viernes, 3 de junio de 2011

El frío

Acababa de llover y la humedad aumentaba la sensación de estar a una temperatura muy baja. La noche se acentuaba por culpa del apagón que varias filas de farolas sufrían, dando un toque siniestro a la calle, donde el silencio amplificaba cualquier ruido.

         Hacía sólo algunas semanas que me había mudado a la nueva casa, y aún tenía que llegar y pasear a los perros que habían estado todo el día sin salir y sin comer.

         Al pasar a la altura del número 25, como de la nada aparecieron unos pies descalzos. Me asusté. Al mirarlos descubrí que pertenecían a una mujer joven, con un traje demasiado corto y demasiado fino para la noche de perros que hacía.

         No quise entretener mucho la mirada, me pareció hermosa, quizá demasiado pálida y tan mojada que parecía haber estado bailando bajo la lluvia.

         Superada la primera impresión y mientras el corazón recuperaba su ritmo vital, saludé con un escueto “buenas noches”, a lo que la muchacha contestó con educación.

         Llegué a mi portal, subí hasta mi piso, abrí la puerta y fui recibido por Tolo y Tola –diminutivo de Bartolo y Bartola-, una pareja de beagle que convertían cada llegada en una fiesta.

         Sin sacarme de la cabeza a la chica y el susto del pecho, tras comprobar si los animales tenían agua y que no había ningún estropicio en la casa, me asomé a la ventana a comprobar si la joven seguía en el portal del número 25. No estaba, o al menos yo no la vi.

         Cogí un jersey y salí a la calle de nuevo con los chuchos.

         Por alguna extraña razón Tolo y Tola se resistieron a seguirme, y estaba pendiente de ellos cuando volví a pasar por el 25 de la calle. Allí estaba ella, en la misma postura en que la había dejado.

         Pensé que debía tratarse de una vecina que habría discutido con su pareja o con sus compañeras de piso. Como ya le había dado las buenas noches intenté dar cierta normalidad al encuentro advirtiéndole de que los perros, aunque andaban sueltos, no eran peligrosos. Ella los miró y dijo con evidente carga de pena: “No te preocupes. Mis primeros encuentros con animales no suele ser muy buenos. Después todo cambia”.

         No le di mayor importancia, aunque el tono me confirmó que había tenido una discusión hacía poco o que algo le preocupaba mucho.

         Algo había en ella que me resultaba especial, y no eran sus facciones, que también. Era algo más espiritual, algo que no terminaba de saber si era atracción o rechazo. Un sentimiento que costaba discernir entre “cuídate de ella” o “acércate a ella”. Fuera como fuese, cuando volví a casa del paseo con los perros, lo hice por el mismo camino. Al verla de nuevo no pude resistirme.

         -¿No tienes frío?-, pregunté.
         -No, la verdad-, contestó.
         -¿Vives por aquí? Es que con la que está cayendo no sé si deberías abrigarte un poco.
         -No, yo vivo en un trastero de la calle de Lord Bayron. Una casa muy coqueta con jardín y perro. Un animal muy agresivo. Al dueño no le gusta que la gente se acerque demasiado.

         Supuse que debía tener una habitación alquilada o algo así. Un viejo trastero ubicado en el jardín que había sido arreglado para alquilar o para acoger al personal del servicio que trabajaba en la casa, estudiantes...

         - ¿Y no estás un poco lejos o es que tienes por aquí familia o amigos?-, dije mientras observaba con más atención sus gestos.
         -Viven mis padres-, dijo ella.
         -Perdona que insista-, le dije, intentando dejar claro que no trataba de presionarla, -pero, ¿no sería conveniente que si quieres estar aquí, subieras, te pusieras algún abrigo y unos zapatos?
         -De verdad-, dijo, -no me importa. No puedo subir a casa de mis padres aún, y aquí estoy bien”.

         Dentro del plano de situaciones que me iba creando en la cabeza, encajé una riña familiar que había terminado con un portazo y que ahora tocaba esperar que las aguas volvieran a bajar mansas. Extendiéndole el jersey que había cogido para mí, le dije: “ponte esto, no cojas frío y te vayas a poner mala”. Ella alargó el brazo y al tomarlo, también tomó mi mano.

         Me impresionó la temperatura a la que estaba. No era una mano fría, era una mano helada, como si hubiera tenido que cargar hielo. La sensación me recordó a la que tienes cuando, en invierno, entras en la ducha recién levantado y esperas que llegue el agua caliente.

