos polvos y desaparecieron para siempre.
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