         Ciertamente me preocupó hasta el punto de pensar en obligarle a subir a casa de sus padres. Pero la tristeza que trasmitía y el dolor que se escondía en su voz, no lo aconsejaba.

         -Oye-, le dije, -estás helada. Si no quieres subir a casa de tus padres vente a la mía. Vivo solo, con estos dos-, dije señalando a los perros que ya estaban increíblemente quietos a sus pies. –Es aquí al lado-, proseguí, -y por lo menos, podrás tomarte algo caliente y no estarás en la calle. No creas que soy un tío raro ni que estoy pensando en nada extraño.

         Ella sonrió y pareció pensárselo.

         -Venga, vamos-, dije yo para animarla y me puse a caminar hacia mi portal.

         Hasta que ella no se levantó, Tolo y Tola ni se inmutaron.

         En el ascensor hablé de que le dejaría ropa, una toalla y que si quería bañarse con agua caliente, que podía hacerlo. –Es que estás helada-, le insistí, -vas a ponerte mala seguro-.

         Le dejé un chándal de invierno, unos calcetines gruesos de lana, unas zapatillas y me fui a la cocina a calentar un tazón de leche de soja, saqué unas galletas y puse todo sobre una bandeja.

         Al llegar al salón ella ya estaba de pie delante del sofá con el modelito, que debía ser seis tallas por encima de la suya.

         -Tómate esto-, le dije colocando la bandeja sobre la mesa.
         -No gracias, no tengo hambre-, me dijo.
         -Venga muchacha, si estás muerta de frío.

         Ella sonrió con cierta melancolía, y tuve la sensación de que lo hacía pensando en otra cosa.

         Mientras tomaba la leche y las galletas, la conversación fue casi un monólogo mío aderezado por pequeñas matizaciones que ella aportaba. No obstante, ese tiempo me permitió contemplarla con mayor detenimiento y mucha más luz que en la calle.

         Quizá era algo más joven de lo que imaginaba, pero tenía una languidez en la mirada poco común. Sus manos parecían firmes, pero sus movimientos eran casi gaseosos, demasiado continuos, redondos, yo diría que irreales para una persona.

         Transmitía una extraña tristeza, pero no daba la sensación de ser la típica pesimista que te puede joder una fiesta, casi lo contrario, si no fuera por su blancura y un cierto atractivo a la hora de fijar la mirada, pasaría desapercibida.

         -Igual me meto donde no debo-, le dije, -pero me parece que no estás en tu mejor momento.
         -No-, dijo y sonrió por segunda vez.
         -Si quieres contarme algo o puedo ayudarte con algo, cuenta conmigo-, le propuse.

         Me miró, suspiró, y cuando parecía que iba a decir algo, se derrumbó sobre el sofá y antes de echarse a llorar sólo logré entenderle: “No sé ni por dónde empezar”.

         Me senté junto a ella y la abracé. Seguía helada. La envolví en una manta y nos tumbamos en el sofá.

         No sé cómo ni cuándo, pero lo cierto es que me dormí. Al despertar ella ya no estaba. Supuse que se habría ido a casa de sus padres y que ya la vería por la zona en algún otro momento. Pensé que quizá se habría ofendido, bien por quedarme dormido bien por abrazarla. Miré por la ventana hacia el portal donde la había descubierto, pero allí no había nadie ya.

         Llegué al trabajo como siempre. Tomé el periódico y al abrirlo por la sección de Sociedad quedé petrificado. La foto de la joven con la que había estado durmiendo y hablando se encontraba a dos columnas bajo un titular que advertía que tras dos años de pesquisas, la policía seguía sin rastro de una joven que había desaparecido.

         “Coño, como se parece”, recuerdo que pensé, pero a medida que devoraba la información, vi que las piezas encajaban. La calle en la que vivían los padres, la edad, pequeños detalles que demostraban que no se trataba de un parecido sino de un hecho: era ella.

         Llamé a un amigo de la policía nacional y le conté lo que había pasado. “Sé que no te lo vas a creer, pero…”, y le detallé datos sobre dónde me había dicho que vivía ahora, la calle, el trastero, el perro…

         -Joder, si tienes razón y la localizamos te doy una medalla-, prometió. –Llevamos dos años con este caso y no teníamos ni una pista. De hecho, pensamos que estaba muerta y enterrada en cualquier barranco.

         -Bueno-, expliqué, -miren primero a ver si se trata de ella, porque supongo que no seré yo el único que la ha visto en el periódico y alguien le habrá dicho que la buscan.
         -Venga, vale. Te llamo con lo que haya y te cuento.

         Dos días después sonó mi teléfono.

         -Oye, puedes venirte a Comisaría-, me dijo Ramón, el colega madero.
         -¿Qué, era la chica que buscaban?-, pregunté.
         -Vente para Comisaría y te cuento.
         -Vale, pero por lo menos dime si era.
         -Que vengas, joder. Que te cuento aquí.
         -Vale, vale-, dije antes de colgar, coger mi chaqueta y salir para la Comisaría.

         Cuando llegué me esperaba Ramón con el comisario jefe y dos personas más que me presentaron como el inspector encargado del caso y el jefe de no sé que departamento de investigación.

         -Tenemos un problema-, me dijo el comisario. –Ramón nos ha contado la conversación que habías tenido con él. ¿Puedes contarnos a nosotros la historia?

         -Bueno, historia historia no hay ninguna-, dije mientras intentaba encontrar una explicación a todo aquello. –Me encontré a una chica en la calle, estaba empapada por la lluvia, me pareció que había discutido en casa y, viendo que estaba helada, la invité a subir a mi casa para que se cambiara de ropa y tomara algo caliente.

         Obviamente me salté las conversaciones y los abrazos. Recuerdo que en ese momento me di cuenta de que si le hubiera pasado algo a la muchacha, que por entonces ya sabía que se llamaba Laura, llevaría puesta mi ropa.

         -Pero ella, ¿qué te dijo?-, preguntó el inspector.
         -La verdad es que no hablamos mucho. Me dio la impresión de que tenía problemas con sus padres y tampoco me los quiso contar. Sólo dónde vivía y que los perros y ella, al principio, no encajaban bien, pero que después eran inseparables. Era tarde, yo estaba cansado y me quedé dormido enseguida.
         -Y ella se quedó a dormir en tu casa,- afirmó el inspector a la espera de mi confirmación.
         -Sí. Bueno, no. No lo sé. Ya les digo que yo me acosté y me dormí. Por la mañana no estaba. No sé si durmió o se levantó y se fue.

         Los tres seguían mirándome fijamente, como quien está atrapado en una novela de misterio. Aquel era el primer silencio desde que había llegado y era evidente que sólo era incómodo para mí.

         -Supongo que todo esto tiene una explicación, y si me cuentan qué pasa, igual les puedo aclarar algo, pero les confieso que ahora estoy un poco perdido-, dije con franqueza.

         Por primera vez desde que nos diéramos las manos al llegar, Ramón se incorporó en su silla y se apoyó en la mesa para hablar.

         -Tenemos un problema-, dijo. Antes de seguir miró al comisario que asintió mientras se quitaba las gafas y se frotaba los ojos. Ahora era yo el que se encontraba atrapado en la novela de misterio.

         -Tenías razón. Era la chica que buscábamos y estaba donde dijiste-. Intencionado o no, hizo un pequeño parón en su explicación. –El asunto es que la hemos encontrado muerta.

         En otras circunstancias habría pensado que se trataba de una broma, pero por muy amigos que fuéramos Ramón y yo, el comisario y aquellos señores no se iban a prestar a una parodia de esta índole.

         -Joder-, dije. –¿Pero muerta cómo? Asesinada, un infarto… la verdad es que estaba helada, igual estaba enferma y no me di cuenta.

         De lo que sí me había dado cuenta es que al decir la última frase, los cuatro se miraron. La situación me acojonó por primera vez desde que había llegado. Aquel intercambio de miradas podía interpretarse como “lo hemos pillado. Excusatio non petita accusatio manifesta”.

         -No estarán pensando que yo…
         -No, no, tranquilo-, me interrumpió Ramón. –La cosa es mucho más complicada. Estaba muerta y enterrada.
         -¿Cómo?
         -Si, muerta y enterrada.
         -Pero enterrada en su casa-, intenté aclarar.
         -No, no era su casa. El trastero donde tú dijiste que vivía, era eso, un trastero.
         -Pero entonces, enterrada en el trastero.
         -Sí, enterrada en el trastero-, confirmó Ramón.
         -Mira-, dijo el comisario tomando la iniciativa, -la chica estaba muerta y enterrada en el sitio que tú nos dijiste, pero el laboratorio nos ha demostrado que fue asfixiada hace dos años, o sea, la mataron a los pocos días de su desaparición. ¿Entiendes ahora el problema?

         No supe que decir. Pasé la mirada por cada uno de los cuatro rostros que había frente a mí. Era evidente que las cosas no podían ser así, algo fallaba, pero a ellos parecía importarles menos que a mí.

         -Mira-, repitió el inspector rompiendo el silencio de la sala, -vamos a terminar con los análisis. Estamos también tomando declaración al propietario de la casa y vamos a excavar en el jardín porque tenemos sospechas de que pueden haber más cadáveres enterrados. Cuando ya tengamos esto avanzado, nos citamos de nuevo e intentamos encontrarle una explicación lógica a todo esto. Hasta entonces, Ramón estará en contacto contigo por si te necesitamos.

         Nos levantamos, nos dimos la mano y salimos todos de la habitación.

         Ramón, se adelantó para comentar algo con el comisario jefe, que le dio algunas indicaciones que no oí, y volvió hasta donde yo estaba.

         -¿Estás bien?-, preguntó.
         -Sí, creo que sí-, dije.
         -Joder, pues tienes cara de haber visto un fantasma-, rio.
         -Cabrón-, reí yo.
         -Traquilo, yo siempre he dicho que tú mujer no podía ser de este mundo.

         No dije nada.

         -Si te apetece, quedamos mañana a tomar algo y hablamos un rato de todo esto. Ya te contaré lo que se pueda contar-, dijo Ramón.
         -Venga, sí, hablamos-, dije sin saber qué decía. –Ya sé la salida, no hace falta que me acompañes a la puerta.
         -Hecho. Te llamo mañana-, dijo y nos despedirnos con un abrazo.

         No busqué taxi. Fui caminando hasta casa. Al pasar a la altura del número 25 me detuve. No había nada, evidentemente, pero me quedé un rato mirando aquel trozo de portal.

         Al llegar a casa, Tolo y Tola vinieron a recibirme, pero no hubo fiesta. Me extrañó. Al llegar al sofá, sobre el mismo estaba doblado el chándal, con los calcetines y las zapatillas que Laura llevaba la última vez que la vi.

         Nunca conté esto a la policía, ni siquiera a Ramón.

         Ahora evito sentarme siempre en la parte del sofá en el que estuvo sentada Laura, pero curiosamente, se ha convertido en el rincón preferido de los perros para echarse a los pies, y tengo la sensación de que no estoy solo.

6 comentarios:

  1. Pues yo topo frecuentemente con fantasmas,de hecho hasta se pueden clasificar por categorías dependiendo del ámbito en el cual se te aparezcan.

    Y por cierto, cuando te llame Ramón, cuéntanos al final qué pasó con Laura.

    Besos

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  2. Si partimos de la base de que hay más fantasmas vivos que muertos, los podemos clasificar incluso por tamaño y por conversaciones.
    Y sí, cuando Ramón llame, si tengo valor para cogerle el teléfono, te contaré algo.
    Un besote.

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  3. ¡¡¡ Joder, me he quedado impresionada!!!, yo creí que estas cosas sólo pasaban en las pelis, ¿es invención, no? Yo es que soy muy ingenua, y me lo creo casi todo.

    No sé...me costaría, supongo, sentarme en ese sofá. No obstante, pienso que si te eligió sería por algo bueno. Necesitaba descansar y finalmente pudo, también los suyos.

    Besos

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  4. No pasó. Pero qué más da. Lo importante es que tú te hayas implicado. Que no pasa sino en las pelis o que te puede pasar a ti, es donde está la magia (si la hay)No sabes lo importante que es escribir y que alguien se sienta impresionado/a.
    Un beso gordo, pero impreisonante ;-)))

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  5. Bueno,no se trata de un pijama flotando pero...la historia es bastante parecida, no crees? A ver si al final, el cuento se va a hacer realidad.
    ;-)

    Dos besotes

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  6. No me asustes. Es lo que faltaba. Para las pocas veces que se queda alguien en mi casa, que sean espíritus de gente asesinada no ayuda, la verdad.

    Gracias y otros dos besos para ti

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